sábado, 26 de enero de 2013

El príncipe


      La lluvia arrecia contra los cristales del portal; te miras los zapatos, unos magníficos pero torturadores Bally de tacón de aguja. Vuelves a contemplar la inclemencia y tu vecina te sorprende pidiéndote paso. Te desplazas y ella se decide a salir. Repasas su calzado: botas de goma.
Se despide hablando a su cuello pero se detiene en el quicio. Se ciñe la gabardina, se cala un gorro, se ajusta las mangas y esgrime un paraguas, y, de inmediato, se sumerge en el aguacero bajo la tensa lona de varillas. Y la ves perderse calle abajo como un borrón de acuarela.
         Recuerdas que el espejo ha sido la única ventana a la que te has asomado durante una tarde de nervios. Siempre te pasa en las citas esperanzadoras. Una montaña de blusas, faldas y vestidos se han ido acumulando sobre la cama durante dos horas de descartes. Habías agotado todas las combinaciones posibles hasta que, en una segunda vuelta, has encontrado la camisa ideal para tu falda fetiche. Una prenda para nada extraordinaria, si acaso, atrevida, pero que cuenta sus puestas por éxitos.
         Tu compañera de piso y fatigas, Lucía, no está para asesorarte. Ella siempre atina con la ropa si le describes al tipo que te ronda, pero lleva unos días desconectada del mundo y te ves obligada a convencerte de que tu elección sería la suya.
Maquillarte te ha llevado su tiempo. Encontraste la semana pasada una sombra de ojos en las páginas finales de una revista, pero el ambarino color de los tuyos apaga el contraste y te da un aspecto trasnochado. Al final, has vuelto al colorete y al rímel de costumbre. Quizá te has perfilado un poco mejor la boca a pesar de un temblor inusual en tu mano. 
Entonces acudes al tocador de Lucía en busca de esos pendientes que te cede en las ocasiones especiales. Son como un talismán que aplacan tus dudas cuando tus dedos resbalan en un pellizco ante el hombre que te observa antes de acercarse. Revuelves sus cajones pero parece que esta vez pensó que ella los necesitaba más que tú. Lucía, siempre tan misteriosa, nunca hablaba de sus encuentros, pero los resumía con su sonrisa o con varias onzas de chocolate perdiendo la mirada por la ventana si la decepción la había abofeteado.
Aunque a tu hombre le conociste una madrugada de copas apenas tuvo tiempo de deslizarte su número, pero supiste al instante que era perfecto para ti. Por eso dejaste que durante una semana suspirara por tu llamada. Fingiste desinterés, dejaste entrever que tu atención simulaba la correspondencia de los educados. Y el picó queriendo derribar tu distante corrección, atribuyéndote modales de aristócrata. Te identificó como una princesa encubierta que había elevado su listón durante la juventud ante la ingente marea de pretendientes que la asaltaban. Es posible que te señalara como víctima de tu propia exigencia, ignorante sobre la realidad de los hombres. Pero que habrías descubierto la creciente aparición de las arrugas de los treinta, de la fuerza de la gravedad sobre las curvas, del esplendor apagado que tan solo resucita el maquillaje y la necesidad de un compañero fiel de sábanas y compromiso. Supuso que nadarías en un cierto halo de inquietud y que él sería el soporte que calmara y diera un paño a tus anhelos.
Querías impresionarle, que no dudara de tu atractivo, que apenas verte quisiera sustraerte de otras miradas; dominar las tuyas, alejarte de todo rival. Necesitaría desplegar sus plumas y que tú admitieras sentirte obnubilada, señalar su especial existencia. Esa era la razón de que renunciaras a modificar tu vestuario. Las estratégicas aberturas que mostraban tu balcón de lunares sugerían un camino tan apetitoso como vedado. Prohibición que nublaría la visión del más afamado de los donjuanes.
Por eso pediste un taxi a la puerta que te paseara hasta que la nube dejara de descargar su negrura. Entonces caminaste por el centro de las aceras, para refrescar tu ego buscando converger las miradas de los trajeados. Te interesaban las de los solitarios, más tímidas y por ello más sinceras. Las de los grupos eran bravuconas, tendentes al exabrupto, al piropo soez sin importar el esmero de la dama. Lo mismo les servían doncellas que recaderas con tal de propalar su hombría.
