El Hoyuelos era un apodo traído a muy mala leche. Fermín
Lacasta, no estiraba una sonrisa enmarcada por esas atractivas hendiduras bajo
los pómulos; a decir verdad, su piel picada de viruela era tan lunar que los
más raza de su barrio no tardaron en referirle de ese modo para distinguirle de
los muchos flacos que la heroína había estilizado en el San Blas de los
noventa.
Años después, ya más crecidito pero algo menos adicto,
ese mediodía de agosto, el Hoyuelos guardaba cola tras una bicicleta y dos
habituales de lo ajeno que la sujetaban. Esperaban frente al portón de la
furgoneta de Ernesto el Cochambres, quien la había estacionado en un callejón
de lo menos selecto de Lavapiés. El Cochambres, receptador de toda la vida, se
había reciclado en prisión gracias a un curso: Introducción a la informática de la editorial DurasPenas; formación
que le abrió los ojos hacia el mundo de los negocios en internet. Con la
condicional todavía sin arrugar en los vaqueros, el Cochambres tuvo que
contrariarse en su nueva imagen y agenciarse un portátil a la manera
tradicional: descuido y correr. Desde entonces, su vida se serenó y toda
mercancía que le llegaba tenía su salida en las páginas web de subastas.
«Se acabaron las reventas directas a fulanos que resultan
ser confidentes. Paquetería y rembolso por apartados de correos. Nada de
teléfonos; nada de pisos. Cocha66@, ¡qué me busquen!», repetía presumido.
Los dos yonquis que precedían a Fermín no habían llegado
a la esquina y ya se estaban sacudiendo por el porcentaje a repartir. Tuvo que
apartarse para no ser salpicado por un mamporro de los cientos que, a cámara
lenta, se propinaban el uno al otro. De buena gana se hubiera liado del mismo
modo con el Cochambres tras recibir su paga, pero un simple empujón y se
cerraría una puerta para colocar futuras oportunidades. En su bolsillo, tres
euros, su miserable ganancia, compartían espacio con las pelusas. Una cifra que
no compensaba los sudores por acarrear su botín desde el Gregorio Marañón.
Como todas las mañanas del último mes, el Hoyuelos había
ido a visitar a su madre. Unas fiebres altas habían inutilizado sus riñones y
se había prometido ir a verla hasta que la dieran el alta. Antes de subir,
trataba de desayunar por la cara y merodeaba por las cocinas del hospital. Pero
en esta ocasión la suerte le fue esquiva. La ronda de un vigilante le obligó a
tomar una puerta y acabó en el garaje. Una ambulancia, con sus puertas abiertas
de par en par y los luminosos destellando en cada pared y columna, parecía
pedirle a gritos una visita. Para cuando regresaron los camilleros, Fermín ya
cruzaba la calle arrastrando su pillaje.
Cuando llegó a casa, la radio escupía música, la nevera
seguía igual de vacía que su estómago y su hermano, el universitario, se
apresuraba en arreglarse para ir al hospital. Madre había llamado: estaba
hundida. El Hoyuelos jamás creyó que con lo mal hijo que había sido, el robo de
las joyas de la familia fue su cenit, su madre pudiera verse tan afectada por
incumplir la promesa de visitarla. Tras dejar de sonar en la emisora el último
éxito de MHC, las noticias locales
se sucedieron. Con la última, de un suceso, Fermín pegó un respingo, se llevó
la manos a sus hoyuelos, convirtiendo su boca en la de un pez, y palideció
hasta confundirse con el gotelé del pasillo. El brinco no pasó desapercibido
para su hermano y decidió seguirle cuando Fermín dejó de meditar para dirigirse
a… ¡su cuarto! Allí lo encontró aplicándose con frenesí en su ordenador. Abrió
la web de Cocha66@ en eBay, buscó un artículo en concreto, insultó a la
pantalla por el precio y se giró hacia su hermano que lo observaba desde el
umbral.
—¿Me dejas tu Visa?
—Ya sabes que en esta casa, por tu culpa, está todo bajo
llave y mi cartera no existe para ti —respondió acercándose a la pantalla,
para, acto seguido, con los ojos como platos, ignorar la subasta, sacar su
billetera y teclear la numeración—. ¡Joder, Fermín! ¡Cómo se entere mamá, esta
vez sí que la has cagado! —añadió, reconociendo el objeto sustraído que
describían en las noticias.
—No le des a urgente que el Cochambres lo envía por
ordinario y se queda con la pasta —observó el Hoyuelos. Luego, se hizo con
el ratón, abrió Google y tecleó: «nevera riñón hielo
fregoneta».
—Espero que ese jodido la aparque a la sombra…