miércoles, 30 de mayo de 2012

¡Cómpralo ya!



El Hoyuelos era un apodo traído a muy mala leche. Fermín Lacasta, no estiraba una sonrisa enmarcada por esas atractivas hendiduras bajo los pómulos; a decir verdad, su piel picada de viruela era tan lunar que los más raza de su barrio no tardaron en referirle de ese modo para distinguirle de los muchos flacos que la heroína había estilizado en el San Blas de los noventa.
Años después, ya más crecidito pero algo menos adicto, ese mediodía de agosto, el Hoyuelos guardaba cola tras una bicicleta y dos habituales de lo ajeno que la sujetaban. Esperaban frente al portón de la furgoneta de Ernesto el Cochambres, quien la había estacionado en un callejón de lo menos selecto de Lavapiés. El Cochambres, receptador de toda la vida, se había reciclado en prisión gracias a un curso: Introducción a la informática de la editorial DurasPenas; formación que le abrió los ojos hacia el mundo de los negocios en internet. Con la condicional todavía sin arrugar en los vaqueros, el Cochambres tuvo que contrariarse en su nueva imagen y agenciarse un portátil a la manera tradicional: descuido y correr. Desde entonces, su vida se serenó y toda mercancía que le llegaba tenía su salida en las páginas web de subastas.
«Se acabaron las reventas directas a fulanos que resultan ser confidentes. Paquetería y rembolso por apartados de correos. Nada de teléfonos; nada de pisos. Cocha66@, ¡qué me busquen!», repetía presumido.
Los dos yonquis que precedían a Fermín no habían llegado a la esquina y ya se estaban sacudiendo por el porcentaje a repartir. Tuvo que apartarse para no ser salpicado por un mamporro de los cientos que, a cámara lenta, se propinaban el uno al otro. De buena gana se hubiera liado del mismo modo con el Cochambres tras recibir su paga, pero un simple empujón y se cerraría una puerta para colocar futuras oportunidades. En su bolsillo, tres euros, su miserable ganancia, compartían espacio con las pelusas. Una cifra que no compensaba los sudores por acarrear su botín desde el Gregorio Marañón.
Como todas las mañanas del último mes, el Hoyuelos había ido a visitar a su madre. Unas fiebres altas habían inutilizado sus riñones y se había prometido ir a verla hasta que la dieran el alta. Antes de subir, trataba de desayunar por la cara y merodeaba por las cocinas del hospital. Pero en esta ocasión la suerte le fue esquiva. La ronda de un vigilante le obligó a tomar una puerta y acabó en el garaje. Una ambulancia, con sus puertas abiertas de par en par y los luminosos destellando en cada pared y columna, parecía pedirle a gritos una visita. Para cuando regresaron los camilleros, Fermín ya cruzaba la calle arrastrando su pillaje.
Cuando llegó a casa, la radio escupía música, la nevera seguía igual de vacía que su estómago y su hermano, el universitario, se apresuraba en arreglarse para ir al hospital. Madre había llamado: estaba hundida. El Hoyuelos jamás creyó que con lo mal hijo que había sido, el robo de las joyas de la familia fue su cenit, su madre pudiera verse tan afectada por incumplir la promesa de visitarla. Tras dejar de sonar en la emisora el último éxito de MHC,  las noticias locales se sucedieron. Con la última, de un suceso, Fermín pegó un respingo, se llevó la manos a sus hoyuelos, convirtiendo su boca en la de un pez, y palideció hasta confundirse con el gotelé del pasillo. El brinco no pasó desapercibido para su hermano y decidió seguirle cuando Fermín dejó de meditar para dirigirse a… ¡su cuarto! Allí lo encontró aplicándose con frenesí en su ordenador. Abrió la web de Cocha66@ en eBay, buscó un artículo en concreto, insultó a la pantalla por el precio y se giró hacia su hermano que lo observaba desde el umbral.
—¿Me dejas tu Visa?
—Ya sabes que en esta casa, por tu culpa, está todo bajo llave y mi cartera no existe para ti —respondió acercándose a la pantalla, para, acto seguido, con los ojos como platos, ignorar la subasta, sacar su billetera y teclear la numeración—. ¡Joder, Fermín! ¡Cómo se entere mamá, esta vez sí que la has cagado! —añadió, reconociendo el objeto sustraído que describían en las noticias.
—No le des a urgente que el Cochambres lo envía por ordinario y se queda con la pasta —observó el Hoyuelos. Luego, se hizo con el ratón, abrió Google y tecleó: «nevera riñón hielo fregoneta».  
—Espero que ese jodido la aparque a la sombra…






