jueves, 7 de noviembre de 2013

La amenazadora confusión del negro porvenir

El cansancio le pudo y apagó el flexo sumiendo el entorno de oficinas en una penumbra típica de un cine en los créditos finales. Ser padre de cinco hijos le obligaba a meter horas extras pero necesitaba cabecear unos minutos antes de afrontar los últimos informes. Nadie quedaba ya en la consultoría, ni siquiera la limpiadora, su receso pasaría inadvertido salvo a su conciencia.
Será solo un rato, se dijo sin convicción.
A pesar de que odiaba llegar tarde y encontrarse a su prole acostada, ante la montaña de papeles que inundaba su mesa, y el sopor que le vencía, supo que esa noche cenaría frío, que se desnudaría a tientas en el salón y, con cuidado de no tropezar con los juguetes dispersos por el pasillo, ganaría el dormitorio para terminar acostándose pensando en descubrir el algoritmo de una vida mejor mientras el despertador iluminaba las pocas horas que restaban para un nuevo amanecer. Pero todavía muy Lejos de ese pijama y de ese lecho añorado cerró los ojos y se pinzó el lacrimal, luego, cruzó sus manos sobre el pecho y exhaló el primer suspiro sin sospechar que con aquella cabezada comenzaba la aventura más peligrosa de su vida.
El filamento de la lámpara no había terminado de enfriarse cuando unas voces irrumpieron en la planta. Espera, dijo una de ellas. La puerta se cerró a sus espaldas y sólo entonces, cuando comprendieron encontrarse a solas, conversaron de nuevo, esta vez, susurrando. La más grave parecía querer tratar de convencer a la otra y se mostraba más enérgica en los detalles. Al mismo tiempo que porfiaban entre murmullos caminaban por uno de los dos pasillos abiertos a los escritorios, sin un destino fijo, como quien se deja llevar por la senda de un parque con la atención puesta en las palabras de su acompañante, ajeno a trinos, ramas o arroyos pero vigilante a sombras y recodos.
Los visitantes acabaron deteniéndose junto a una de las mamparas que acotaban cada puesto de trabajo. A pesar de la delgadez del tabique y su apertura al aire no se percibía la respiración rítmica de quien, al otro lado, muy cerca ya del ronquido mascaba el placer del descanso. Pero nuestro padre de familia sí escuchó las murmuraciones, como consecuencia de esa alerta que desarrolla quien se sume en placeres que cargan la conciencia, y, en un acto reflejo, reaccionó pretendiendo encender la lámpara, carraspear y manifestarse. Sin embargo, cierta vergüenza, o tal vez recelo, le contuvo al reconocer el timbre de la ronca voz de su jefe y que la palabra «fraude» reinara en la conversación. Fue entonces cuando un escalofrío recorrió su espalda y como el hielo milenario se petrificó en la quietud granítica de una estatua. Sujeto el resuello del sobresalto, rezó porque ningún objeto de su mesa se desplazara provocando un escándalo por más leve que fuera su impacto contra el suelo, pues el diálogo ahora era nítido y un plan delictivo estaba siendo detallado a modo de recapitulación. En ese instante supo que si fuese descubierto no existiría excusa terrenal o divina con la que pudiera salir airoso.
Sin embargo, a pesar de la inquietud, la consideración de sentirse testigo excepcional le llevó a elucubrar con un abanico de posibilidades que variaba entre ser cómplice y participar en los beneficios (sus hijos lo iban a agradecer en navidades); delatar la trama, lo que le llevaría al aplauso social pero al despido inmediato en cuanto la atención se fijara en otras actualidades (sus hijos se lo iban a reprochar cuando el chóped reinara en la mesa al son de los villancicos) o ignorar lo conversado y, al día siguiente, fichar como de costumbre. Esto último le pareció lo más razonable, no obstante, la tensión y la rotundidad de que un simple vistazo lo descubriera despertó los primeros calambres propios de una inmovilidad pétrea poco entrenada. Su postura: pies sobre la mesa y respaldo reclinado, no le permitía incorporarse sin que la silla crujiera en todos sus resortes. Las puntuales rampas le llevaron a morderse la lengua y apretar los puños hasta blanquecerlos.
El sudor comenzó a aflorarle, al principio, en la frente, luego, en las sienes, hasta bruñir las patillas como el lomo de una orca luciendo aleta. Uno de los interlocutores apoyó su espalda en la mampara y acunó sus riñones con el antebrazo. La mano se deslizó por la abertura hasta aferrarse al borde mostrando un anillo en el reverso. El sello, casi a la altura de su vista, a un palmo escaso de sus narices, se mostraba apagado a pesar de ser evidente su factura en el noble metal que tantas fiebres produjo en las minas del lejano oeste.
¿A quién pertenecía aquella mano?, se preguntó. Por la conversación dedujo que tenía que ser alguien de la empresa pues parecía estar versado en todos los entresijos comerciales, pero sus intervenciones, por otro lado escuetas, no le recordaban una voz conocida. ¿Algún accionista, un abogado, un asesor? La tenue luz apenas le permitía descifrar el grabado del anillo y elucubrar, asociarlo a una cara o a una conversación telefónica del pasado. Fue entonces cuando se acordó de su móvil. Lo encontró con la mirada en una esquina de la mesa. El reloj de la pared del fondo, visible desde todos los puestos de trabajo, marcaba una hora fatídica: las veinte treinta, la acostumbrada por su mujer para cuestionarle la cantidad de tiempo que le restaba para volver a casa. Pregunta que, sin esperar respuesta, siempre enlazaba con una enumeración de las calamidades obradas por sus hijos durante la jornada, bien en el colegio bien en el barrio o en el domicilio, a causa, mencionaba en su descargo, de esa vitalidad desbordante típica de los niños comprendidos entre los cinco de la pequeña Estefanía y los doce años de Alejandro, el mayor. No faltaba nunca el reproche final en su retahíla dirigido al abandono al que se veía abocada y al límite crítico que habían alcanzado sus fuerzas ante la ausencia paterna. Imaginado el presumible contenido de la inminente llamada, dar alcance al teléfono sin incorporarse se convirtió en una prioridad y en toda una obsesión, encontrándose, sin esperarlo, ante una prueba propia de campamentos, como la de caminar con una cuchara entre los dientes sujetando un huevo en equilibrio.
La única y más discreta posibilidad residía en arrastrar con el zapato el folio que, a modo de bandeja, pisaba el terminal. El problema eran los obstáculos en forma de lápices, bolígrafos, grapadora y clips dispersos sobre el escritorio, desperdigados en mitad de la trayectoria del recorrido más lógico, y los calambres que impedían pericia. Mientras resolvía cómo proceder con la maniobra y se encomendaba a la divina providencia, para que la llamada no se produjera durante el lance, recordó las arengas que su madre le exhortó a cuenta del desorden del que hizo gala en su juventud, mezclando calzado con corbatas, vaticinándole que algún día le traería problemas. Aquellos sermones cobraban ahora una importancia que juró poner remedio si salía indemne de la situación. Y no había comenzado a barrer en dirección a su ingle la dispersión de objetos, cuando una melodía sonó logrando que su corazón casi se detuviera por la vibrante y contundente retracción de su estómago agostándole los ventrículos como el plástico que ciñe las bandejas de pechugas de los supermercados.
                De inmediato, el selló desapareció de su vista para aparecer de nuevo, esta vez, asiendo las cachas de una Glock cuyo cañón se apoyó en las aguadas patillas del oficinista. Éste mordió su labio inferior mientras recordaba uno por uno los nombres de sus hijos y las fechas de sus cumpleaños mientras en la pantalla parpadeaba el de su aniversario de boda. Ocurrencia feliz de nombrar de este modo a su esposa para que nunca se le olvidara la efeméride. Con el comentario que el titular del arma acompañó a su esgrima asumió que le hubiera alegrado ver el nombre de su señora en la pantalla, pues tuvo la sensación de que aquella imagen parpadeante envuelta en una melodía de Nokia iba a ser la última percepción agradable de su vida.
                —No me importa quién sea. Lo ha oído todo. Hay que deshacerse de él —afirmó rotunda la voz del pistolero.
                El silencio invadió la escena cuando el móvil dejó de sonar y una pregunta flotaba en el aire: ¿qué hacer con el intruso? La violencia no entraba en los planes del directivo, según confesó, pero el matón le recordó que ciertos negocios no son a la carta. Son turbios desde su concepción, se ramifican hasta donde sea necesario con tal de que prosperen y no son aptos para conciencias paternalistas, aclaró amartillando el arma.
                El hipotálamo viene de serie y tiene estas cosas, que sorprende. Actúa de un modo irracional aunque esta afirmación no conlleva que el proceder siempre sea desacertado, simplemente, uno pierde las riendas y, ante lo que percibe, un cerebro auxiliar decide por él a causa del pánico que bloquea al principal. Quietud, huída o enfrentamiento ante la amenaza. Esas son las tres opciones que surgen y, una, sólo una es la tomada. El padre de familia, el oficinista, el intruso, el testigo dejó de ser todo eso y ante el inequívoco mensaje del matón se rindió a la suerte de su hipotálamo presa del miedo.
                Dos bolígrafos quedaban al alcance de su mano, cogió con fuerza uno de ellos y por la violencia del movimiento parecía querer clavárselo en su propia sien y terminar con todo, sin embargó, quedó alojado entre el disparador y el guardamonte del arma. El otro fue lanzado contra los ojos del sorprendido matón quien, incapaz de disparar por el obstáculo interpuesto en el gatillo, los mantenía más agrandados que de costumbre y recibieron el bolígrafo de lleno. El izquierdo quedó ulcerado y el dolor llevó sus manos a la cara dejando el camino libre a la violenta patada que recibieron sus testículos. Anulada la amenaza la ansiedad del aterrado oficinista orientó sus pasos hacia su jefe. Éste, en cambio, debía lucir el mismo hipotálamo de mármol que Miguel Ángel dotó a sus obras y se mantuvo como el David o el Moisés del genio italiano. Sólo comenzó a balbucear la amenaza de un fulminante despido cuando su empleado recogió el arma del postrado matón y la apuntó directo al pecho.
                Fue como un fulgor, como un aura que desde detrás de la figura de su jefe surgía creciente y redondeaba su silueta hasta empequeñecerle, mermarle, mientras su grave voz aumentaba sin dejar de proferirle insultos y augurios nefastos una vez que el despido se hubiera consumado. La amenaza fue cobrando fuerza y el fulgor atenuándose hasta que la borrosa perspectiva de su airado jefe fue cobrando la forma real. Tan cierta y evidente que los improperios se alejaban del eco inicial y la luz se reducía a las alargadas lámparas fluorescentes que poblaban el techo sobre su cabeza. Era tal el ímpetu en el enfado del directivo que los salivazos terminaron de confirmarle al oficinista que su postura seguía siendo la misma con la que inició su descanso, que no había matón encogido a sus pies sujetándose los huevos y que, en cambio, la cima de las mamparas se poblaban de espectadores, de sus compañeros de trabajo, repeinados y con cierto olor a loción de afeitado. Una nueva jornada de trabajo había comenzado.
Acabada la arenga y dispersa la curiosidad por la mirada inyectada del jefe barriendo con su desagrado a todo aquel que osara cruzarse en su camino de vuelta al despacho, el padre de familia descubrió en su caos de escritorio, junto a su móvil sin batería, una caja de folios invitando a ser cubierto su vacío con sus efectos personales. Ante la evidencia de su finiquito pero con la torpeza de un perezoso inició el proceso de retirada de recuerdos, mientras en su cabeza trataba de abrirse paso la cordura tan abigarrada de los recientes delirios que le resultaba difícil convencerse de que lo soñado no era lo actual y viceversa.
Tras cinco pellizcos con los cajones asumió la realidad, pero antes de echar el último vistazo a las estrecheces donde culminó mil y un informes recordó la necesidad de borrar sus archivos del ordenador y lo encendió. Tras unos minutos el buscador de la pantalla de inicio le proponía como segunda opción y, como siempre, «voy a tener suerte», mientras el cursor parpadeaba como una cuenta atrás, como el muñeco verde del semáforo antes de extinguirse. Sus manos cayeron sobre el teclado.
Poco después entró en el despacho de su jefe. Éste mostró con sus cejas la sorpresa de tan inesperada visita. No contaba con volver a verle. Su conocida mala uva era suficiente para que los cesados nunca se atrevieran a despedirse por mucho que la más pura de las cortesías o una educación cristiana se lo recomendara. Sin embargo, allí estaba, tras su caja de enseres, el despeinado y adormilado oficinista con media cara tras el cartón repleto de imanes, marcos, bolígrafos y cachivaches acumulados en una década.
—¿Qué quiere? ¿Una carta de recomendación?, ¿o acaso viene a besarme los pies?
La mesa era de nogal y mostraba un lustre que ni el calzado militar en los desfiles. A pesar de su esplendor la caja terminó sobre ella y, a un lado, los pies del oficinista, nuevamente recostado, esta vez en una silla de tapizado verde que acercó hasta la mesa hasta lograr la desafiante postura.
Como la punta del hierro que emerge de la fragua así se encarnó el rostro del directivo quien buscaba la expresión adecuada para explotar contra tanto descaro. Pero no tuvo tiempo más que para resoplar cuando el despedido respondió a la primera pregunta.
—Su puesto. Y con las mismas pagas…
—¡Pero cómo se atreve! —gritó al tiempo que un cenicero abarcaba su mano dispuesto a lanzarlo contra la cabeza de quien le retaba con una sonrisa.
—Universidad de Laín. Asociación Rimbeau. Carlos Bacon, maestre supremo. Esta logia se oculta bajo el nombre de Los Generales. Consta en internet. Viven de los apuros y de los apurados. Sugieren fraudes y la extorsión les abre puertas habitualmente cerradas. Lucen anillos donde los diferentes símbolos indican la posición en la logia.
Dicho esto encontró boquiabierto y desplomado sobre su sillón de directivo a su exjefe, quien terminó de relajar su mandíbula cuando una grabadora salió de la caja y fue agitada como un sonajero aunque sin producir sonido alguno. Carecía de cinta pero el asombro le impidió advertirlo y dio por sentado que una conversación comprometedora había sido registrada. La palidez reinó en el los acuerdos posteriores.

