jueves, 30 de agosto de 2012

El abrazo inolvidable


Miré hacia la silla vacía. A pesar de las cortinas, el sol de verano la señalaba purpúrea y casi podía verle arremangado lamiendo el habano que, acto seguido, torturaría con un palillo; ceremonia imperdonable después del postre, antes de bajar a la cuadra a sestear un rato con una novela de vaqueros como ridícula manta de su regazo; y sumirse entre sacos de avena, bajo su visera polvorienta de pajas y semillas, y que tejaba su mirada de las moscas que el humo no terminaba de espantar. Aquel descomunal labriego, de hombros como murallas, bien pudo ser por edad mi abuelo, sin embargo, lo quise como a un padre. Pero con su marcha al jardín de cruces aquello que nunca plantó medró imparable en la casona hasta convertirla en un paraíso para la fauna especializada en desolaciones. Como niño impresionable que fui, no recuerdo mayor tranquilidad que saberme al alcance de su abrazo. Él hablaba poco, reía menos y maldecía los pucheros aguados, pero revelaba franca nobleza con su terca dedicación por llevar una hacienda familiar que su percherón no era capaz de recorrer sin relinchar un descanso de por medio. Regresar a la ruina que le cobijó, perderme entre sus rincones, sacudir los lienzos del abandono y quebrar los cajones del tiempo me regalaron la suerte de poder recordar de nuevo aquel abrazo inolvidable propio de los viejos hombres del campo. Aquellos que miran al atardecer agradecidos de disponer de un camastro que reajuste sus huesos, al tiempo que aplacan el último esfuerzo masticando migas con ajo y aceite, mientras sus manos cicatrizan la jornada latiendo el fuego que endurece, aún más, la piel curtida de sujetar las ásperas sogas que trenzan las tierras aradas bajo ese sudor que cala las entrañas.

jueves, 23 de agosto de 2012

Aprieta el paso la nostalgia


Ser elegante en el adiós es mentir un hasta pronto. ¿Despedirse para siempre? Inconcebible en vida. Pronto surgen los recuerdos y martillean la puerta de la memoria, y esta se abre dejando entrar la sombra del añorado, sacudiendo la víscera restañada de la decepción con las finas hebras del rencor. Nos educaron de mozos para el saludo y agradecer lo recibido, sin embargo, con las despedidas, nunca nos prepararon para el dolor que causa recordar al ausente cuando la incertidumbre de su regreso lleva al límite nuestros desvelos. En la madurez recelamos de nuevos cariños si la vida se llevó temprano almas que nos sonrieron. Entonces, maldecimos aquellos modales que la frecuencia acentuó en la despreocupación, y que, ante la pérdida irremediable, soñamos con su renacimiento por todo aquel cariño que no expresamos a quien por prójimo se merecía. Lamentos por dejar para un después lo que la cercanía demandaba, pues no hay mañana para quien ahorca de orgullo su humanidad por creer que le debilita.

Nunca niegues un saludo, no escatimes en abrazos; expresa tu fastidio en el adiós pero con el marco de una caricia. El viajero regresa porque en su origen alguien le llenó el petate de esperanza.