Apuntalada la inseguridad propia de las más bellas, llegaste puntual a los salones de tu cita. Él ya esperaba en un rincón, detrás de una mesa con un café hace tiempo agotado. Se puso en pie nada más reconocerte, e hizo gestos con la mano que rápidamente cesó por sentirse ridículo ante el vacío que representaban el resto de mesas.
Mientras caminabas sobre el ruido de los tacones, reconociste la expresión del halagado. Del que ve en ti más allá de tu femenina figura y siente el pálpito del comienzo de su propia familia.
Duda en recibirte con un beso, te retira una silla; nervioso, aparta su abrigo; pide por voz tuya tu sugerencia; memoriza el número de azucarillos, la nube de leche que demandas pensando en futuras citas, y, tras cruzar y descruzar un par de veces manos y piernas, luce su prosa atento a interrumpirla a tu más mínima intervención.
En una hora te ha confiado detalles de su vida que nunca ha confesado, ni siquiera a alguno de sus mejores amigos.
Pasado ese tiempo que te has marcado como razonable comienzas a escudriñar el escenario que os acoge. Dejas caer tu mirada hacia la loza, hacia el mobiliario que la sostiene, a los espejos, a las lámparas, a las alfombras. Recuperas en vistazos la mirada hacia quien te habla y compruebas que un asomo de desesperación se vislumbra en su tono. Empieza a dudar de su discurso, de su encanto, de aquel que llevó tus pies hasta él esa tarde de primavera. Entonces recurre a otros alardes y te invita a salir.
Sin descuidar su exquisita educación mostrada hasta el momento, te propone un paseo en su flamante deportivo.
Simulas desconocer la calidad de la máquina, pero el caballito rampante en el escudo del biplaza te acoge en un abrazo suave de un cuero superior, sin dejar de rugir su potencia por las curvas que te llevan hasta unas vistas que, nuevamente, finges desconocer. Él te ilustra con los detalles que el paisaje muestra tras la tormenta y, a modo de encantadora treta, te va señalando montes y valles, girando sobre sus pies con la pausa de un reloj hasta terminar apuntando a la mansión que se erige a tu espalda, su mansión.
Sientes que su seguridad aflora de nuevo. Sonríes a su sonrisa, que estira hasta un nuevo límite que no había mostrado hasta entonces. Forma parte de tu estrategia y te dejas llevar, de momento, por sus indicaciones, convencida de que no eres la primera a la que trata de engatusar mostrando el poderío al que sucumbe la frivolidad ante las excelsas posesiones.
Pero es el momento de cambiar la postura y, mientras te guía por sus jardines decorados por un laberinto de setos, sin dejar de hablar de la paz venenosa que aporta la soledad, miras la esfera de tu muñeca.
De nuevo el terror ensombrece sus ilusiones. Hábil como eres, le das un margen para que improvise una propuesta irrenunciable. Ésta parece no llegar y es el silencio el que invade vuestros pasos sobre la gravilla. Lo percibes descolocado y renuncias a excusarte con otras tareas que te apremian lejos de allí, y acudes a lo evidente: terreno inapropiado para tus tacones.
Él ve cómo una puerta se le abre y corre a ofrecértela. No vuelves a mirar el reloj y sí el mármol donde ahora pisan tus Bally como si fuera la alfombra para la que fueron creados.
La mansión cumple con las expectativas que augura su fachada y su interior sintoniza con la antigüedad que la fecha en el escudo labrado de su frontispicio. Cuadros, tresillos, lámparas y maderas. Todo parece mantenerse impertérrito como si un pacto con la vejez fuera posible con los objetos. Sin embargo, y en buena lógica, sólo las estancias próximas a la entrada principal mantienen esa personalidad, y, así, las subsiguientes van relegando lo vetusto hasta convertir los pasillos que les dan acceso en auténticas máquinas del tiempo, pues, una vez abiertas sus puertas, lo más moderno y minimalista surge, predominando el blanco como si abocara a una terraza ibicenca.