—¿Anoche me llamaste? —mencionó mientras ahuecaba la almohada.
—Cinco veces. Sólo la primera sonó, en las demás saltó el buzón. Supongo que en los puticlubs no se escucha —afirmó ella dándole la espalda. Era la primera vez en quince años que se acostaba con la bata puesta a pesar de encontrarse a finales de mayo. La cercanía de los niños, aun dormidos, le había impedido lanzarle la vajilla como bienvenida y las endebles paredes la condicionaron a que los insultos se le hubieran quedado en el estómago.
—Cuando se te pase el enfado te lo contaré —replicó él.
—No te  esfuerces. Tienes la misma sonrisa de cuando venías a rondarme. Y de eso hace veinte años por lo menos.
—¿Te puedo pedir un favor?
—Lo que me faltaba. ¡Encima! Necesito dormir. Nuestros hijos mañana querrán tener a una madre que, al menos, no les queme las tostadas vencida de cansancio y doblada por los cuernos.
Él se tomó unos segundos antes de continuar.
—Si me escuchas en sueños, por favor, anota lo que diga. Nunca recuerdo las frases al completo, en cambio, las imágenes se me presentan nítidas. Quizá una de estas noches cite un número y sea el premiado en la lotería…
—Ahora comprendo que mañana te hayan dado el día libre. ¡Estás fatal! Déjame tranquila y aleja tus manos sobonas que te conozco. El nudo es doble y mi determinación infinita.
—Como quieras. Por cierto, me han ascendido.


