jueves, 26 de julio de 2012

Lágrimas de cera (primera parte)


Hoy se cumplía el sexto aniversario del asesinato de mi esposa y mis lágrimas aún no se habían secado.
Recuerdo con rabia que a la semana de su muerte, con la fría soledad como abrigo, consumido el tiempo de pésames y condolencias, tras un proceso de incineración de recuerdos y de culpas, regresé a comisaría y encontré mi puesto ocupado por mi segundo. Mi sorpresa inicial derivó en protestas y acabó en indignación. Volvía dispuesto a colaborar y me encontraba relevado, destinado a cursar oficios. Querían protegerme, decían, pero yo me sentía castigado. «Estás implicado; molestarás; nos hacemos cargo; no te preocupes…», me repitieron mientras cerraban sus puertas, no sin antes palmear mi hombro.
Pero durante la media docena de años que me tuvieron relegado a oficiar papeles, cada diez de marzo, desde la primera muerte, la de mi esposa, el cuerpo de una mujer aparecía estrangulado en la isla de Lanzarote. Cinco víctimas en total. Cinco casos sin resolver y en pocos minutos se cumpliría el plazo abierto para el sexto. De momento, nadie del amplio despliegue policial había notificado el hallazgo de una nueva víctima, sin embargo, los dientes se mantendrían apretados hasta las doce de la noche. Yo me encontraba en mi antiguo despacho, convertido en sala de coordinación desde que aterrizaran los expertos de Madrid. Se me había permitido asistir pero hasta las cero horas debía permanecer mudo. Al cabo de estos seis años, mi insistencia había conseguido un compromiso del comisario: «Si al acabar el día el asesino sigue libre te cederé el mando de la investigación». Mis tres compañeros de homicidios, venidos de la Comisaría General de Policía Judicial, se repartían las tareas de la que sería su última jornada. Sandra manejaba las transmisiones, Mauricio la señalización de los indicativos sobre un plano y el inspector jefe, Nicasio, coordinador del dispositivo, se frotaba las manos sentado tras la mesa viendo como el viejo reloj de mi despacho movía las agujas hacia la hora marcada. Para él era un éxito que nada sucediera en esa jornada. Era de los que si algo dejaba de acontecer pasaba de ser un problema a convertirse en una caduca mala racha, aunque no se hubiera resuelto nada de lo anterior. Un ejemplo más de la estirpe de inútiles que abundaban en un Cuerpo donde no había degradación ni expulsión para tanto incompetente. Inundar la calle de policías era un viejo recurso mediante el cual se proyectaba la falsa imagen de que la delincuencia desaparecía. Los jefes se felicitaban de la artificiosa normalidad conseguida y en cuanto se retiraban los efectivos, como quien afloja un torniquete, la maldad volvía a regar las calles sin olvidar una esquina. Sillón lustroso, el del comisario, barnizado de inmejorables estadísticas, que entregaba al relevo entrante ocultando los mil taladros de la carcoma.
«Sin novedad», repetían los indicativos a las consultas de Sandra.
Recuerdo que hasta el tercer crimen no enviaron a nadie de homicidios porque a la segunda víctima la metieron en el saco de las coincidencias. Tres años de muertes durante los cuales me llevé miradas condescendientes, sonrisas de compromiso y una paradójica medalla por mi larga entrega al servicio; pero siempre apartado, sumergido en un despacho de papeles; consumiéndome de rabia. Tras el nuevo fracaso, el único cambio en la investigación fue interno y consistió en la sustitución de mi otrora amigo, el inspector Donadie, que fue relevado por el inspector jefe Nicasio, un madrileño comisionado por la Central, molesto por la indeterminada duración de su extrañamiento. Y, mientras tanto, la impaciencia daba cuenta de mis uñas perdidas entre expedientes y legajos; enfadado con el mundo.
Tras un año de pesquisas de la supuesta élite, el único vestigio hallado fue un nuevo cadáver, el cuarto, y otra vez el décimo día de marzo. Salvo que eran mujeres y que morían estranguladas, en nada más coincidían las unas con las otras. Ni edad, ni complexión, ni formación, ni relaciones, ni parentesco, ni estilo; ni color del cabello ni del iris. Tampoco los lugares donde fueron encontradas, unidos por líneas, formaban cruces gamadas, estrellas de la muerte o símbolos animistas. Ningún vínculo las unía que pudiera establecer un patrón para sospechar dónde y quién sería la siguiente. Mis compañeros de homicidios concluyeron que la oportunidad era la causa de la elección de las víctimas, revelando a los medios que el asesino dejaba una lágrima de cera en las níveas mejillas de sus víctimas como firma de desprecio hacia los allegados o como representación de su propia tristeza. Negligente palabrería de psicoanalista que contentaba a la prensa pero que con su propagación condenaba la paz de una isla. Y fue con la cuarta estrangulada cuando el éxodo de féminas resultó proporcional a la llegada masiva de periodistas, adivinos, paranormales y subnormales profundos ávidos de carnaza. La psicosis alejó de la preciosa Lanzarote al turista de sandalias y atrajo a un ejército de personajes repletos de abalorios que influyeron en el discutible nuevo modelo de negocio. La isla de los volcanes, durante sus noches, se había convertido en la nueva meca de lo tenebroso y en sus paisajes lunares era frecuente toparse con restos de aquelarres celebrados a la luz de enormes hogueras.
A pesar de que el décimo día de marzo del quinto año las medidas tomadas fueron extraordinarias, poco después de las nueve de la mañana, Gretel Larsson, una periodista sueca aficionada al submarinismo, emergió de las aguas de Playa Chica con el neopreno rasgado a la altura del cuello. En el interrogatorio, su compañero de inmersión reconoció haberla perdido de vista en la Catedral, cueva sumergida a más de treinta metros, donde era habitual coincidir con otros grupos de idéntica indumentaria. La única relativa victoria que consiguió el férreo dispositivo policial fue que el asesino, esta vez, no pudo dejar su lágrima de cera en la piel de Larsson. No obstante, cuando su abatido compañero regresó a la habitación del hotel, la encontró escurrida sobre la foto del pasaporte de su malograda amiga. La noticia llegó a todos los rincones del planeta y policías de otros países, incluidos los de la apacible Suecia, ofrecieron sus servicios. Aproveché la agitación social para golpear sin desprecios todas la puertas de la Jefatura Superior y fue entonces cuando descubrí el apodo con el que me habían bautizado después de treinta años de servicio: el Viudo.  (continuará)