Ahora te observa con una nueva intranquilidad. No estaba en sus planes invitarte a sus aposentos, no, al menos, en el primer encuentro. Se considera un atrevido a pesar de que la sugerencia era tuya, y le cuesta referir nada personal a partir de ese momento, perdiéndose en catalogar los objetos que decoran sus vitrinas con el desdén de quien advierte superflua su conversación.
Con la delicadeza de una bailarina dejas resbalar por tus brazos el abrigo y lo dejas sobre el primer respaldo que encuentras. El gesto indica que te encuentras a gusto y su confianza resucita con un suspiro casi imperceptible. Duda en recogerlo, pero, finalmente, lo tiende por la puerta y un desconocido, alguien del servicio, se lo lleva con el mutismo propio de un esclavo de los faraones.
Cuando retorna te vuelve a observar pero teatralizas tu desatención mirando hacia la piscina que los ventanales reflejan azulando las blancas aristas del mobiliario. Reconoces que tu silueta a contraluz se ve recortada por encima de las telas que te visten, y te muestras de perfil para que tu busto resalte su elevada redondez a través el vapor de tu blusa.
Como si volvieras de un trance giras con gracilidad sobre tus pies y le miras directamente a los ojos, luego, toses; dos veces. Entonces, él, todavía fantaseando con tu esbeltez, repara en las bebidas. Vino, le propones, aunque reconoces que te marea con un rubor que manejas a tu antojo.
Recibida una botella y dos copas, da el resto del día libre al servicio y, tras un par de directrices más, te encuentra acomodada en el sofá de cuero blanco.
Corto de patas, banqueta de un palmo, obliga a tu falda a subirse, alargando tus piernas más de lo que el fino tacón proponía. Y él se arrima, se anima, y vierte el caldo sobre el ancho y fino cristal, que se maquilla de burdeos y resbala su densidad en un par de giros que aroman la burbuja de vidrio que lo atrapa.
Bebes, sonríes y bebes. Lo alabas y reclamas la botella fingiendo entender de añadas, vides y bodegas. En su contemplación, reorganizas tus anzuelos. Dejas que acabe el vino. Es el momento de  anunciar una retirada. Has ofrecido los suficientes encantos para que el cebo se atragante y permanezca una década, pero no tanto como para que ante la contrariedad implore y se humille, alejándose.
Te pones en pie cuando él deslizaba su cadera hacia ti aparentando apurar su copa. Él te imita. Reclamas tu abrigo y un taxi. Él recupera la prenda y se ofrece a llevarte. Aceptas.
La dura suspensión del deportivo parece ablandarse por los vapores del alcohol. Las curvas se suceden firmes como si fueran railes. Sus manos sujetan el volante y muestran el vello de sus muñecas, su reloj de acero, el blanco embozo de las bocamangas, sin una hebra que anuncie su desgaste. Su cuidada imagen refleja su solvencia, los algodones que le acogen. Está serio pero devuelve tus sonrisas en cuanto la sinuosidad de la carretera le da una tregua.
La lluvia regresa y emborrona el paisaje por tu ventanilla. La tarde muere y las luces de ciudad se asemejan a lentejuelas que se avivan por la velocidad. El azul reflejo de la piscina que decoró el vino reaparece ahora protagonizando el mosaico de gotas y parpadea con la misma intensidad con que tu galán decelera ante el control policial que atraviesa la carretera.
Ante la requisa del agente, tu caballero muestra sus credenciales y la documentación del vehículo. En su rostro se dibuja la preocupación. ¿Acaso era un farsante? No lo habías presentido pero reconoces la cara de los culpables cuando son sorprendidos.    Has compartido en tu juventud rancho con putas, carteristas y estafadoras. Conversado en el patio y escuchado confesiones que apestan a patraña en cuanto se alude a virtudes impropias de una frecuente de los hoteles de rejas. Tu misma abogaste por tu inocencia ante un foro de iguales y comprobaste la ridícula melodía que salía de tu boca. Te juraste no regresar y esmeraste tus manejos para no dejar rastro, para nunca más ser encerrada.
Eres una viuda negra. Enredas incautos, los seduces y desvalijas sus vidas cuando su confianza sueña subiéndote a los altares. Los adormeces con la mejor de las drogas: la atracción por lo prohibido, que convierte sus ilusiones por poseerte en una pesadilla al despertarse abandonados. Esa tarde habías lanzado el mejor sedal de tu vida. Aquel rico podría retirarte sin tener que firmar nada que te atara a él salvo una nueva denuncia con tu descripción.
