Leía un
adhesivo literario, de esos que pegan en los umbrales de los vagones del metro
de Madrid, uno que versaba sobre La mocedad de Vargas Llosa; y aunque su
lectura me abstraía del desempleo, cuando aquel hombre entró su presencia nos
sobrecogió a todos. Rondaría los cincuenta; un manojo de bolígrafos se ajustaba
contra una funda de gafas, en el bolsillo de su camisa, como si fuera un ramo
de tallos. De su mano pendía la impoluta funda de un portátil. Bien abotonada
la ropa, los zapatos ya anunciaban poco esfuerzo por el lustre, pero era su
cabello el que me recordó a esas aves empapadas por la sangre del Prestige.
Recordé que los primeros hombres
rana, faltos de la ropa necesaria para soportar las frías temperaturas de las
profundidades, reprimían las arcadas que la grasa animal untada en su cuerpo
les impelía. Por aquel entonces, no encontraron otra forma de crear una capa
aislante, pero el nauseabundo sacrificio les demoraba la hipotermia y les
permitía permanecer más tiempo bajo el agua. Sin embargo, ninguno de los
pasajeros teníamos frío, no obstante, a todos se nos erizó el vello cuando la
puerta se cerró. La siguiente estación distaba a cinco minutos de traqueteo. El
vagón disponía de puertas de manilla para dar acceso a los contiguos, pero
entre el estoicismo de los estirados y la timidez ante la evidencia, no nos
atrevimos a cruzarlas. El cincuentón iba a lo suyo y se abrió paso como un
rompehielos hasta descubrir un asiento. Esparcirse le resultó fácil. Las dos
jóvenes a su vera perdieron el rímel en cuanto la cercanía de su humanidad se
ajustó a sus hombros. Como gacelas, abandonaron raudas sus banquetas con las
lágrimas de quien corta cebollas dentro de una urna. No seríamos más de veinte
y nadie quisimos pronunciarnos, buscando solidaridad o consuelo, por si, en la
bocanada, el hedor pudiera llegar a cumplir la muerte menos diagnosticada del
mundo: de asco.
Al igual que una gota de jabón
retira el aceite aguado como por arte de magia, aquel hombre consolidó un
círculo vacío de pasajeros a la distancia que nuestros cuerpos permitían
apretarse dentro del pudor entre desconocidos. El silencio, como el de un aula
en exámenes, me llevó a recordar mis apuntes de la EGB, los de química. NH3,
rememoré la composición del amoniaco, pero aquello no era un laboratorio, era un
ser humano; de posibles según delataba su caro maletín, pero con alergia a todo
acto de higiene. ¿Sería un problema de pituitaria? Recordé el caso de aquel
gitano que la emprendió a golpes con matronas y ginecólogos porque lavaron a su
mujer antes del parto y su Jenny, ya no olía a su Jenny. Pero mi protagonista,
sentado, sumido en sus pensamientos, ¿se preguntaría por qué no conseguía
trabajo o pareja? Quizá su propio olor corporal le tenía sumido en un estado de
semiinconsciencia y apenas era capaz de facultarse un billete de metro. O quizá
le sorprendió la pereza y era incapaz de encontrar la solución, y vivía perdido
en una mugre que le esclavizaba hasta que llegara el día de su muerte. Por fin,
el tren se detuvo y todos miramos los ademanes de aquel hombre. No era su
parada, entendimos, pero sí se convirtió con urgencia en la del resto. El aire
rancio de los túneles nos pareció el de un vergel del amazonas. Sentimos ganas
de abrazarnos, de incluso organizar una quedada anual en esa parada. Y vimos,
como quien escapa de un naufragio, el tren alejarse, y, nuestro vagón, fundir
sus luces, resquebrajar cristales, protestando la carga.
Días más tarde, tras salir de la
oficina del paro, me lo crucé de frente. La misma ropa, el mismo maletín, el ramo
de bolígrafos y el pelo graso como la quinta rueda de los camiones. Mi apnea a
su paso fue descarada por la pinza de mis dedos. Para mi suerte, venía
entrenada por el asalto, unos metros antes, de un grupo de crónicos del cartón
de vino que me rodearon como moscas, reclamando unas monedas. Tuve que apretar
el paso para evitar su acoso, y saltar, eludiendo las heces del pulgoso can,
que agitaba su cola entre la maraña de piernas de sus amos como si fueran los
mejores criadores del mundo. En cuanto el hombre me superó me giré para
observar el seguro abordaje. Me equivoqué, aquello fue una deserción. El perro
guardó su cola y gimió en su carrera como si le hubieran apedreado. Los alcohólicos
escupieron el vino que paladeaban como si de vinagre se tratara. Uno, incluso
buscó el rincón de sus orines para ganar un aire reconocible. Mi perfume fue mi
desgracia, su transpiración su suerte. Quizá se tratara de un escudo contra la
humanidad. La mejor soledad aun rodeado de gente.
Una semana después, dirigiéndome
a la enésima entrevista de trabajo, volví a coger la misma línea de metro.
Había estado suspendida durante ese tiempo. Como iba sin prisas, en cada
parada, cambiaba de vagón en busca de aquel relato de Vargas que dejé a medias.
Me extrañó no encontrarlo y pregunté al jefe de estación. Me habló de un
extraño suceso con una unidad en concreto que, una vez retirada, trataron de arreglar
pero ni con pintura pudieron recuperarla. Acabó regalada en el único desguace
que la admitió. No necesité una décima para vincular a aquel hombre del maletín
con su forma de ganarse la vida. Fue entonces cuando decidí ir en busca de
aquella cuadrilla adoradora del vino antes de presentarme a la entrevista. Con
algo de fortuna su mascota no andaría lejos. ¡Ojalá estuviera tan suelta de vientre como de correas! Buscaba pisar esa suerte que buena falta me hacía.