                

lunes, 30 de septiembre de 2013

La picadura

Existe un banco sin respaldo al borde del acantilado de Cantapeñas. Su madera, sedienta de barnices, acoge el descanso fugaz de los paisanos pues no es lugar para meditabundos. Las vistas desde lo alto son tan excelentes como ventosas.  Aires de mar que impregnan de sal cada veta y cada poro de quienes apenas se asoman al desnivel. Podría pensarse que son los latigazos del mistral los que impiden el deleite, incluso el vértigo de un vacío tan próximo como definitivo puede azorar a los más temerosos, sin embargo, la presencia de ajados ramos de flores junto a unas cruces de forja recuerdan a aquellos que encontraron en esa caída la liberación definitiva a sus tormentos. Un lugar tan bello y tan hostil como maldito.
Cinco años atrás, el ayuntamiento de Cantapeñas quiso dotar de una zona de esparcimiento a sus vecinos y acordó la construcción de un parque junto a la escuela. Un error en la petición provocó que donde un diez debía figurar junto al epígrafe de los bancos solicitados un cien luciera con su cero de más. Cuando los descargaron de los camiones, en un lugar próximo al de su definitiva ubicación, el responsable de su custodia, ante la colina de bancos que no dejaban de crecer, pasó de los sudores al agobio y decidió comunicarlo de inmediato. Sin posibilidad de devolución por compromisos clientelares se decidió en junta extraordinaria que se distribuyeran a lo largo de la senda que moría en el acantilado; se dispondrían cada veinte metros, al pie de nuevas farolas.
Desde entonces, en las noches despejadas, con el vaivén de la resaca, la hilera de luces que asciende desde la aldea hasta el acantilado le confiere a la localidad el aspecto de una cometa buscando el suelo donde acostarse. Un buen lugar para el descanso.
Roger Ignasi Perales —ese era el nombre con que firmó en el registro— se vino a vivir a Cantapeñas cuando comenzaron las obras. Al principio se le tomó por uno de los integrantes de la contrata encargada de la faena, en parte, porque coincidió en alojarse en la misma pensión donde pernoctaron el topógrafo y el aparejador. Pero con la inauguración del parque y del paseo, y con la marcha del equipo de operarios, su permanencia comenzó a ser murmullo en una población de apenas un millar de habitantes. Su distinguido porte y sus hidalgos modales le atribuían un oficio más derivado hacia las artes que hacia algún gremio de sudado esfuerzo. Tuvieron que ser los niños del pueblo los que, repitiendo las mismas preguntas que escuchaban de sus mayores en cada sobremesa, acabaran por trasladarlas al desconocido en una de esas contadas ocasiones en que se dejaba ver por la plaza. «Viudo», confesó ser ante la extrañeza del grupo de chavales que, animados por la osadía de un primero, le fueron rodeando hasta obstaculizarle el paso. La noticia corrió como las piernas de aquellos críos y la decepción reinó entre las alcahuetas, pues aquella revelación sobre su estado civil las dejaba como antes. «Un rentista que busca tranquilidad», terminaron por concluir. Con el tiempo, aquel hombre de vida opaca y correctos ademanes comenzó a formar parte del paisaje y la curiosidad sobre su procedencia dejó de ser motivo de tertulias. Hasta que una mañana, a primera hora, acudió a la farmacia con una expresión de fastidio que no correspondía con la dolencia que decía presentar. Surtido de ungüentos y recomendaciones sobre su aplicación, a la espera de la llegada de un paliativo específico que encargó, abandonó la botica y se refugió en la casa que había alquilado al final del pueblo. Nadie le vio hasta dos días después cuando subió la senda hacia el último banco sin respaldo. Con el paso decidido, el último lo dio al vacío que lleva al fondo del acantilado.
Quien lo vio aquella tarde caminar, los que se cruzaron con él y a quienes adelantó, afirmaron que a ninguno de ellos devolvió el saludo como acostumbraba, que parecía sumido en nubarrones, con la mirada esquiva, sombría, cabizbajo y el entrecejo arrugado, y que, a pesar de la prisa con que caminaba una de sus manos no dejaba de agarrarse a la nuca, lo que le obligaba a escorarse en el braceo por la estrecha senda, como quien carga una pesada maleta.
El mar estaba en calma y la labor de rescate se pudo desarrollar sin necesidad de contar con un equipo especializado. Una barca se acercó al arrecife que lo había descoyuntado y con la ayuda de un bichero su patrón lo subió a bordo. Cuando arribó al muelle, dos inspectores de policía esperaban con las manos metidas en los bolsillos y los cuellos de sus camisas aleteando por la brisa. Siguieron con parsimonia la maniobra de atraque hasta que el bote quedó amarrado. Una vez firme, con ayuda de unos mozos, el cadáver terminó depositado sobre el cemento del dique, cubierto por una lona que evitaba la morbosidad vecinal y el acecho de las gaviotas. De la nada aparecieron cuatro hombres de negra uniformidad, lo embolsaron y, momentos antes del cierre de la cremallera, uno de los inspectores, en cuclillas, lo observó, retiró con la punta del bolígrafo el cabello que caía sobre la nuca del finado, tocó el bulto y, tras un gesto de aceptación, ordenó que lo retiraran. El otro inspector se acercó.
—¿Crees que es él?
—Esperaremos a los análisis pero estoy convencido de que por fin hemos pillado a este canalla. La pena es que no hubiera pasado antes por un tribunal, aunque la sentencia hubiera sido idéntica tenía ganas de mirarle a la cara mientras la dictaban.
En el corro que se formó ante el dispositivo policial figuraba presente el boticario, quien, al ser advertido por los dos inspectores, elevó su mano para que le atendieran. Llevado a un lugar aparte en el mismo muelle, pero de imposible discreción hacia la numerosa curiosidad vecina, el licenciado expuso su inquietud sobre quién se haría cargo del coste del lenitivo que el finado le requirió días atrás. Los dos policías se miraron ante la inesperada solicitud. Cierto era que gracias a la colaboración de aquel hombre habían encontrado la dirección que les llevó hasta el sospechoso. Lamentablemente, llegaron tarde. De haberlo capturado con vida se hubieran ganado un buen titular encima de la foto del detenido y una felicitación de sus superiores. Pero dejadas a un lado las ensoñaciones con una mayor gloria llegaba el momento de reconocer la ayuda del farmacéutico y atenderle. A fin de cuentas su información resultó fundamental para dar por cerrada una década de homicidios efectuados por el más escurridizo de los asesinos. En efecto, le debían un favor al inquieto herbolario.
 Sin pensarlo dos veces, y a pesar de que el acto se salía de toda norma, incluso era reprensible, el más veterano de los dos inspectores ordenó que detuvieran el traslado. Abrió la bolsa y, entre exclamaciones de horror de algunos de los presentes, hurgó en los bolsillos del cadáver hasta encontrar la billetera, extrajo la cantidad requerida y la entregó al farmacéutico a cambio del medicamento. Luego, la billetera acabó dentro de la bolsa y ésta en el furgón forense que partió hacia la capital tras los dos cachetes pertinentes en su carrocería.