Eres tan rubia como morena. Interpretas tan bien a una mojigata de la corte como a una perra de arrabal. Modificas tu acento y tus modales según la víctima parezca demandar. Pero empiezas a marchitarte y necesitas un buen golpe antes de que dejen de pujar por tus encantos. Tu príncipe de esta tarde prometía ser tu jubilación.
Pero el agente de tráfico regresa con un aparato. El soplido se repite en la furgoneta y el resultado ofrece una tasa de alcoholemia que obliga emparejar el reloj de acero con unos grilletes del mismo metal.
Antes de que se lo lleven, de que su cabeza sea guiada hacia la oscuridad de su encierro, se atreve a mirarte. Esperas vergüenza en la profundidad de sus ojos, sin embargo, de nuevo, es culpa, remordimiento.
Nunca antes un hombre te miró así. No creías en los flechazos, mucho menos en las relaciones, pero aquel tipo parecía  que se le fuera la vida sino permanecía a tu lado.
El agente te devolvió la documentación del vehículo, lamentó el arresto, de quien refirió como tu novio, y te interrogó sobre tu disposición a conducir.
Mostraste tu licencia y soplaste tu media copa que apenas hizo temblar los dígitos del alcoholímetro.
La perspectiva no podía ser mejor. Un Ferrari en tus manos y una mansión por recorrer sin ser molestada donde con uno solo de los cuadros de la entrada podrías comprar diez coches como el que trepidaba con cada pisotón de tus pies que te viste obligada a descalzar para poder hundir los pedales.
Las luces barrieron la fachada de la residencia con el último giro sobre la glorieta de gravilla. La lluvia ennegrecía aún más la vieja piedra pero su interior refulgía en tu memoria por tu reciente visita. Habías pensado durante el trayecto de regreso que tendrías dificultades para colocar los cuadros sin dejar rastro. Te los llevarías de todos los modos pero como sucedáneo de lo que esperabas encontrar.
El maletero del Ferrari era toda una contrariedad pues no dejaba de ser una guantera más espléndida que la que bajo el salpicadero en ese momento abrías para guardar la documentación. La curiosidad te llevó a leer el nombre completo de ese príncipe vespertino al que habías decidido apodar como el nuevo Conde de Montecristo. No encontrabas la relación pero sus apellidos te resultaban familiares.
Sacudiste la cabeza para centrarla en tu inminente asalto y al cerrar la guantera algo se cayó del interior, pero el leve brillo que produjo su desprendimiento pasó inadvertido a tu atención, pues tenías visita.
Detrás de ti estacionó un vehículo que el retrovisor delató cuando la luz verde de su techo volvió a encenderse una vez que su tripulante descendió y pagó la carrera.
Durante ese trámite, asumiste la derrota pero sonreíste ante la suerte de no haber sido sorprendida dentro de la residencia. Decidiste calzarte y en ese instante una sombra golpeó con los nudillos en la ventanilla.
La lluvia había deshecho su tupé pero tu Conde de Montecristo estiraba su sonrisa bajo el aguacero.
Ascendiste, sí, ascendiste del Ferrari con su ayuda, pues sus asientos tan bajos no eran los más recomendables para tu falda. Él recuperó sus llaves y, juntos, con su chaqueta como improvisado capote os dirigisteis a la puerta.
Por segunda vez en el día te arrepentiste de tu calzado, pues la maldita gravilla se había colado en uno de tus zapatos y tuviste que agarrarte fuerte a su brazo, mientras te interrogabas sobre cómo había conseguido librarse de los calabozos con tanta celeridad.
Parecía que era capaz de adivinarte el pensamiento pues una vez que os adentrasteis en el recibidor y la lluvia escurrida formó sendos charcos a vuestros pies, detalló la larga lista de contactos que podían influir para que su detención no constara ni en la libreta del agente.
Por primera vez en el día tu príncipe había abandonado su recato y parecía vanagloriarse de su poder. No te extrañó teniendo en cuenta el mal trago por el que había pasado y del que había salido tan airoso.