miércoles, 15 de agosto de 2012

Más metralla que esqueleto


Ciertas preguntas se responden solas cuando vives la situación desde dentro. Siempre me pregunté por qué cambiaron la disposición de los asientos, que ahora se ubicaban como nudillos que encajan enfrentados, pero hasta que no ocupé uno de ellos, y la luz de la cabina tiñó de rojo nuestra espera, no supe la razón. Faltaban cinco minutos para el salto y por muy bregados que estuvieran los más veteranos, la quietud en un espacio reducido, compartido en silencio con quienes nos estrenábamos en tierra hostil, contagiaba un nerviosismo novato en exceso peligroso para tomar decisiones en las que te juegas la vida. Los psicólogos hacía tiempo que eran consultados para toda disciplina, entrenamiento y también para el diseño de los entornos militares. Color de los barracones, de las aulas; límite de aforos, disposición y forma de los muebles, leyendas en murales, visibilidad de las divisas y banderas en los uniformes. Nada era casual y todo elemento tenía una colocación estratégica buscando la motivación adecuada según el escenario donde las tropas serían emplazadas. Buscaban el orden, la armonía dentro del caos que rodea un conflicto armado. ¿Lo último? Los habitáculos de las naves de combate, nuestros asientos al tresbolillo. Así, el estrecho pasillo bajo la penumbra escarlata, colocaba nuestras rodillas como los dientes de una cremallera, pero era nuestra mirada, si se elevaba, la que debía recaer de inmediato en el escudo de la unidad cosido al pecho de nuestro compañero y reafirmar en su repaso nuestro vínculo con el grupo, nuestro compromiso con la misión. Sin embargo, era inevitable cruzarse una mirada y esgrimir una mueca cómplice apenas perceptible bajo el casco, gafas y la luz de revelado. No tardó en abrirse la compuerta y mostrar el negro más absoluto. Noche sin luna en zona despoblada. Nuestro punto de recogida: un monte bosnio con calvas de la artillería serbia. El proceso era sencillo: saltar ciegos al abismo y esperar el tirón de una campana invisible, luego, evitar en lo posible las copas y la lotería de las ramas capaces de obligarte a pañales de por vida. Recogidos los paracaídas, unas coordenadas preestablecidas nos reunirían en el recodo de un arroyo. El aire helado de las alturas inundó la cabina y los nervios moquearon nuestras máscaras, todas, menos la del sargento. Un hombre tan curtido en la masacre que era incapaz de transpirar la más mínima emoción. Aún así todos le mirábamos tratando de descubrir en algún gesto suyo algo que delatara su siguiente orden. Pero un fogonazo que perpetuó el brillo de nuestras sujeciones y endureció nuestro pecho se adentró en la cabina y, al instante, el estruendo ensordecedor de la munición antiaérea que no dejó de repetirse. La duda se dibujó en el rostro del teniente al mando. Saltar o regresar. Allí abajo nos esperaban, alguien había revelado nuestra incursión, pero la posibilidad de derribarnos les atraía más que una emboscada. Las explosiones se sucedían y nos ajetreaban como hielos en una coctelera. Saltar o regresar. Los pilotos esperaban una orden con el sudor empapando sus cinturones. El teniente hizo ademán de consultarlo vía radio, pero el sargento no le dio opción. Tras un “hay niños ahí abajo” se lanzó a la oscuridad incierta. Los demás le seguimos en bloque como un ciempiés y en el aire nos repartimos la suerte con el alboroto que da la inercia en caída libre. El teniente fue el último. La desobediencia no figuraba en ningún manual militar sino para evidenciar su castigo, pero el sargento, con más metralla que esqueleto, sabía anticiparse y con pocas palabras y su decisión, ladrar más psicología y empuje que todos los lemas de los marines.  