A la mañana siguiente los periódicos de tirada nacional publicaron la noticia del suicidio de un sicario, hasta entonces, el más buscado por la policía. En las páginas interiores se desarrollaba el suceso con las claves que consiguieron dar con su paradero, aunque su verdadera identidad seguía siendo un misterio. En la rueda de prensa ofrecida por la policía se desveló que como consecuencia de su último encargo: el asesinato en el propio domicilio de un entomólogo forense citado como perito en la inculpación de un capo. El hasta entonces impecable asesino, un auténtico obsesionado por no dejar rastro de su presencia en las escenas del crimen, resultó herido en el lance por unas avispas cuando el entomólogo cayó muerto por los disparos. ¿La causa? Uno de los proyectiles atravesó el cráneo del ilustre y fracturó una urna donde se hallaban los insectos, consiguiendo acribillar en el cuello al pistolero quien, antes de darse a la obligada fuga, debió leer el nombre científico de su agresora: Arthropoda hymenoptera vespoidea pompilidae pepsini. Según la escala del dolor del índice Schmidt, este avispón caza tarántulas se encuentra en el límite soportable de los padecimientos, sólo después de la hormiga bala. Tras sufrir su picadura, durante tres minutos el cuerpo permite una única actividad: gritar. Y aquella noche el grito fue escuchado en el vecindario del perito. Las patrullas se personaron casi de inmediato, descubrieron el cadáver y, acto seguido, peinaron la zona en busca del autor. Cuando un grupo especializado del cuerpo de bomberos pudo confinar a los avispones, los inspectores de homicidios iniciaron sus pesquisas en el escenario del crimen. A la mañana siguiente del homicidio, ilustrados por un colega de la víctima, enviaron los insectos al laboratorio con la ansiedad de quien reconoce un resquicio en el laberinto de muchos años aciagos persiguiendo a un fantasma. En el aguijón de uno de ellos encontraron sangre y, en las patas, restos epiteliales del asesino. Por fin tenían su ADN, pero a nadie con quien compararlo.
No era un letal lo que inoculaba el avispón y aunque su toxicidad anulaba a sus presas habituales, en el ser humano únicamente ponía a prueba el umbral del dolor. Eso sí, tan desgarrador que quien lo sufría no era descabellado que pensara encontrarse en el final de sus días o tratar de acelerarlo. En la desesperación de tan cegador sufrimiento, que a duras penas le permitió conducir hasta un camino en una zona boscosa, el asesino se vio impelido a acudir al sistema de salud, a la mañana siguiente, vía la farmacia del pueblo, en busca de un antídoto que frenara su malestar. Los años de investigación de un viejo sabueso de la policía atendían a razonar sobre posibilidades tan enrevesadas como que si alguien acudía en busca de un remedio para una picadura inusual, el sistema informatizado del suministro nacional de medicamentos revelaría las más recientes y extrañas peticiones y podrían acotarlas.
Dos días después del homicidio, de la masiva consulta surgieron los siguientes cuatro sucesos de anómala consideración: una víbora en el norte saboreó la mano que levantó la piedra donde se cobijaba; una cría de dragón de Comodo, escapada de un terrario del sótano, visitó a unos vecinos hiriendo al menor de ellos; y una medusa, en un baño nocturno de yate y champán, anclado en el Mediterráneo, saludó con sus tentáculos a un embriagado bañista. Los detalles de cada lance se obtuvieron fruto de las pastosas narraciones de los somnolientos boticarios, sacados de sus camas a base de dedo pegado al timbre. De sus testimonios dedujeron que ninguna de esas tres víctimas pudo haber sido el sicario. Faltaba la respuesta del titular de la farmacia de Cantapeñas, quien en la demanda de un antihistamínico específico solicitó, además, información ante la singular picadura que presentaba un cliente de su localidad. La lejanía de aquella aldea y su botica, y, por otra parte, del sueño profundo de su titular, permitieron que las insistentes llamadas telefónicas de la policía no turbaran su descanso unido a la imposibilidad de enviar una patrulla que aporreara su puerta. Pero una vez en su puesto, el boticario, con el estómago feliz de tostadas y café, y abotonada la impecable bata blanca sinónimo de salud, atendió la enésima llamada con la prestancia de a quien le parece la primera. Ante la respuesta, los inspectores no tardaron en ponerse en marcha hacia «el culo del mundo», como convinieron en señalar a aquel punto remoto en el mapa.
Lo demás se precipitó durante el viaje de los dos inspectores a Cantapeñas. El sicario, hombre de movimientos pausados, de los que recitan en su interior cada acción de sus manos y que memoriza todo lo que deposita y le rodea, se encontraba en su domicilio sumido en una catarsis emocional impelido por las tinieblas de un dolor desconocido y replicante. Cuando los efectos de la picadura descendieron a límites tolerables buscó recuperar la serenidad que acostumbraba y en la evaluación de sus últimos actos asumió con terror desconocer con detalle quince minutos recientes de su vida. Los que transcurrieron justo después de la picadura, cuando en una cascada de tropiezos buscando una salida que le alejara del avispero acabó sollozando junto a su vehículo. Aún así, entre delirios, logró ponerse al volante e iniciar una conducción febril y errática por una carretera secundaria para, finalmente, ocultarse en un bosque donde las lechuzas saludaron al vehículo alejándose de él con un brusco aleteo. Y allí fue donde sudó su dolor hasta condensar de lágrimas los cristales, hasta que el amanecer lo sorprendió en un ovillo de ropas húmedas y el pelo adherido a los asientos como un cerco de sebo, como aquella vez cuando con la edad de un quinto pernoctó durante siete días en los calabozos de un castillo militar. Desde aquella experiencia entre barrotes surgió un juramento y una venganza. Juró que nunca volvería a verse encerrado y venganza contra quienes le llevaron a prometer ese juramento. Un círculo infernal del que ya nunca supo salir y del que, con el paso del tiempo y de las experiencias, sólo adquirió el aprendizaje pulido que le convirtió en un especialista en finiquitar venganzas ajenas.  
En efecto, las primeras luces le llevaron de vuelta a casa. Un par de cientos de kilómetros de curvas entre valles le separaban del fulgor que el mar irradia por encima de las montañas que lo ocultan. La promesa de una cama libre de preguntas le esperaba. Antes, la palpitante picadura reclamaba atenciones inmediatas. Tras la visita a la farmacia se sumergió entre sábanas durante dos jornadas y de ellas emergió envuelto con los lienzos de la culpa. Culpable de haber quebrado el rigor que hasta la fecha le había mantenido como una sombra. Con esa carga se dirigió a la cocina por la costumbre. La mesa le recibió al tiempo que la carcoma de los remordimientos le golpeaba. Se sentó, apoyó los codos y las manos recogieron su cabeza que no dejaba de negar por cada reminiscencia que le recordaba los múltiples errores cometidos bajo los efectos de la picadura. El enorme rastro dejado que violentaba su escrupulosa severidad con la que siempre vistió su fama de fantasma, de asesino riguroso, lento, infalible e indescifrable. Y mientras los inspectores negociaban el sinfín de curvas hacia Cantapeñas, el tic tac del reloj de la cocina se acusaba en el silencio y martilleaba la razón de quien ahora rememoraba la sombra de los barrotes de su juventud a través de la luz entreverada por los dedos que sujetaban su rostro.
Nadie quiso preguntar por la nueva cruz de forja que amaneció clavada junto al último banco sin respaldo un mes después. Decidieron acatar que pudiera ser obra del cura, por aquello de la bondad infinita, pero de todos era sabido que los suicidas eran abominados por la iglesia. O tal vez fuera responsable un forastero que se alojó en la pensión la noche anterior a su descubrimiento. Lo cierto es que nadie se atrevió siquiera a retirarla. A fin de cuentas una cruz tan solo era eso, una cruz. Y siempre es bueno que un símbolo recuerde, aunque sea algo nefasto.
Todos los casos abiertos presumiblemente atribuidos al sicario de Cantapeñas, como acordaron denominar en comisaría, se archivaron. Se pactó silencio entre policía, fiscal y juez con respecto a la verdadera identidad de Roger Ignasi Perales. Los periodistas de investigación, ante un candente caso de una niña fallecida en extrañas circunstancias, se olvidaron de inquirir sobre los resultados del laboratorio y a nadie le importó la nula correspondencia entre el ADN hallado en la escena del crimen y el del suicida. También se tildó de broma la circunstancia que estremeció a la dueña de la pensión de Cantapeñas cuando en el balance mensual descubrió que uno de sus huéspedes de la última semana, cuando apareció la cruz, había firmado el registro con idéntico nombre al del difunto asesino.
Las picaduras tienen esa facultad —le recordó uno de los inspectores al otro lado de la línea—  una vez sucedidas, a pesar del tiempo transcurrido, siguen molestando. Lo mejor es no rascarse. Es cuestión de tiempo —concluyó.