Te invitó a pasar a las sombras del salón mientras él se perdía por los pasillos en busca de unas toallas. Te sentaste en un butacón. La lluvia se había convertido en tormenta. Los rayos multiplicaban su fulgor en la enorme lámpara de cristales que presidía el artesonado. Los espejos multiplicaban la ira del cielo y despejaban la oscuridad de los rincones. Los truenos anunciaban rondar cerca de los jardines.
Descubriste una chimenea francesa e imaginaste encontrar el abrigo a los pies de una hoguera sobre una manta de lana con el abrazo de tu anfitrión como mejor respaldo.
La recreación de esa escena romántica despertó todas tus alertas. ¿Te estabas ablandando? Estaba claro: dudabas. ¿Por qué huir con una parte de todo aquello si podrías disfrutar de ello de por vida? No te podías creer que pudieras estarte planteando vincularte a aquel desconocido al que, diez minutos antes, pensabas desvalijar como de costumbre.
Te pusiste en pie para pasear tus aturdidas contradicciones cuando, de nuevo, sentiste la incomodidad en tu zapato. Lo sacudiste y escuchaste caer la molestia sobre el mármol. No era una piedrecita, pero hasta el siguiente resplandor no localizarías tu martirio.
Con el siguiente rayo lo encontraste, el posterior lo definió, con el tercero lo reconociste. En el cuarto descubriste a tu Conde en un reflejo, en el siguiente ya te estaba estrangulando al tiempo que te susurraba que Lucía se asustó en el coche y tuvo que improvisar su muerte. Peleó como una gata, dijo. Allí perdió su pendiente talismán, ese que ahora resbalaba de tu mano según el aire te iba faltando. 
Habías conocido a un príncipe, a tu príncipe, pero de las tinieblas.

domingo, 20 de enero de 2013

Cosas de familia


      Ramiro Calatrava nunca tuvo suerte, bueno, en cierto modo la tuvo, pero esquiva. Que se casara con la más guapa de la región una mañana de agosto pudiera parecer lo contrario; pero que sin llegar a consumar el sacramento del matrimonio, sorprendiera, la misma noche de bodas, a su mejor amigo ocupando el sitio que le correspondía entre las piernas de su esposa, definía, sin ninguna duda, su fortuna.
No esperó al alba de aquella aciaga noche y de madrugada acudió a la hacienda de su recién estrenado suegro tirando del brazo de la pérfida, quien todavía olía al perfume del adulterio, con el cabello enmarañado por los bucles de la pasión desenfrenada y los senos alborotados libres del cordaje de su corsé.
El padre, un cacique con una legión de brutos como consejeros, escuchó atentamente a su yerno; mandó llamar al cura, le consultó, y, tras una hora de deliberación, hizo sacar de la cama al canalla que había desflorado a su hija y llevarlo a su presencia.
Antes de que el gallo cantara Ramiro había dejado de ser un cornudo para convertirse en un soltero con la nariz partida, encontrarse sentado en el frío banco de la estación y verse escoltado por dos vaqueros que garantizaran que había tomado el primer tren de la mañana sin ninguna intención por regresar. Para ello certificaron la despedida con sendas patadas en las costillas que tuvieron al joven doblado durante la mitad del trayecto en el mismo pasillo donde lo dejaron. Postura que mantuvo hasta que el revisor hurgó en sus bolsillos y, al no hallar billete, con la ayuda de un mozo, lo dejó en el andén de mercancías de la primera parada en que la locomotora se detuvo.
De este modo, en un tiempo asombroso, Ramiro había perdido a su mejor amigo, a su esposa, la dote, su casa donde residió desde niño y la rectitud de su nariz.
En el mugriento lavabo de los guardagujas, frente un espejo moteado de óxido, palpándose su tumefacto rostro, con las lágrimas del deshonor recorriendo sus maltrechas mejillas, juró vengar la afrenta y dar su merecido a todos y cada uno de los personajes que habían intervenido en su desahucio.
