El cansancio le pudo y apagó el flexo sumiendo el
entorno de oficinas en una penumbra típica de un cine en los créditos finales.
Ser padre de cinco hijos le obligaba a meter horas extras pero necesitaba cabecear
unos minutos antes de afrontar los últimos informes. Nadie quedaba ya en la
consultoría, ni siquiera la limpiadora, su receso pasaría inadvertido salvo a
su conciencia.
Será solo un rato, se dijo sin convicción.
A pesar de que odiaba llegar tarde y encontrarse a su
prole acostada, ante la montaña de papeles que inundaba su mesa, y el sopor que
le vencía, supo que esa noche cenaría frío, que se desnudaría a tientas en el
salón y, con cuidado de no tropezar con los juguetes dispersos por el pasillo,
ganaría el dormitorio para terminar acostándose pensando en descubrir el
algoritmo de una vida mejor mientras el despertador iluminaba las pocas horas
que restaban para un nuevo amanecer. Pero todavía muy Lejos de ese pijama y de
ese lecho añorado cerró los ojos y se pinzó el lacrimal, luego, cruzó sus manos
sobre el pecho y exhaló el primer suspiro sin sospechar que con aquella cabezada
comenzaba la aventura más peligrosa de su vida.
El filamento de la lámpara no había terminado de
enfriarse cuando unas voces irrumpieron en la planta. Espera, dijo una de
ellas. La puerta se cerró a sus espaldas y sólo entonces, cuando comprendieron
encontrarse a solas, conversaron de nuevo, esta vez, susurrando. La más grave
parecía querer tratar de convencer a la otra y se mostraba más enérgica en los
detalles. Al mismo tiempo que porfiaban entre murmullos caminaban por uno de
los dos pasillos abiertos a los escritorios, sin un destino fijo, como quien se
deja llevar por la senda de un parque con la atención puesta en las palabras de
su acompañante, ajeno a trinos, ramas o arroyos pero vigilante a sombras y
recodos.
Los visitantes acabaron deteniéndose junto a una de
las mamparas que acotaban cada puesto de trabajo. A pesar de la delgadez del tabique
y su apertura al aire no se percibía la respiración rítmica de quien, al otro
lado, muy cerca ya del ronquido mascaba el placer del descanso. Pero nuestro
padre de familia sí escuchó las murmuraciones, como consecuencia de esa alerta
que desarrolla quien se sume en placeres que cargan la conciencia, y, en un acto
reflejo, reaccionó pretendiendo encender la lámpara, carraspear y manifestarse.
Sin embargo, cierta vergüenza, o tal vez recelo, le contuvo al reconocer el
timbre de la ronca voz de su jefe y que la palabra «fraude» reinara en la
conversación. Fue entonces cuando un escalofrío recorrió su espalda y como el
hielo milenario se petrificó en la quietud granítica de una estatua. Sujeto el
resuello del sobresalto, rezó porque ningún objeto de su mesa se desplazara
provocando un escándalo por más leve que fuera su impacto contra el suelo, pues
el diálogo ahora era nítido y un plan delictivo estaba siendo detallado a modo
de recapitulación. En ese instante supo que si fuese descubierto no existiría
excusa terrenal o divina con la que pudiera salir airoso.
Sin embargo, a pesar de la inquietud, la
consideración de sentirse testigo excepcional le llevó a elucubrar con un abanico
de posibilidades que variaba entre ser cómplice y participar en los beneficios
(sus hijos lo iban a agradecer en navidades); delatar la trama, lo que le
llevaría al aplauso social pero al despido inmediato en cuanto la atención se
fijara en otras actualidades (sus hijos se lo iban a reprochar cuando el chóped
reinara en la mesa al son de los villancicos) o ignorar lo conversado y, al día
siguiente, fichar como de costumbre. Esto último le pareció lo más razonable,
no obstante, la tensión y la rotundidad de que un simple vistazo lo descubriera
despertó los primeros calambres propios de una inmovilidad pétrea poco
entrenada. Su postura: pies sobre la mesa y respaldo reclinado, no le permitía
incorporarse sin que la silla crujiera en todos sus resortes. Las puntuales
rampas le llevaron a morderse la lengua y apretar los puños hasta
blanquecerlos.