jueves, 19 de septiembre de 2013

La estela de la venganza

                En el ángulo donde muere el muelle, poco más allá de los almacenes, los días de brisa chirrían los eslabones del cartel de la taberna del Loro tuerto. La rancia solera del tugurio se anuncia con el sonido de la herrumbre. Se accede descendiendo por media docena de escalones desgastados, curvos como los rieles de un lavadero. La puerta, siempre abierta salvo en temporal, luce bisagras con formas de pica; una enorme argolla sirve de tirador y los negros remaches que la sujetan sobresalen de la agrietada y gruesa madera, seca como la boca de un acorralado. Los días de paga o atraque de mercantes la algarabía impide que la llegada de nuevos clientes sea advertida por todos, pero si la mirada del tabernero se posa más allá de un vistazo sobre el recién arribado, los presentes detiene el trago, enmudecen, convergen hacia la presencia con un giro de cabeza y al murmullo de un responso cargado por la atmósfera del tabaco picado y el vaho del encierro, sus miradas comienzan a oscilar como los padrinos hacia el sudor de los duelistas.  Quietud que cesa cuando la cabeza tras la barra asiente o niega en un gesto casi imperceptible. Si niega es entonces cuando del taburete junto al umbral emerge un tipo de tal corpulencia que eclipsa la breve luz de los únicos candiles que perfilan los charcos de la espuma desleída sobre la barra. Unos cuantos pechos ya habían encontrado la manaza del fornido cancerbero apenas la oscuridad del garito les había envuelto, y no pocos sopesaron pleitear el siguiente paso, pero la imposición era tan innegable y, por mecánica, de tal desprecio, que detenía el hipo incluso de los más ebrios, a quienes el temor les devolvía cierta dignidad y una falsa valentía. Sin embargo, era la ausencia de palabras y de mirada la que les acrecentaba una violencia incontenible que, a ojos de un luchador, eran los manejos procaces de un Goliat aburrido de no tener rival pero adicto a los mamporros definitivos.
                No fue el caso de aquella tarde y de aquella sombra que acentuaba un sombrero tan raído como el abrigo de hebillas que vestía. A pesar de su anchura de hombros representaba un esqueje comparado con la enormidad del árbol que le interrumpía el paso. La sombra, ante la pared humana, se limitó a esperar. La punta de su sombrero se apoyaba en el esternón contrario y su quietud parecía anunciar una sumisión casi religiosa. La consulta habitual del matón con un leve giro de cuello hacia el mostrador logró que, cuando su mirada retornó al visitante éste ya le hubiera franqueado. Quiso reaccionar pero la renovada curiosidad del propietario sobre aquel escurridizo desconocido frenó la embestida. Si bien nadie sospechaba que aquel entrometido fuera tan letal como el estilete que escondía su manga, todos se apartaron a su paso por esa cautela que cimientan los hombres sombríos. Las hebillas, como espuelas, en cada zancada, fueron marcando con su soniquete el recorrido. Terminó sentándose en el taburete que esquinaba la barra, señaló una pinta y, al poco, como un ánsar ameriza entre cañaverales, la jarra se deslizó desde el otro extremo hasta detenerse por la mano del desconocido que surgió en el último instante. El follón, los brindis y los cánticos marineros volvieron a abigarrar las penumbras del Loro tuerto mientras la noche caía en el fondeadero al son del tenso crujir de las maromas.
                Amanecía en el puerto con las sirenas de cuatro mercantes bramando en vapores la señal de su pronta partida. Desde los tiempos de los primeros grandes buques de pasajeros, que cubrían la línea del Atlántico, era inusual su empleo para anunciar el inminente desamarre. El acontecimiento de aquel entonces era tan extraordinario que convocaba a autoridades, bandas de música, allegados del pasaje despidiéndose pañuelo en mano; a curiosos, a polizones frustrados y a la prensa. Se lanzaban serpentinas y una ventisca de papelitos poblaba el aire entre el muelle y la borda mientras la bulla eclipsaba discursos y emotivos adioses, y la banda tocaba marchas al ritmo de bombo y platillos. Pero aquella madrugada el soplido de las sirenas reclamaba ausencias. Cuatro barcos huérfanos de capitanes demoraban su partida. La marinería, extrañada por la ausencia de su máxima autoridad, revisó toda fonda, prostíbulo o rincón que albergara un camastro donde el sueño o el alcohol, o los suaves brazos de una puta pudieran haber tomado como rehén a su capitán. En la requisa una y otra tripulación coincidió. El recelo no invitaba a la charla pero en el siguiente encontronazo la conversación fue obligada. Se concienciaron de no estar ante una casualidad y aunaron sus esfuerzos, de momento, evitando visitas donde otras tripulaciones ya batieron las puertas. Sólo restaba por abrir la única que siempre lo estuvo y, esa mañana, sospechosamente, se mantenía cerrada y en silencio: la de la taberna del Loro tuerto.
                Tuvieron que improvisar un ariete para quebrarla, no porque su cerradura se presentara indomable sino porque algo, al otro lado, obstaculizaba su apertura. Al cabo de media hora reconocieron ese algo como el cuerpo inerte del cancerbero. La punzada que presentaba debajo del esternón indicaba que allí mismo perdió la vida, sobre la alfombra de su propia sangre. Aquel cadáver representaba ser el primero de una montonera que las linternas fueron descubriendo sobre las mesas, sillas y tras la barra. Entre ellos figuraban los cuatro capitanes desaparecidos, éstos, sin embargo, parecían haber sido colocados intencionadamente en un rincón y habían sido despojados de las credenciales de su condición de oficiales.
                La guardia no tardó en acordonar el puerto. Pensaron que quienes hubieran perpetrado aquella matanza debían encontrarse todavía por las inmediaciones. La requisa policial dio los mismos inútiles resultados que las tripulaciones obraron dos horas antes. Con la noticia de la masacre, las sirenas dejaron de bramar, salvo una que partía. Los armadores de los mercantes, huérfanos de patrón, ofrecieron doblar los sueldos a otros capitanes ya comprometidos con los navíos allí atracados. Era temporada de vientos alisios y no quedaba capitán alguno disponible en la ribera, por muchos naufragios que se le atribuyeran. Por otra parte, la lealtad de un capitán con su buque junto a su palabra eran valores tan apreciados que incluso los fletadores dejaron de insistir con la primera negativa, a pesar de la grave contrariedad por las pérdidas económicas que suponía mantener los amarres con los buques ya cargados y los compromisos expirando en una inexorable cuenta atrás.
                Poco antes de que la noticia de los asesinatos llegara a oídos del puesto de guardia, un hombre aporreó la puerta acristalada de la capitanía. Al ordenanza le gustaba cabecear el desayuno y se encerraba en el aseo unos minutos antes de abrir al público. Con el aturdimiento propio de los sueños intensos, breves, pero bruscamente interrumpidos se incorporó y atendió a la insistente llamada que amenazaba con romper el vidrio. Cuando quiso abrir la boca para objetar tanta urgencia se quedó en el gesto como esas ranas de metal que engullen fichas lanzadas a diez pasos. A pesar de los cinco años transcurridos reconoció de inmediato al personaje que ya se adentraba en la oficina con el tintineo de sus hebillas como comparsa.
Un lustro entre rejas por contrabando, esa fue la condena que escuchó en un juicio donde se negó a responder, ni siquiera a defenderse. Su abogado de oficio, un recién licenciado sin conocimientos sobre las leyes del mar, asumió la defensa con las ganas de los nóveles pero con el pragmatismo de los vencidos de antemano.
Un capitán debe conocer a fondo el barco que maneja pero las caletas ocultas por manos arteras no las descubre ni el armador salvo por un chivatazo. Ese fue el caso del Bella Doria, un mercante de 48 metros de eslora que los traficantes emplearon como señuelo mientras, por la misma ruta, un velero de recreo, libre de la curiosidad aduanera, surcaba las aguas con las bodegas repletas de cocaína. Una encerrona a la que dedicó los cinco años de su cautiverio para averiguar quiénes la orquestaron y quienes formaban parte de la tripulación de aquel velero. Uno por uno sus vientres fueron funda momentánea de su estilete. Ocho en total, la mitad, clientes la pasada noche del Loro tuerto.
Puede que fuera la rabia acumulada la que propiciara que con una velocidad centelleante acabara dando un repaso a cuchillo al aforo, incluido el hostelero, evitando así testigos incómodos. Semejante tragedia no le arredró para que, tal y como tenía planeado, a la mañana siguiente, con la sangre todavía fresca en los faldones del abrigo, solicitara alguno de los puestos inesperadamente vacantes, le agilizaran el trámite y con el mismo petate con el que salió de prisión cruzara la pasarela dispuesto a navegar dejando atrás la estela de la venganza.