lunes, 16 de julio de 2012

Garabato


Garabato es un pueblo a las afueras de no se sabe dónde. Y no es una forma de expresar lo lejos o cerca que se encuentra de alguna parte, sino que lo esencial de esta pequeña aldea reside en que es la casualidad del errante la que lleva a sus  lindes.
Todo vecino tiene a su anterior, reconoce la buena vida de la que disfruta y nada le atrae de lo que más allá de las montañas pueda estar sucediendo con su gente o su ciudad, recuerdos en definitiva, que dejó aquel día en que, bien una tormenta, un plano al revés o una necesidad de horizontes y buenas piernas le llevaron hasta donde sin ninguna resistencia decidió aceptar un techo simple, un rancho de legumbres y un modesto terreno donde cultivar su trueque. Decía que todo vecino tiene su «anterior» porque cuando el forastero termina de asombrarse de su extravío, aquel que le hubiera precedido le debe acoger, orientar e instruir sobre la nueva vida que le espera entre las cuatro calles, doble de casas, triple de pajares y cuádruple de huertas que forman Garabato. El anterior confiesa su historia: de dónde venía, cómo llegó hasta allí, lo que dejó atrás, sus amores, su rutina y su esperanza, pero nunca debe revelar quién es su anterior ni tampoco permitir que se pregunte a otros sobre sus respectivos. Cuando la extrañeza se aplaca en el recién llegado, no dura más de dos noches, en la mañana de la tercera, antes de iniciar su nueva encomienda, con la cordialidad como desayuno, se plantea la pregunta que todos se formulan pero que del mismo modo desechan, y es cuando asume que entre esas gentes y el empedrado que separa el adobe, es el calor de una madre primorosa, el que el sol de Garabato emite, el que otorga una sensación de paz inconmensurable que cualquier recuerdo anterior, cualquier compromiso con el pasado, se diluye como un terrón de arena en la corriente. Si para el cuarto día el forastero no ha visitado el camposanto, su anterior le lleva hasta el umbral. En el recorrido descubrirá a quienes como él llegaron un buen día a la aldea, pero en las lápidas no encontrará inscrito nombre alguno, tan solo figurará la fecha de su llegada, porque la finalidad del cementerio no es recordar el trayecto de una existencia sino el día en que la tranquilidad comenzó a morar en las almas de quienes yacen en tumbas donde las flores crecen sin ser regadas.
Los días pasan. Fueron futuro y aquietados los esperábamos; preocupados por un porvenir incierto, sujetos a una tranquilidad que creíamos la nuestra, la merecida, la deseada, la ideal. Mira la tierra de tus pies, es firme, no necesitas más. Garabato existe, quédate con lo simple, no sabes hasta que punto puedes soportarlo, solo hace falta respirar y reconocer que el engaño está en nuestra ansiedad, no en lo que sucede.