El sudor comenzó a aflorarle, al principio, en la
frente, luego, en las sienes, hasta bruñir las patillas como el lomo de una
orca luciendo aleta. Uno de los interlocutores apoyó su espalda en la mampara y
acunó sus riñones con el antebrazo. La mano se deslizó por la abertura hasta
aferrarse al borde mostrando un anillo en el reverso. El sello, casi a la
altura de su vista, a un palmo escaso de sus narices, se mostraba apagado a
pesar de ser evidente su factura en el noble metal que tantas fiebres produjo en las minas del lejano oeste.
¿A quién pertenecía aquella mano?, se preguntó. Por
la conversación dedujo que tenía que ser alguien de la empresa pues parecía
estar versado en todos los entresijos comerciales, pero sus intervenciones, por
otro lado escuetas, no le recordaban una voz conocida. ¿Algún accionista, un
abogado, un asesor? La tenue luz apenas le permitía descifrar el grabado del
anillo y elucubrar, asociarlo a una cara o a una conversación telefónica del
pasado. Fue entonces cuando se acordó de su móvil. Lo encontró con la mirada en
una esquina de la mesa. El reloj de la pared del fondo, visible desde todos los
puestos de trabajo, marcaba una hora fatídica: las veinte treinta, la
acostumbrada por su mujer para cuestionarle la cantidad de tiempo que le
restaba para volver a casa. Pregunta que, sin esperar respuesta, siempre enlazaba
con una enumeración de las calamidades obradas por sus hijos durante la jornada,
bien en el colegio bien en el barrio o en el domicilio, a causa, mencionaba en
su descargo, de esa vitalidad desbordante típica de los niños comprendidos
entre los cinco de la pequeña Estefanía y los doce años de Alejandro, el mayor.
No faltaba nunca el reproche final en su retahíla dirigido al abandono al que
se veía abocada y al límite crítico que habían alcanzado sus fuerzas ante la
ausencia paterna. Imaginado el presumible contenido de la inminente llamada, dar
alcance al teléfono sin incorporarse se convirtió en una prioridad y en toda
una obsesión, encontrándose, sin esperarlo, ante una prueba propia de
campamentos, como la de caminar con una cuchara entre los dientes sujetando un
huevo en equilibrio.
La única y más discreta posibilidad residía en
arrastrar con el zapato el folio que, a modo de bandeja, pisaba el terminal. El
problema eran los obstáculos en forma de lápices, bolígrafos, grapadora y clips
dispersos sobre el escritorio, desperdigados en mitad de la trayectoria del recorrido
más lógico, y los calambres que impedían pericia. Mientras resolvía cómo
proceder con la maniobra y se encomendaba a la divina providencia, para que la
llamada no se produjera durante el lance, recordó las arengas que su madre le
exhortó a cuenta del desorden del que hizo gala en su juventud, mezclando
calzado con corbatas, vaticinándole que algún día le traería problemas.
Aquellos sermones cobraban ahora una importancia que juró poner remedio si
salía indemne de la situación. Y no había comenzado a barrer en dirección a su
ingle la dispersión de objetos, cuando una melodía sonó logrando que su corazón
casi se detuviera por la vibrante y contundente retracción de su estómago
agostándole los ventrículos como el plástico que ciñe las bandejas de pechugas
de los supermercados.
De inmediato, el
selló desapareció de su vista para aparecer de nuevo, esta vez, asiendo las
cachas de una Glock cuyo cañón se apoyó en las aguadas patillas del oficinista.
Éste mordió su labio inferior mientras recordaba uno por uno los nombres de sus
hijos y las fechas de sus cumpleaños mientras en la pantalla parpadeaba el de
su aniversario de boda. Ocurrencia feliz de nombrar de este modo a su esposa
para que nunca se le olvidara la efeméride. Con el comentario que el titular
del arma acompañó a su esgrima asumió que le hubiera alegrado ver el nombre de
su señora en la pantalla, pues tuvo la sensación de que aquella imagen
parpadeante envuelta en una melodía de Nokia iba a ser la última percepción
agradable de su vida.