domingo, 11 de agosto de 2013

Carta de contramarca


         Aquella mañana madrugó en busca de moras para esa tarta prometida en la siguiente cena. Se abrigó para el relente residual en el albor, besó la cabeza y tripa de su esposa, perdida entre pliegues y sueños, y partió con el regañadientes de los grillos y los resoplidos de la mula ante el sol que despertaba. El botín esperaba en los zarzales de una calva rocosa del profuso bosque que rodeaba la cabaña. La recolecta le entretendría un par de horas, antes pensaba revisar los cedazos del rio y algunos lazos frente a las gazaperas. Cuando regresó, muy avanzada la tarde, su cadáver cruzaba los lomos de la mula y una suerte de tramperos la escoltaba. La bestia cojeaba a causa de lo que parecía un mordisco y esa fue la razón de su regreso a la cuadra sin amo que la fustigara. Los tramperos se limitaron a seguirla con el interés primario de dar sepultura en el lugar adecuado ante quien reconociera como suyo al malogrado. En el cobertizo esperaba de pie una joven de rojos cabellos y abultada tripa que, al desplomarse sobre sus rodillas y recostarse junto a un pilar, confirmaba a los tramperos que allí pasarían la noche.
         Descargaron sus monturas y amortajaron el cuerpo antes de que el rigor de la muerte impidiese su funerario acomodo. Mientras tanto, la joven viuda había perdido la voz y la profundidad de sus ojos viajaba más allá de lo que los árboles permitían. Recordó a su madre y su niñez, y el calor de sus abrazos como defensa ante el desmoronamiento del mundo que había soñado. Sin variar su postura, con la mente escapando de la realidad, viajando por las ensoñaciones de muy lejanos recuerdos donde nunca antes su hombre, el difunto, estuvo, presenció, sin prestar atención, cómo el campamento que los tramperos habían levantado frente a la cabaña formaba un círculo de trémulas sombras. Rodeando una hoguera, con sus cabalgaduras paciendo a salvo tras la cerca, calentaron café y judías que ingirieron a la vez para ablandar un pan a semanas del horno que lo parió. Regaron la cena frente el resplandor de las ascuas con aguardiente del que lima gargantas. Luego, alternativamente, miraron a la mujer tras el vidrio confuso del alcohol. En otras circunstancias la habrían violado como dulce postre, poco antes de caer dormidos, pero la vida que alojaba en su vientre les contuvo.
         A la mañana siguiente, al tiempo que recogían petates, lazos y jaulas y apretaban las grupas de sus monturas, uno de ellos, el más ajado por las intemperies, con su sombrero al pecho, presentó sus condolencias a la viuda, informó que un oso debió partirle la espalda a su marido y sugirió enterrar el cadáver para evitar la ronda de alimañas. Pero ante el mutismo de la joven, que seguía en la misma postura, abatida y con la vejez prematura llamando a las puertas de su rostro, el trampero hizo un gesto en redondo con el dedo y el séquito inició el paso hacia las sombras del bosque.
         El sol secó sus lágrimas y las nuevas helaron su rostro cuando la noche cayó. La cobriza seda de su cabellos se fue hilando con la humedad como un nido de abejaruco hasta aparentar la textura de la retama con la que un escobón formaba su peine y apoyaba su abandono en una esquina. A su vera, quien lo había blandido el día anterior mientras la congoja por la tardanza de su amante la desesperaba y la llevaba a barrer las mismas tablas sin prestar otra atención que a cualquier sombra nueva que por el sendero apareciera, yacía un alma hueca.
El trampero de ajado rostro, desde el sendero, en el ultimo vistazo global a la cabaña, esto es, con la postrada en el cobertizo, la mortaja tendida sobre la hierba, la mula en el corral cubierta de moscas alrededor de su herida y con los restos humeantes donde habían hervido el café de la mañana, supo, que si algún día regresaba por ese lugar apostaría sus mejores pieles a que el bosque habría engullido la propiedad y en su digestión todo rastro de la tristeza que allí quedaba.
A la tercera noche, el espectro de quien fuera unas jornadas atrás una lozana e inminente madre de rojos cabellos se puso en pie. Ajena al entumecimiento sólo un terrible pinchazo en el vientre la dobló en su incorporación. Cuando cesó el dolor, poco a poco, inició su caminar hacia los árboles. En cuanto la sangre comenzó a ganar espacio donde siempre fluyó con alegría, la joven aumentó sus zancadas hasta trotar. Sus manos sujetaban el vientre como quien envuelve manzanas en su mandil mientras las ramas bajas laceraban brazos, piernas, cuello y rostro. Buscaba ganar el río y que el agua llenara el aire de su respiración, pero la oscuridad y los cortes en el rostro nublaron su visión hasta comprender que se había perdido. Caminó a tientas y el amanecer la rindió frente a unos zarzales. Exhausta, creyó que los gruñidos que escuchaba eran los ronquidos de sus agotados pulmones. Se sentó y, por primera vez, sintió las patadas del fruto que portaba. Fue una sacudida que le arrebató la pena y que la llenó de esperanza. Imaginó que quizá algún rasgo de aquel hijo resucitara al padre perdido y con ese ánimo recobró tan deprisa las ganas de vivir como dos noches antes las había perdido. Fue en ese instante cuando supo que los rugidos venían de la espesura. Miró a su alrededor y gracias al sol, que rebotaba en una formación rocosa próxima, pudo descubrir entre los helechos tres pares de ojos que la observaban. No tardaron en separarse, rodearla y mostrar la silueta de la clase de depredador a la que siempre se le asociaba en manada: el lobo. Sus ojos color miel perdían encanto por la fila de dientes que mostraban arrugando el hocico. Uno de ellos presentaba un girón de piel en sus muelas. Sin duda, fue quien dio el bocado a la mula antes de la llegada de los tramperos. Resuelta a defenderse se puso en pie y miró a los ojos de su amenaza. A pesar de que no tenía ninguna posibilidad, y que los lobos la barruntaban, éstos seguían estrechando el círculo, muy despacio, buscando el menor riesgo y el mejor ataque, olisqueando la sangre seca de los mil cortes de la travesía nocturna.
Ella no percibió nada, ni siquiera el lejano crujir del más verde de los  brotes, pero las orejas de un lobo tras otro se orientaron en la misma dirección y, con ciertas dudas por iniciar la carrera, lamentándose del bocado perdido, se alejaron entre los helechos aullando su dolor de ayunas. Desaparecida la amenaza el golpe de tensión le pasó factura y sus piernas comenzaron a flaquear. Llevaba días sin alimentarse y su alma se había consumido por el luto. Necesitaba reponerse y la dispersión de moras, brillantes del rocío, llamaron a su estómago y tiraron de ella a duras penas.
Las lágrimas volvieron al descubrir el sombrero de su hombre tendido entre las zarzas. Algunas se habían doblegado por el peso de su cuerpo cuando debió caer ya inerte, y presentaban andrajos de su camisa adheridos a las espinas. Las huellas de unas zarpas lindaban con el lecho donde debió ser arrastrado. Huellas de un oso de tres metros que ahora respiraba a un palmo del enmarañado pelo rojizo humedecido por las cadentes vaharadas de aquella enormidad. Bestia de fuerte olor a cubil que había puesto en fuga a los lobos; soberano de aquel territorio y, por lo visto, guardián y señor de las moreras que defendía con el más salvaje de los abrazos.
Las fuerzas habían abandonado a la preñada y tan solo hizo el esfuerzo por alcanzar el sombrero. Descartó girarse hacia el terror y descubrir los ojos de un animal que por natural jurisdicción había dado muerte a su marido.
¿Para qué?, se preguntó. No tenía fuerzas ni para aterrarse. Así que con el sombrero como almohada se recostó mientras se acariciaba el vientre y sentía la pelea de su hijo por hacerle llegar sus ganas de vivir.
En las nebulosas de su desfallecimiento, esperando la sacudida final, creyó escuchar una pelea encarnizada. El hambre acuciaba y atrevió a la manada de lobos a retar al plantígrado. La joven, en su debilidad, creyó ver al ras de los tallos a un lobo sobre la abultada cerviz del oso mientras de un zarpazo lanzaba casi partido en dos a uno de sus congéneres. Aullidos de un lamento en fuga fue el siguiente episodio sonoro; el último, el desplome de una corpulencia tal que sintió levitar en su desmayo.  Cuando el frío entreabrió sus ojos pudo ver un desfile de copas entre las luces del ocaso. Sintió que era arrastrada; luego, la oscuridad.  
El trampero regresó dos temporadas después. Contrariado por la falta de capturas, a causa del sabotaje en sus artilugios, decidió dar un rodeo hasta la cabaña. La nieve había hundido la techumbre y el esqueleto de la mula mostraba su jaula de costillas al otro lado de la cerca. No había rastro de la dama pero se alegró de ver una tumba en la parte trasera de la ruina. La curiosidad le llevó a descabalgar y, tras retirar los copos del tablón clavado a la tierra, se dispuso a leer el epitafio que, labrado a navaja, decía: Aquí yace Jeremiah, mi hombre. El mismo oso que le arrebató su vida salvó la mía y la de nuestro hijo librándonos de los lobos. Recojo el testigo y buscando el equilibrio vagaré por las montañas buscando poner a salvo algún descendiente de aquella manada. Sólo así podré llorarle.
El trampero trató de estirar una sonrisa que su curtida piel apenas permitió. Volvió a su montura, revisó su rifle y meditó el mapa de trampas saboteadas que, como migas de pan, una madre con un hijo a cuestas había dejado a su paso.