martes, 7 de agosto de 2012

Elige brillar

Conocía el remedio. Solo tenía que coger el taburete de mi mesita, arrimarlo frente al espejo, subirme y asomar mi mano a lo alto del armario; pero mientras meditaba en ello miraba desde la cama hacia las sombras de mi techo de siempre, a mi lámpara de cesto y al cable gris que asomaba breve antes de sumergirse en el encalado; pensaba en cómo cambiaría mi vida y la de mi familia si tomaba esa decisión, en lo que dejaría atrás: lo cómodo, y lo que me esperaba: la incertidumbre, y en el balance entre mi quietud o mi fuga, mi mocedad se abocó a la nausea del vértigo. Para la suerte de mi apremio, por de pronto, en el piso de abajo, el puchero hervía bajo la vigilancia de madre; la puerta de la calle se abriría al cabo de media hora, padre dejaría sus cosas en la primera superficie libre y se sentaría a la mesa tratando de acallar su desasosiego con el guiso engordado a base de patatas. Al rato, la voz de madre movería mis pies para convocarme a la mesa. El presupuesto familiar obligaba al consumo de la más alejada de las fantasías de la nueva cocina. Tubérculos, arroz, guisantes y tomates formaban la bandera que ocupaba la alacena de la despensa. Madre nunca tuvo un salario pero trabajó toda su vida defendiendo el lustre que nos cobijaba, apaciguando nuestros estómagos con el álgebra combinada de cuatro alimentos constantes para que nos parecieran distintos en cada almuerzo. Padre trabajó desde crío sin enfermar jamás pero de nada le sirvieron sus credenciales cuando la fábrica decidió meterle en el saco de los veteranos; aquellos que cumplida una edad ni podían jubilar ni podían indemnizar. Así que a él y a su generación de compañeros los regularizaron, es decir, les recortaron los sueldos como si de becarios se trataran para atosigar su marcha vistiéndola de voluntaria.
Miré hacia los surcos que la frente de padre acentuaba con cada cucharada del potaje. Estaban labrados de sufrimiento. Cuando uno enfrenta el plan de su vida y forma una familia, idea una imagen donde las flores son acaso el más feo de los colores, pero las nubes de la incertidumbre habían cercado el cielo de nuestro bienestar y el gris, como el cable de mi lámpara, era todo el brillo de nuestro futuro. Madre sabía callar y vigilaba mis movimientos, mis intenciones por conversar, por romper el silencio que cargaba las tensiones. Cancerbera de la pesadumbre de su marido, sabedora de sus aflicciones, quería estar presente sin molestar, atender sin cortesías y ayudar sin lástimas, e impedir que mi intervención dejara caer la cuchara cadenciosa y padre explotara su frustración con desaires, salpicando mantel y almas, harto de la miseria en rededor, culpándose del paisaje descolorido, de los cubiertos mellados, de las cortinas deshiladas, de la radio con una aguja de lana por antena y del menú diario sin segundo; sin el derecho a siesta, pues no había tiempo de ronquidos para el pobre. Porque padre ocupaba las tardes en buscar otros oficios, pero salvo sus manos recias, que mostraba sobre los bruñidos escritorios, ningún papel podía ilustrar su entrega vital para el esfuerzo y sus ganas de cumplir. El rechazo continuo, las promesas con un «tal vez en otra ocasión», acumulaban pólvora en sus riñones desplomándole en el sillón al final de la jornada, donde dormía su pesadumbre hasta el alba para evitar cruzarnos su mirada de derrota.
Acostumbrada a pedir permiso para levantarme no esperé al postre para dirigirme a mi cuarto. Madre secó su temor en el delantal y padre apenas detuvo un instante el vuelo de su sorbo al verme marchar. No tardé en regresar con mi pesada maleta y ponerla encima de mi silla. El pasaporte sobre las cremalleras recordaba mi mayoría de edad y que otro país me esperaba. Una carta de trabajo coronaba la montaña de mi despedida y la extendí a padre que la leyó en cuanto madre le alcanzó las gafas, para luego retirarse a un rincón y morderse el labio en ansiedades. Era mi turno aunque inesperado para los tres. Mi formación era el fruto de sus sudores, de matrículas pagadas a plazos, de mendigar becas y fotocopias, pero nunca pensaron que llegaría tan pronto el día en que debía caminar en soledad y mucho menos convertirme en su rescate. El país se hundía y los jóvenes dejábamos de serlo, nos convertíamos en un número millonario de desempleados y poníamos en evidencia que nuestra esperanza y la de nuestros padres dependían de nuestra marcha a otras tierras. Aceptando aquel trabajo, que sonrojaba su protección y sus anhelos, cambiaba por completo su ideario pues nunca se imaginaron retirados sin antes haberme visto de la mano de un buen mozo. De cualquier modo, nuestra miseria era una gran oportunidad y nos daba una bofetada a todos; en concreto a esa cultura tan maternal y bienintencionada como antigua y opresora, esa que lagrimea permanencia hacia sus faldas que ya nada pueden enseñarnos por pertenecer a otros ciclos; madres pasajeras de un tren con parada en la telenovela y en la conversación maruja, donde se presume de las academias de la descendencia, engordando méritos familiares para empacho de la envidia. Queriéndome escapar de ese lazo, preservando el frágil cariño de un malentendido desprecio, estaba convencida de que me sacudiría los complejos de un país muy interesado en mantener sus censos, en dirigir la cultura, la educación; en manipular la historia y conducir nuestras opiniones para perpetuar un orden diseñado que mantuviera el acomodo de sus dirigentes, libre de disidencias. Salir al aire fresco de otras fronteras me cultivaría y ante todo me llevaría a la comparación, a desvelar cuánto había de cierto en los discursos de nuestro bienestar incomparable. Sospechaba que eran muchos los rincones donde podría encontrar mi descanso y la ansiada prosperidad. Había llegado a la conclusión de que las barreras son mentales fruto de una educación fundamentada en el arraigo, pero de ese cobijo seguro debía partir la fortaleza, no el recato o el conformismo, pues la mediocridad es la cortina del presumido y el argumento del vago para seguir tendido.
Mis ojos volvieron a caer en el fruncido ceño de mi padre, esta vez, marcado como un desfiladero en la lectura de mi adiós y fue entonces cuando mis temores se esfumaron, pensé que cuando a un padre le falta un buen filete, que cuando ahoga su hambre mordiendo esos puños que emplea en llamar a puertas que rotulan esperanza; que cuando una madre seca sus lágrimas en el delantal húmedo de guisos con sabor a resignación, debemos rasgarnos el alma, dejarnos de monsergas y emprender nuestra andadura en busca de la providencia, esa que sosiegue la pena de a quienes dejamos, esa que asegure el futuro de quienes algún día, donde quiera que nuestra vejez descanse, nos muestren su maleta y nos felicitemos de haberlos educado en la valentía.
Un país es algo más que una multitud acotada. La cobardía es el mayor freno y los impulsos no son temeridades sino lo que hizo mirar al hombre hacia las estrellas y pensar que podía caminar por ellas. La que influye en las mareas sonaba imposible y la paseamos. Elige la tuya; elige brillar.