—No me importa
quién sea. Lo ha oído todo. Hay que deshacerse de él —afirmó rotunda la voz del
pistolero.
El silencio
invadió la escena cuando el móvil dejó de sonar y una pregunta flotaba en el
aire: ¿qué hacer con el intruso? La violencia no entraba en los planes del
directivo, según confesó, pero el matón le recordó que ciertos negocios no son
a la carta. Son turbios desde su concepción, se ramifican hasta donde sea
necesario con tal de que prosperen y no son aptos para conciencias
paternalistas, aclaró amartillando el arma.
El hipotálamo
viene de serie y tiene estas cosas, que sorprende. Actúa de un modo irracional
aunque esta afirmación no conlleva que el proceder siempre sea desacertado,
simplemente, uno pierde las riendas y, ante lo que percibe, un cerebro auxiliar
decide por él a causa del pánico que bloquea al principal. Quietud, huída o
enfrentamiento ante la amenaza. Esas son las tres opciones que surgen y, una,
sólo una es la tomada. El padre de familia, el oficinista, el intruso, el
testigo dejó de ser todo eso y ante el inequívoco mensaje del matón se rindió a
la suerte de su hipotálamo presa del miedo.
Dos bolígrafos
quedaban al alcance de su mano, cogió con fuerza uno de ellos y por la
violencia del movimiento parecía querer clavárselo en su propia sien y terminar
con todo, sin embargó, quedó alojado entre el disparador y el guardamonte del
arma. El otro fue lanzado contra los ojos del sorprendido matón quien, incapaz
de disparar por el obstáculo interpuesto en el gatillo, los mantenía más
agrandados que de costumbre y recibieron el bolígrafo de lleno. El izquierdo
quedó ulcerado y el dolor llevó sus manos a la cara dejando el camino libre a
la violenta patada que recibieron sus testículos. Anulada la amenaza la
ansiedad del aterrado oficinista orientó sus pasos hacia su jefe. Éste, en
cambio, debía lucir el mismo hipotálamo de mármol que Miguel Ángel dotó a sus
obras y se mantuvo como el David o el Moisés del genio italiano. Sólo comenzó a
balbucear la amenaza de un fulminante despido cuando su empleado recogió el
arma del postrado matón y la apuntó directo al pecho.
Fue como un
fulgor, como un aura que desde detrás de la figura de su jefe surgía creciente
y redondeaba su silueta hasta empequeñecerle, mermarle, mientras su grave voz
aumentaba sin dejar de proferirle insultos y augurios nefastos una vez que el
despido se hubiera consumado. La amenaza fue cobrando fuerza y el fulgor
atenuándose hasta que la borrosa perspectiva de su airado jefe fue cobrando la
forma real. Tan cierta y evidente que los improperios se alejaban del eco
inicial y la luz se reducía a las alargadas lámparas fluorescentes que poblaban
el techo sobre su cabeza. Era tal el ímpetu en el enfado del directivo que los
salivazos terminaron de confirmarle al oficinista que su postura seguía siendo
la misma con la que inició su descanso, que no había matón encogido a sus pies
sujetándose los huevos y que, en cambio, la cima de las mamparas se poblaban de
espectadores, de sus compañeros de trabajo, repeinados y con cierto olor a
loción de afeitado. Una nueva jornada de trabajo había comenzado.
Acabada la arenga y dispersa la curiosidad por la
mirada inyectada del jefe barriendo con su desagrado a todo aquel que osara
cruzarse en su camino de vuelta al despacho, el padre de familia descubrió en
su caos de escritorio, junto a su móvil sin batería, una caja de folios
invitando a ser cubierto su vacío con sus efectos personales. Ante la evidencia
de su finiquito pero con la torpeza de un perezoso inició el proceso de
retirada de recuerdos, mientras en su cabeza trataba de abrirse paso la cordura
tan abigarrada de los recientes delirios que le resultaba difícil convencerse
de que lo soñado no era lo actual y viceversa.