lunes, 29 de julio de 2013

Por dos yemas



 —¿Qué obliga a un multimillonario como Salazar Huertas a saltar al vacío?
—¿Frente a una muerte segura?, sólo un miedo mayor… —apuntó Minerva mirándose las uñas.
—¿Un miedo mayor? En todo caso a la inminencia de un mal menor. ¿O existe algo más temido que la muerte? —replicó su hermana.
—Sin duda, el sufrimiento —afirmó con el esmalte del índice al filo de sus dientes.
Noelia, ante la rotunda respuesta, se atusó el moño como queriendo encontrar una objeción a la altura.
—Estoy de acuerdo en parte —asumió, por fin—, pero sigo sin entender cómo alguien prefiere morir a sufrir.
Esta vez fue Minerva quien dirigió sus manos hacia su tocado pero interrumpió el gesto en el último instante. Le repateaba ser una copia idéntica de su hermana gemela y ya desde niña se esforzó por diferenciarse. El corte de pelo fue lo primero; ¿la ropa? en cuanto doblegó la moral de su madre, empeñada en presumir de sus gemelas hasta en la vestimenta, el hilo y las tijeras obraron milagros con el mismo ajuar. Así, Minerva, siempre se demoraba en el desayuno para asegurarse que por cada falda puesta de Noelia un pantalón suyo bajaba esa mañana por la escalera. Llegó incluso a dejar un novio porque alguien, un don nadie, comentó cierto parecido con uno antiguo de su hermana. Pero a pesar de su obsesión, el subconsciente actuaba por su cuenta y los gestos desplegados por su hermana, con los que solía acompañar las alocuciones más enérgicas, eran imitados en la réplica sin otra voluntad que la inercia de los genes. Era entonces cuando se maldecía al tiempo que se mordía los nudillos y desaparecía dando un portazo. Con los años fue moderando esos arrebatos hasta convertir los refunfuños en conversaciones que nunca emergieron más allá de sus meninges.
—La vida es sufrimiento —dictó Minerva—. El  instinto de supervivencia desaparece ante un umbral de consecuencias dolorosas ya vividas o fielmente imaginadas. La muerte es desconocida. La tememos por definitiva y de eso viven las religiones, pero cuando el final sobreviene, irremediable, fatídico, muy pocos son los que se encomiendan con plegarias hacia sus dioses. Tememos sufrir porque conocemos su latencia y desconocemos su remisión. Morir eleva los puentes a todo sufrimiento.
Noelia dejó que las palabras de su hermana se desvanecieran hasta que el silencio circuló ente ambas y las obligó a retomar la tarea: husmear entre la documentación sobre la muerte de Salazar Huertas e hilvanar una respuesta veraz a la interrogante de su fallecimiento.
Noelia nunca pudo con las argumentaciones de su hermana ni tampoco quiso. Ella era más perseverante pero menos sagaz. Minerva demostraba un tremendo empeño por quedarse con la última palabra aunque para ello tuviera que elevar su tono hasta acercarse a la discusión propia de verduleras. Noelia cedía, pues para ella era toda una victoria descubrir el enojo de su contraria.  Siempre disfrutó para sus adentros de la ofuscación de su gemela.
El seguro de vida contratado por el multimillonario Salazar Huertas estipulaba, en connivencia por las partes, que cualquier episodio violento que llevara a la muerte del firmante sería examinado con especial rigurosidad por si alguno de los beneficiarios hubiera acelerado su finiquito. Del mismo modo, cualquier forma de suicidio eximía a la aseguradora de toda indemnización pactada y la desvinculaba del contrato, siempre previo informe pericial del organismo encargado de su dictamen.
En un principio, el suicidio de Salazar Huertas estaba más que demostrado pues fue su propio impulso el que le llevó a tirarse al vacío desde la última planta de un rascacielos, tal y como captaron las imágenes emitidas por televisión. Sin embargo, era pronto para que la aseguradora se frotara las manos. Que un incendio de extraño origen y más que dudosa intencionalidad convirtiera el suntuoso ático de Salazar Huertas en una trampa mortal impelía a enfocar el deceso como un homicidio doloso, a pesar de los actos volitivos del finado en los instantes previos de su muerte. Razón por la cual, el dictamen pericial de una agencia independiente señalada por el Juez Instructor era fundamental para vincular o extinguir la responsabilidad civil según contrato. ¿La elegida?: la de las hermanas Caiñabel.
Aunque Noelia había fundado una compañía de seguros cuarenta años atrás, la mecánica empresarial, ante los numerosos casos de fraude, la obligó a contar con una agencia de detectives que testificara en los tribunales y evitara, de este modo, la ruina ante la reclamación de indemnizaciones viciadas de la mal nombrada picaresca española. Alianza corporativa que terminó por animarla a abandonar los seguros y a dedicarse en pleno a la investigación de estafas dada la  sencillez de los rastros que dejaban los delincuentes, la escasa violencia de sus artes y lo bien pagado que estaba el oficio.
«Dinero fácil con poca inversión», se decía. No obstante, la discordia surgió porque fue Minerva la que, animada por su gemela, creó la agencia de detectives que más tarde terminó por asociarla. Matiz suficiente para que Minerva se erigiera como adalid de una idea que nunca fue suya, pero de la que se apropió para que, cuando las más acaloradas discusiones sobre el trabajo surgían, siempre saliera a relucir buscando tensar la relación desde una posición de falso dominio, porque aún siendo su participación en la sociedad igualitaria, la mayoría de los clientes provenían de la cartera de Noelia fruto de su pasada relación con el sector.
—Según la policía científica se han hallado rastros de acelerantes en el foco del incendio. En la planta catorce, a seis del ático.
—¿Quién ocupa esa planta? —preguntó Noelia.
Minerva repasó con el dedo las diligencias y detuvo su requisa a la mitad del tercer párrafo.
—Una asesoría: Sombras consulting.
—Ya, pero ¿quiénes la integran? —inquirió.
—No consta, pero en seguida lo averiguo. No obstante, como bien sabrás, el edificio pertenecía al apellido Salazar, y las diecisiete plantas eran ocupadas con empresas propias o vinculadas a su firma.
Minerva marcó varios números y mientras anotaba las respuestas en su libreta sobre la identidad de los directivos de la asesoría de la planta catorce, con ningún disimulo, desde su posición al otro lado de la mesa, Noelia trataba de descifrar los garabatos a los que, la ya de por sí complicada letra, tenía que unir su lectura invertida.
Al finalizar la ronda telefónica Minerva tenía una conclusión bastante reveladora pero jugó con su reserva buscando colmar la paciencia de su contraria. Con esa aviesa intención se demoró mientras Noelia hojeaba una de las carpetas pretendiendo por su parte fingir desinterés harta de las rencillas típicas de Minerva. Y aunque elevó su mirada un par de veces, descubriendo cómo la retiraba su gemela, continuó hojeando nuevos documentos que no invitaban a la consulta ante los tecnicismos empleados en su enunciado, pero que le permitían seguir manteniendo ese pulso a la paciencia.
Quince minutos de un tira y afloja mental bajo la banda sonora del paso de las hojas y el reposo de los bolígrafos tras el subrayado reinó en el despacho de las hermanas Caiñabel.
—Espera un momento —advirtió Noelia—, acude a la página veinticinco del informe de los bomberos. Tienes una copia debajo de tu montón de la derecha.
Derruido el castillo de informes que aprisionaba el dossier aludido y una vez leída la referida página, la boca de Minerva quedó abierta como la de una tronera.