Relato ganador del concurso "Mis palabras contra la crisis"

miércoles, 1 de agosto de 2012

Lágrimas de cera (final)


Otro año más consumió el foráneo grupo de homicidios en despreciarme; en interrogar a frecuentes del centro de buceo y a los trabajadores del hotel donde se alojó la difunta Larsson. Del mismo modo, malgastaron el tiempo en volver a tomar declaraciones de conocidos de las anteriores víctimas y en visitar los lugares donde se descubrieron sus cuerpos. ¡Cómo si las piedras pudieran hablarles! La cera era vulgar según mencionaba el informe del laboratorio y las petequias de los cuellos mostraban, sobre su cerco, microscópicas fibras que una fina cuerda, algo cortante, dejadas en su mortal apriete. La decepcionante evaluación anual concluyó que el método para llegar hasta el asesino se reducía a que éste fuera sorprendido la próxima vez que actuara.
Como novedad para este diez de marzo que cerraba el sexto año, mujeres policía fueron puestas de cebo y repartidas por todo el litoral. Con una indumentaria claramente femenina, algunas lucían pañuelos que trataban de ocultar los collarines de kevlar confeccionados en exclusiva para la operación. Todas y cada una de ellas eran observadas a distancia por agentes de paisano intercomunicados vía radio. La jornada moría y el alivio se respiraba a medida que vencía el plazo. Veinticuatro horas en que el miedo se había extendido por la isla para aterrar hasta las más estoica de sus pobladoras. Día de transistores en el que las radios locales, cada media hora, interrumpían su programación con conexiones en directo dando el parte de una tensa nada. También, noche de chamanes sacudiendo sonajeros ante multitudes entregadas.
Según señalaba el viejo reloj de pared, cinco minutos restaban para el vencimiento. Cinco minutos más y tendría mi oportunidad; relevaría al inútil venido de Madrid y asumiría la responsabilidad que nunca debieron negarme. La consideración me llevó a reparar en el inspector jefe. Seguía frotándose las manos, enredando los dedos, mirando el reloj, poniéndose de pie y volviéndose a sentar. La emisora continuaba muda. Ordenó un control de escucha. Uno a uno todos los indicativos respondieron menos rayo-15, ubicado en Costa Teguise. Sandra insistió y Mauricio descolgó el teléfono. «Rayo-15 se había quedado sin batería», mencionó en su excusa.
—Os invito a un café —propuso Nicasio nada más ver que la manecilla consumía el primer minuto del once de marzo—. Retire el servicio —ordenó a Sandra.
Al henchido Nicasio seguí hasta la máquina del café en compañía de Mauricio. En un alarde desconocido el inspector jefe se rascó el bolsillo y cumplió con el convite. La conversación posterior prometía ser una alegoría de lo que para Nicasio representaba un éxito policial rotundo, así que, anticipándome, me brindé a llevar un merecido café a la atareada Sandra.
Con dos dedos pinzando el humeante vaso regresé al despacho meditando mi  suerte. El desprecio al provincialismo cateto que representábamos para los policías de la capital, y para nuestro acomplejado comisario, había contribuido a que durante cinco años se hubieran cometido otros tantos e innecesarios homicidios.
—Tenga —dije ofreciéndole el vaso al tiempo que ocupaba mi antiguo asiento.
—¿Usted no toma? —preguntó Sandra mientras lo recogía.
—No, gracias. Hoy es un día especial y pensaba celebrarlo a mi modo.
—No es para menos. Supongo que nuestro asesino se sentirá frustrado. Puede que ahora cometa errores —razonó Sandra mientras sorbía la infusión.
Abrí el cajón, saqué el retrato de mi difunta esposa y lo puse sobre la mesa. Al astillado marco le siguió un pequeño paquete, deshice el nudo y descubrí un dulce.
—¿Fuma? —pregunté, reclamando su mechero.
—¡Hum! —exclamó relamiéndose.
Mientras tanto, me apliqué en hoyar el centro del hojaldre con una vela. Por la expresión golosa de sus ojos y su desatención hacia la emisora, que no paraba de emitir protestas por la orden de retirada, supe que debía compartirlo.
—Salvo mi difunta pocos saben que hoy cumplo años —observé, señalando el cristal roto que cubría su fotografía.
—¡Vaya casualidad macabra! Justo al día siguiente de… perdone… —disculpó algo incómoda. Acto seguido, decidió encender la vela y sentarse frente a mí.
Esperé a que la llama ganara brillo; pensé en un deseo, lloré y soplé el cirio con tal fuerza que desparramé las gotas de su fragua.
—¡Anda, ese viejo reloj atrasa!  —comentó Sandra mientras unas diminutas lágrimas de cera se secaban en la esfera del suyo y su rostro contraído se veía reflejado.
           —En estos seis años, unos treinta minutos, más o menos. Un buen margen —precisé.