Tras cinco pellizcos con los cajones asumió la
realidad, pero antes de echar el último vistazo a las estrecheces donde culminó
mil y un informes recordó la necesidad de borrar sus archivos del ordenador y
lo encendió. Tras unos minutos el buscador de la pantalla de inicio le proponía
como segunda opción y, como siempre, «voy a tener suerte», mientras el cursor
parpadeaba como una cuenta atrás, como el muñeco verde del semáforo antes de
extinguirse. Sus manos cayeron sobre el teclado.
Poco después entró en el despacho de su jefe. Éste
mostró con sus cejas la sorpresa de tan inesperada visita. No contaba con
volver a verle. Su conocida mala uva era suficiente para que los cesados nunca
se atrevieran a despedirse por mucho que la más pura de las cortesías o una educación
cristiana se lo recomendara. Sin embargo, allí estaba, tras su caja de enseres,
el despeinado y adormilado oficinista con media cara tras el cartón repleto de
imanes, marcos, bolígrafos y cachivaches acumulados en una década.
—¿Qué quiere? ¿Una carta de recomendación?, ¿o
acaso viene a besarme los pies?
La mesa era de nogal y mostraba un lustre que ni el
calzado militar en los desfiles. A pesar de su esplendor la caja terminó sobre
ella y, a un lado, los pies del oficinista, nuevamente recostado, esta vez en
una silla de tapizado verde que acercó hasta la mesa hasta lograr la desafiante
postura.
Como la punta del hierro que emerge de la fragua
así se encarnó el rostro del directivo quien buscaba la expresión adecuada para
explotar contra tanto descaro. Pero no tuvo tiempo más que para resoplar cuando
el despedido respondió a la primera pregunta.
—Su puesto. Y con las mismas pagas…
—¡Pero cómo se atreve! —gritó al tiempo que un
cenicero abarcaba su mano dispuesto a lanzarlo contra la cabeza de quien le retaba con una sonrisa.
—Universidad de Laín. Asociación Rimbeau. Carlos
Bacon, maestre supremo. Esta logia se oculta bajo el nombre de Los Generales.
Consta en internet. Viven de los apuros y de los apurados. Sugieren fraudes y
la extorsión les abre puertas habitualmente cerradas. Lucen anillos donde los
diferentes símbolos indican la posición en la logia.
Dicho esto encontró boquiabierto y desplomado sobre
su sillón de directivo a su exjefe, quien terminó de relajar su mandíbula
cuando una grabadora salió de la caja y fue agitada como un sonajero aunque sin
producir sonido alguno. Carecía de cinta pero el asombro le impidió advertirlo
y dio por sentado que una conversación comprometedora había sido registrada. La
palidez reinó en el los acuerdos posteriores.
—¿Anoche me llamaste? —mencionó mientras ahuecaba
la almohada.
—Cinco veces. Sólo la primera sonó, en las demás
saltó el buzón. Supongo que en los puticlubs no se escucha —afirmó ella dándole
la espalda. Era la primera vez en quince años que se acostaba con la bata puesta a pesar
de encontrarse a finales de mayo. La cercanía de los niños, aun dormidos, le
había impedido lanzarle la vajilla como bienvenida y las endebles
paredes la condicionaron a que los insultos se le hubieran quedado en el estómago.
—Cuando se te pase el enfado te lo contaré —replicó
él.
—No te esfuerces.
Tienes la misma sonrisa de cuando venías a rondarme. Y de eso hace veinte años
por lo menos.
—¿Te puedo pedir un favor?
—Lo que me faltaba. ¡Encima! Necesito dormir.
Nuestros hijos mañana querrán tener a una madre que, al menos, no les queme las
tostadas vencida de cansancio y doblada por los cuernos.
Él se tomó unos segundos antes de continuar.
—Si me escuchas en sueños, por favor, anota lo que
diga. Nunca recuerdo las frases al completo, en cambio, las imágenes se me
presentan nítidas. Quizá una de estas noches cite un número y sea el premiado
en la lotería…
—Ahora comprendo que mañana te hayan dado el día
libre. ¡Estás fatal! Déjame tranquila y aleja tus manos sobonas que te conozco.
El nudo es doble y mi determinación infinita.
—Como quieras. Por cierto, me han ascendido.