Cinco conatos de incendio más se produjeron en el mismo edificio, el mismo día, a una hora aproximada respecto del que prosperó, con la salvedad de que se originaron en otras plantas y de que en esas oficinas el sistema de contraincendios funcionó ahogando las llamas. La domótica del edificio disponía de un registro de incidencias y el colapso de las plantas superiores no afectó al almacenamiento de los datos. Éstos mostraban su activación y el despacho desde donde se originó.
—¿Cuántos hijos tenía Salazar Huertas?
—Tantos como la suma de conatos de incendio sin descontar el que finalmente le obligó a saltar desesperado por huir de las llamas. Tres varones y tres mujeres.
—Qué te apuestas a que unas páginas más adelante encontramos la misma química en todos esos focos.
La conclusión de ser cierta era demoledora y evidenciarla llevaría a la cárcel a todos los herederos del malogrado Salazar. Por de pronto, sin ninguna excepción, se originaron en los despachos gestionados por sus hijos y cada sabotaje tenía un nombre propio bajo el mismo apellido. Era toda una conspiración en la que sus verdugos asumieron que debían proceder con los mismos actos y, al mismo tiempo, confiaron en que el fuego purificador se llevaría cualquier rastro de su participación. Sin embargo, el incendio sólo prosperó en la planta catorce ante la falta de presión por la demanda de caudal de las inferiores como consecuencia de la activación de los aspersores.
—¡La tajada a repartir debe ser descomunal! —exclamó Minerva justo en el instante en que sonó el teléfono. Como de costumbre Noelia pulsó el manos libres.
La voz se identificó como un representante legal de los Salazar y no se anduvo con rodeos. Quería reunirse con ellas antes de que elevaran su dictamen al juzgado. Ambas hermanas se miraron y concluyeron que esa propuesta sólo pretendería negociar el precio por cada tachón u omisión del informe final. Ante el mutismo de la hermanas el representante abundó sobre el panorama de la familia Salazar buscando otro discurso que acompañara a su abrupta petición. De este modo diseccionó el apellido y relató que los hijos del difunto, hasta la fecha, solo manejaban negocios de poca monta donde metían horas como becarios. El proceder del patriarca, lejos de acomodar a su descendencia, consistió en inculcarles el valor del esfuerzo. Nada de extrañar en un padre que pretende formar a sus herederos ante el vasto patrimonio que en un futuro recibirían, pero el más joven de ellos ya se acercaba a la cincuentena. Las hermanas Caiñabel no necesitaron más datos para afinar que los herederos habían decidido disfrutar del imperio Salazar por la vía de apremio.
—Llámenos mañana a esta misma hora —dijo Minerva interrumpiendo la comunicación ante el asombro de su hermana. Pero antes de que ésta pudiera objetar nada añadió: —¿A cuánto alcanza nuestro montante?
Noelia se recostó sobre el respaldo, miró a los ojos de su clon y por primera vez en la vida no se reconoció, no la reconoció, y en un gesto cercano al miedo se llevó el dorso de la mano sobre la boca —¿Qué pretendes? —acertó a preguntar con la voz temblorosa.
—Vamos hermanita, no me decepciones. Bien sabes que oportunidades así pasan una sola vez en la vida. Compara nuestra minuta con la posibilidad de obtener una parte del pastel de los Salazar. Somos el último obstáculo para que alcancen su fortuna. Podríamos… podemos pedirles una parte igual a la suya. Seríamos el efecto colateral de todo crimen imperfecto y no podrían negarse. Les tenemos pillados por los huevos.
Noelia se había llevado las manos a los oídos en un principio y las había ido resbalando lentamente hasta taparse la cara. Para cuando Minerva terminó de hablar con un final «¿Qué me dices, hermanita?» Noelia se había puesto en pie y comenzaba a recorrer la estancia hasta llegar a la nevera y abrirla. Refrescó su nerviosismo asomando su rostro al interior y unos segundos después sacó unos hielos que arrojó sobre un vaso para servirse una ginebra que bebió de un trago sin tiempo a que ésta se enfriara. Luego, con el mentón hundido sobre el cuello apoyó las manos en un aparador donde dejó el vaso vacío. Minerva observaba a su hermana sin hablar, pensando en el proceso en el que se debatía. Nunca había conocido a persona más recta y era lógico que se tomara su tiempo, tanto para reprenderla como para, y esa era su esperanza, tomar partido.
—¿Crees que saldría bien? —preguntó Noelia sin mirarla.
Minerva dio un respingo desde su asiento y sonrió abiertamente mientras pensaba que eran más parecidas de lo que jamás nunca había imaginado y, a la vez, odiado.
Noelia se apresuró a bajar las persianas. Comprobó que el pasillo estaba vacío y que, dada la hora, nadie quedaba en las oficinas de su planta. Se aseguró de cerrar y de que el teléfono hubiera quedado colgado. Minerva la seguía con la mirada, divertida. Nunca la había visto tan nerviosa y esperaba con ansia a que soltara toda aquella tormenta que se desataba en su cabeza y de la que deseaba hubiera tenido alguna idea genial con la que le sorprendería. Finalmente, Noelia recuperó su asiento, se entretuvo en revolver el cajón de su escritorio, desenvolvió de un paño una vieja Luger del 22 y apuntó a la cabeza de su hermana quien todavía mantenía la sonrisa estirada cuando escuchó «Esta es mi respuesta y requiere sacrificios. Ahora sí que van a confundirnos».
El calibre era ideal en las distancias cortas. Mataba, era silencioso y manchaba poco. De hecho, el proyectil, probablemente, se quedaría alojado en la cabeza y sólo un par de hilillos de sangre buscarían recorrido por las sienes hacia las patas de gallo. A continuación, con desmembrar un paraguas y forrar la cabeza de su hermana para luego arrastrar su cuerpo a la nevera, previa retirada de las bandejas, subir la potencia, alojarla en el interior y atrancarla con una silla tendría el escenario limpio para poder continuar con el plan que había maquinado entre los vapores de la ginebra. Pero prefirió abrir su cartera y extender su contenido sobre la mesa. Luego procedió de la misma forma con la de su hermana. Tarjetas, notas, dinero pero lo más importante, doble documentación, doble identidad, mismos genes.
A la mañana siguiente, tras una noche en vela y sobrecogida de remordimientos, Noelia acudió a la Comisaría de Policía más cercana. Una hora más tarde la supuesta Minerva disponía de un carné de identidad nuevo, digital, pero con las huellas dactilares de Noelia. Poco antes del mediodía, en otra Comisaría distinta, la supuesta Noelia renovaba su viejo DNI tras denunciar su extravío.
Cinco meses más tarde en cuanto Noelia Caiñabel pudo borrar todo rastro del dinero que los Salazar le habían transferido con esa mueca avinagrada que la avaricia aprieta, se personó en el juzgado de guardia para denunciar la trama urdida por los seis hijos de Salazar Huertas aportando toda la documentación que demostraba su asesinato. Las detenciones de los herederos, incluida la suya, fueron inmediatas y el juicio, al cabo de dos años, se celebró condenando al completo a la familia Salazar, a su representante legal y quedando absuelta de todo cargo, pero con el mayor de los enfados por parte del tribunal, la señorita Caiñabel, dado que el sistema penal no podía condenar a una ciudadana a la que no podía identificar plenamente. Cierto que la policía judicial tomó inútilmente muestras de ADN y buceó en los archivos buscando los tarjetones de las hermanas Caiñabel, de cuando en las cartulinas figuraba un índice entintado con las prisas de la funcionaria de turno. Y aunque aparecieron los registros no pudieron contrastar las huellas puesto que la señorita Caiñabel, al igual que su hermana, alojada con todo lujo en algún lugar cómodo e ignorado del planeta, habían sacrificado un par de yemas por seguir siendo inconfundibles.