Con el otoño alfombrando de hojas la capital donde encontró refugio —en una pensión sin licencia—, una vez repuesto de la paliza buscó fondos para su venganza. Cursar el arte de la esgrima o el manejo de las armas de fuego eran disciplinas reservadas para bolsillos acaudalados, así que envió misivas a familiares y amigos con el fin de recaudar lo suficiente para, al menos, disponer de un florete y un pistolón con los que iniciarse y, de paso, pagar la renta de su destierro. Por respuesta recibió la visita de los dos vaqueros que, sin ninguna reverencia previa, patearon la puerta como calentamiento y volvieron a desalinearle las costillas, hundirle la nariz al ras de la dentadura y dejarle cojo de por vida.
A la semana de la paliza, comenzaron a llegar las cartas repletas de excusas escritas con el pulso irregular que da el miedo; todas, menos una que mostraba una caligrafía resuelta. La firmaba su tío, el de las montañas, quien no solo le confiaba su apoyo sino que le prometía el envío de un paquete con un singular objeto como regalo que «le ayudaría en su cruzada».
Y al mes llegó. Por el tamaño supo que ningún arma conocida podía caber en aquel envoltorio y la decepción se dibujó en sus cejas. Postrado en el camastro que adeudaba, en una habitación con más humedad que una playa, mirando a los desconchones del techo que, según el ánimo, parecían formas de ángeles o de demonios, se encontró sujetando en sus manos un silbo de madera el cual, dadas sus lesiones, era incapaz de hacer sonar. La nota que lo acompañaba decía así: «Tiene su magia pero deberás descubrirla. Úsalo en el momento preciso en que lo necesites».
El silbo durmió en un cajón de la mesilla hasta que abrieron una fábrica cerca del río. La afluencia de inmigrantes demandó alojamientos y, la casera, barruntando el olor rancio del cuero que envuelve las monedas, desplazó su piedad por el maltrecho huésped y le puso en la calle.
Con los bajos de los puentes repletos de familias en busca de la prosperidad que anuncian las ciudades y que se torna en forma de chatarra y basura, Ramiro, famélico como los perros con los que pleiteaba por los mismos desperdicios, resolvió regresar a su casa buscando la paz que da una muerte segura en cuanto su llegada fuera descubierta. Sin un plan ni fuerzas para acometer la más improvisada de las tretas, tras un viaje de polizón en un tren correo, se presentó en el umbral de su propiedad cuando los grillos cantaban a la luna.
Lejos de encontrarla desolada, la noche descubrió las luces en sus salones y propagó las risas que provenían de su interior. Carcajadas de enamorados intercaladas entre voces que reconoció pertenecían a los causantes de su ruina. No solo era un cornudo y un apaleado sino que le habían usurpado sus posesiones.
La rabia le llevó al cobertizo. Allí colgaban guadañas, hoces, cedazos y horcas. Se imaginó a la pareja ensartada como una brocheta en alguno de los múltiples artilugios que la siega precisa para su almacenamiento y recolecta. Pero un saco repleto de grano desvió su atención y el hambre se antepuso aplacando su cólera hasta tal punto que, una vez saciado, prefirió dormir mientras soñaba con el útil afilado con que iniciaría el desagravio al cabo de unas horas.
Por primera vez en mucho tiempo despertó sin los rugidos del estómago golpeando sus paredes. Los pájaros trinaban al sol que refulgía sobre la escarcha. La tierra despedía el aroma fresco del arado. Los cencerros en el corral, al otro lado de la finca, agitaban el entusiasmo ante un nuevo día de pastos. Ramiro acercó su cara a las rendijas por donde entraba el amanecer y descubrió a los vaqueros, por primera vez, trabajando en las tareas propias de su oficio sin mostrar los rudos modales que su cuerpo había comprobado.
La ventaja de la nocturnidad había desaparecido, y aunque a su cadavérica presencia añadiera la guadaña, dándole un aspecto fantasmal y aterrador, a la luz del día, la estupefacción de sus víctimas duraría un instante, el justo para que, tras un par de pestañeos, le reconocieran y tuvieran tiempo de prevenirse.
En esa estrategia meditaba desde su escondrijo cuando descubrió al que fuera su amigo tomando asiento en la terraza junto a un juego de café. Parecía mantener una conversación con alguien que permanecía en las sombras mientras extendía al frente el diario y repasa los titulares. Ramiro echó un vistazo hacia las cuadras. Los vaqueros se encontraban ocupados con las bestias. Puede que esa fuera su oportunidad. Su amigo traicionero le daba la espalda y veinte metros de césped les separaban.