martes, 10 de julio de 2012

Un hombre

El hombre, sueco o finlandés, no hablaba español. Vikingo atávico por hechuras, de bruces entre rocas, su cráneo aun partido le permitía balbucear mientras hilillos de sangre le iban recorriendo las facciones como una máscara destejida. En medio del barranco, a los pies del puente que unía las colinas del valle Esperanza, yacía su desgracia envuelta en un río de atenciones que su fea herida impedía asistir apenas con señales en la frente. Caer en tierra ajena gran tormento, ocasión fatal para la redención si en la multitud congregada nadie amigo la puebla. No hablaba español ni tampoco sueco, ni finés, ni idioma terrenal conocido ante aquella curia de vernáculos, atenta a su lamento, que lo comparaba con la huida entre zarzales al paso del caminante. Balbuceaba el idioma de los entregados en una letanía agotada, con el tono áspero de los moribundos, porque el que se despide no conversa, se aleja en voces hacia el quebranto, sorprendido, descreído de su suerte. Y la espera, siempre larga, despunta la guadaña y afila el silencio; inquietud que pisa la misma huella del desconocido, que enluta al entorno en una agitación reprimida por el reflejo de la propia decadencia. El escandinavo no hablaba español, sin embargo, sus lágrimas mezclaron la acuarela y expresaron la asunción de la derrota, la necesidad de una migaja del más leve consuelo. Y mendigó en algún dialecto de los fiordos la última caricia, esa que cierra los párpados, esa que une procedencias, esa que nos da sepultura incluso en las imposibles cumbres del Himalaya. Y así se lo llevaron para velarlo, porque aunque no hablaba español, el sueco o finlandés, era un hombre.

Microrrelato creado para el I Certamen Internacional Los Alephs 

martes, 3 de julio de 2012

El acierto


        Desconozco el tiempo que llevaba encerrado en ese espacio oscuro, donde la humedad se podía lamer como en las selvas del trópico; tampoco recordaba cómo había llegado hasta ese lugar. Lo cierto es que no tuve tiempo para reflexionar sobre cómo salir de allí, pues al poco de haber comprendido las dimensiones de mi encierro descubrí un resquicio de luz que se abría sobre mi cabeza. Al dirigir mi atención hacia la abertura pude escuchar voces muy claras al otro lado, pero fui incapaz de comprenderlas y, al mismo tiempo, por una extraña razón supe que hablaban de mí. Estuve tentado de pedirles ayuda, que me rescataran, que supieran de mi existencia y mi boca se abrió con ese propósito, sin embargo, detuve el impulso. A pesar de lo inhóspito de mi agujero no había reparado si en ese exterior mi situación y con esa compañía iba a mejorar, si no podría por mis propios medios salir de allí cuando aquellas voces sintiera que se alejaban. No tuve opción. En un abrir y cerrar de ojos me vi atrapado, estremecido, opuse toda la resistencia de la que fui capaz y aún así, fue inútil; me sacaron.
         Fuera hacía frío, estaba desnudo, deslumbrado por el fulgor, empapado, y eran tantas las manos sobre mi cuerpo, el zarandeo, que perdí la ubicación. Durante unos instantes caí en unos brazos y sentí una enorme paz, única, dolorosa en emociones, que duró ese breve lapso de tiempo. Luego, me arrancaron de ellos y me aturdieron los oídos con nuevas palabras, sin embargo, una se repetía, era discutida, defendida por un par de convencidos desde una esquina, denostada desde la otra. A base de escucharla traté de hacerla mía a pesar de que era incapaz de articularla, y fue  durante ese esfuerzo cuando, tras un pinchazo, perdí el conocimiento.
         Al despertar el escenario era bien distinto y lo definiría como acogedor por el silencio y por el olor a albahaca. Traté de acostumbrar mi vista y la percibí acuosa como metido en un invernadero bajo la lluvia. Dos voces calurosas saludaban a otras nuevas que se aproximaban; seguía sin comprender nada de lo que decían, tal vez porque ahora susurraban. La fuerza que desplegué en mi resistencia parecía un recuerdo hercúleo que jamás volvería y no pude hacer nada por mejorar mi postura. Me sentía indefenso y traté de agudizar mis sentidos. Reconozco que estaba aterrorizado. Nuevas idas y venidas, y con ellas volvió a surgir la palabra con la que me desvanecí la primera vez. Quise volver a recordarla pero parecía desencadenar una especie de encantamiento que me devolvía a la oscuridad de los sueños. Replicando sus sílabas me quedé profundamente dormido deseando en el último suspiro de mi vigilia que en el nuevo despertar fuera capaz de recuperarla.
         Perdida la noción del tiempo, vuelta la consciencia, abrí los ojos y sentí que mi estómago aullaba. El reloj del apetito me recordó que llevaba sin comer mucho tiempo, tanto, que pude considerar que llevaba sin meterme nada a la boca durante toda mi vida. Fue entonces cuando rememoré la palabra, pude repetirla dentro de mi cabeza y aceptarla me llevó a reconocer lo que me había sucedido: me llamaba Alejandro y acababa de nacer.


    El pasado domingo uno de julio de dos mil doce, nació Alejandro, hijo de Patricia y de quien os escribe. Somos muy felices de tenerte, Alejandro. Bienvenido.