miércoles, 23 de mayo de 2012

La sonrisa del temor




A duras penas reconoció en el remite el membrete de la agencia que había contratado; despidió al mensajero con un «hasta luego», cerró la puerta presuroso y se encaminó hacia su despacho con el sobre en la palma como si fuera una bandeja. De pie, frente al escritorio, con cierto temblor en las manos, rasgó el acolchado y, tras extraer una fotografía, lo dejó caer en la alfombra. El primer vistazo a la imagen le tambaleó lo suficiente las piernas como para obligarse a tomar asiento. Estaba aterrado. Se palpó la chaqueta en busca de sus gafas pero no dio con ellas. Recordó haberlas dejado junto al periódico, en la sala, cuando el timbre le interrumpió la lectura. Renunció al paseo y afrontó el segundo vistazo; al principio apoyado de codos, manteniéndola firme, luego, la alejó para mejorar el enfoque de su vista cansada, pretendiendo encontrar en la revisión otras respuestas a sus porqués. Pero solo aparecieron sus lágrimas y le fue imposible contemplarla por más tiempo.
Comenzó a desconfiar de su mujer desde que, hacía exactamente un mes, una sonrisa que ya consideraba del pasado volvió a iluminar su rostro. Se ausentaba muchas tardes para retornar más amable y cariñosa que de costumbre. Si le preguntaba por sus quehaceres ella desviaba la conversación a temas sin importancia. Había cambiado de perfume, canturreaba a solas; colgaba el teléfono cuando él llegaba…
Treinta años, tres décadas juntos. Los cinco primeros, de novios, cuando esa sonrisa que había regresado a su cara era constante por aquel entonces. Pasado el tiempo, se fue apagando como muchas otras alegrías que la madurez retira.
La foto, en blanco y negro, no era de mucha calidad pero mostraba con nitidez cómo ella besaba en la boca a un desconocido y le rodeaba con su brazo. El ángulo de la toma no permitía identificarlo pero le resultaba conocido.
«¡Qué más da quién sea! Ella lo besa. No hay duda», se dijo.
Hundió su cabeza entre las manos y las lágrimas dejaron de resbalar por su cara para acabar engullidas en la alfombra. A un lado, junto a sus pies, el acolchado sobre mostraba por la comisura de su desgarro la esquina de otro documento: una carta. Esta vez, acudió a la mesa donde sus lentes marcaban el artículo de prensa que había interrumpido.
En la misiva, el director de la agencia se alegraba de la buena salud de su matrimonio y le felicitaba por las bodas de plata que con tanto entusiasmo su mujer le estaba preparando en secreto. Le adjuntaba, a modo de regalo, una fotografía de ambos tomada al finalizar el baile al que acudieron el pasado viernes. Le agradecía la confianza mostrada en su agencia de detectives y le deseaba una feliz celebración.
En ese instante, otras lágrimas surgieron.

miércoles, 16 de mayo de 2012

Octavio, cruz



Aquella mañana de lunes, la lluvia me pilló desprevenido al poco de salir de una remozada cafetería del Arenal. El chaparrón me obligó a ceñirme a la fachada mientras, aligerando el paso, de puntillas sobre los charcos, trataba de llegar al cobijo de los soportales de la Plaza Nueva. Allí esperaría a que el viento dispersara la gran nube negra que inundaba la ciudad y me diera la tregua suficiente para alcanzar mi despacho sin parecer que el café me lo hubiera tomado nadando dentro de una enorme taza.
Llegué al primer pórtico y me sacudí la mojadura antes de que ganara oscuridad en mis hombros. No era el único que había elegido aquel refugio. Una pareja de jubilados, vestidos de primavera, cogidos del brazo, miraban la arqueada porción del cielo, subrayada de tejados, buscando el resquicio que indicara el fin de aquella cortina que nos retenía. Ella, con la mano libre, se atusaba su plateado cabello buscando devolverle la forma ahuecada y que, bruscamente, interrumpió. No pude escuchar qué observación hizo al oído de quien asumí era su esposo, pero a pesar de la inclemencia algo peor que no adivinaba les decidió a buscarse otro resguardo.
Me quedé solo vigilando el diluvio. Entonces lo percibí. La humedad acentuaba el olor a orines de un rincón donde, tendido, un indigente cubierto de  harapos, con un cartón de vino sujetado como un tesoro y unos periódicos como camastro, me miraba como quien descubre a un cervatillo en medio de un sendero. Las barbas ralas y el cabello enmarañado camuflaban sus rasgos pero su mirada me era tremendamente familiar. ¿Cuántos años? ¿Once?, seguramente, ese fuera el tiempo que nos escupimos, empujamos, nos tiramos de los pelos y nos hicimos buenos amigos de balón y cromos.
Cuando uno comparte pupitre, patio y recreativos con un mocoso durante todo ese tiempo nunca olvida su mirada por mucho que treinta años de por medio, el atuendo de la miseria, un rincón de deshechos y un alcoholismo avanzado vidrien los ojos de negación hasta el punto de la desmemoria. Cosa bien distinta era asumir lo que veía y a quien veía, y evaluar en prevención que mi dignidad pudiera verse amenazada como si la desgracia fuera contagiosa, como si ofrecer cierta cercanía con un perdedor fuera un error que mi fortuna trataba de advertirme. «Ten cuidado con las compañías» decía mi madre, pero Octavio, el hijo de la panadera, el borracho que ahora me miraba, siempre fue de su aprobación. Claro que mi madre no estaba ahora a mi lado para rectificar su arenga, seguramente, con espanto.
A punto estuve de seguir los pasos de los dos jubilados pero de inmediato me sentí ridículo por creerme amenazado. Al fin y al cabo, era Octavio, mi amigo de la infancia, y aunque mis dudas eran lógicas, me convencí en creer que él no tenía la culpa de que la vida no le hubiera sonreído. Quizá todo comenzara después de que su madre perdiera el despacho de pan por unas deudas, decían que el padrastro de Octavio sufría mucho por las grandes dudas que tenía a la hora de elegir entre la botella y las timbas. Octavio tuvo que cambiar de colegio a mitad curso. Se fueron de la ciudad. Un mes después se acercó por los recreativos. Cinco minutos estuvo y en el primero supimos que no era el mismo bravucón que a todos nos cascó antes de darnos su amistad. No volvimos a verle después de aquel breve encuentro.
En ese viejo recuerdo me había quedado ensimismado cuando Octavio se puso a gatas y, trabajosamente, con ayuda de la pared, logró ponerse de pie. Había dejado de fijarse en mí y ahora estrujaba el cartón buscando que las últimas lágrimas de vino cayeran sobre su boca, abierta hacia el techo abovedado. Dos sacudidas después lo lanzó al rincón de sus periódicos y se dirigió hacia mí con el caminar de un marino en temporal. Mil preguntas se agolpaban en mi cabeza y también mil pasos querían dar mis pies bajo la lluvia para alejarme de aquel fantasma. No hice ni una cosa ni la otra. Cuando se detuvo frente a mí amagué con sujetar su desequilibrio abriendo mis brazos, pero no tardó él en arquear sus piernas en una postura que manejaba con arte, acostumbrada, que mantuvo algo más firme su sísmica figura. Me sonrió y tuve que contenerme para no hacer lo mismo. Yo mantenía todas mis piezas y él todas sus encías, me parecía un insulto evidenciar, con aquel simple gesto, cuan distinta era nuestra suerte. Quise llamarle por su nombre, quise recodarle nuestra primera pelea, los cromos de Mazinger; la panadería de Anita, su madre, y esa palmera que nos regalaba los jueves para compartir; pero Octavio se adelantó, avanzó su mano como para estrechar la mía y fue entonces cuando decidió llamarme por un apodo que nunca antes me me había dirigido: «Jefe» me dijo, y añadió: «¿Tiene suelto pa darme?» Su palma, negra como la de un carbonero, temblaba abierta.
Al billete extendido le sucedieron reverencias que me negué a seguir contemplando. Me sumergí en la lluvia y anduve bajo ella hasta que sentí que la humedad me empapaba más allá de lo que mi lamentable alma condescendiente se inundaba de culpa.
Desde entonces, a todo extraviado le regalo mi detenimiento, mi saludo y mi caridad. Pienso que algún día tuvieron su tiempo de satisfacciones; que fueron como Octavio y que me tuvieron como amigo.