Al final optó por la hoz. Cogió aire, deslizó el pasador de madera con lentitud y abrió la puerta. La claridad del día se vio aumentada por el reflejo de los ventanales y la blanca fachada, y tuvo que sombrearse la mirada con la mano libre. Sin embargo, puedo ver con nitidez a la que fuera por unas horas su esposa acercándose a la mesa del café. Su esbelta figura había perdido el esplendor que mostró el día de su boda y ahora lucía las redondeces inequívocas de una preñada.
La sorpresa fue tal que sus pies recularon los pasos dados y se vio de nuevo metido en la pequeña cabaña. El viento que agitaba las copas descendió para cerrar la puerta y el mundo exterior de Ramiro quedó cegado de nuevo a las rendijas.
El saco fue mermando al mismo tiempo que los cabellos de Ramiro crecían greñudos. Nadie parecía tener interés en lo que encerraba el cobertizo hasta que el verano dictara que era tiempo de cosecha y fueran necesarios los útiles que albergaba.
Durante esos meses, Ramiro aprovechaba la oscuridad para espiar la hacienda, aprovisionarse de agua y vaciar las suyas menores. En sus idas y venidas de murciélago pudo escuchar que el alumbramiento se esperaba para mediados de abril. Para la segunda noche siguiente al parto, esa que el cansancio agota y sumerge a los padres en el más profundo de los sueños, actuaría ascendiendo por la parra hasta los aposentos donde dormitaban, rebanaría los cuellos de aquellos infelices con la vieja hoz y se llevaría a la criatura, que abandonaría en el convento sito junto a la estación de trenes, donde, a eso de las cuatro de la mañana, el expreso del Norte realizaba una parada técnica que aprovecharía para esconderse y alejarse para siempre de la tierra que le vio crecer.
Y llegó la noche. Ramiro conocía cada rama de aquella vieja parra, las hendiduras de las paredes y los defectos de las ventanas. De mozo se descolgaba cada noche de verano para encontrarse con los amigos para jugar a escaramuzas por el cementerio y en las casas abandonadas del pueblo. Con la hoz ceñida a la espalda por una tira del saco inició el ascenso. No llevaba metro y medio de escalada cuando supo que sus barbas y melena se enredaban cada vez con más frecuencia hasta que, llegado un momento, tuvo que emplear la hoz para liberarse, pues era incapaz de moverse sin sentir que se desollaba.
A tres metros del suelo, sujeto por una mano a una rama, no es el lugar ideal para iniciar el afeitado pospuesto durante meses. Aún así, Ramiro se trasquiló todo lo que el equilibrio y la afilada herramienta le permitieron. La maniobra le liberó y consiguió dar alcance a la ventana deseada, pero cuando quiso adentrarse la hoz cayó al vacío.
El estrépito del metal rebotando contra la piedra despertó al servicio. Reunidos en camisón alrededor del objeto, portando faroles que apuntaron hacia las sombras, descubrieron una suerte de mechones anudados que la leve brisa iba dejando caer a sus pies. Tras un debate ante el extraño suceso, que el frescor de la noche limitó a quince minutos, la comitiva en ropa de cama decidió recogerse y posponer las conclusiones para la mañana siguiente. Mientras tanto, Ramiro escondía su figura tras las cortinas y respiraba a sorbitos su azoramiento, preocupado porque el alboroto despertara al matrimonio de traidores o al bebé que yacía en una cuna junto a la alcoba.
Desprovisto de toda arma, recorrió la penumbra en busca de un objeto que supliera al perdido pero no halló nada que le permitiera acometer el asesinato con la cautela que otorgan los metales bien afilados.
Golpear con un candelabro despertaría la cabeza que le restara por quebrar, aparte, el presente era de siete brazos, pesaba un quintal y le llevaría un buen rato despegar los cirios pegados al soporte por decenas de mechones de cera. Entonces reparó en la tira de saco que ceñía su cintura, pero cuando ya tenía decidido emplearla para estrangular, las dudas le surgieron sobre con quién era mejor comenzar. El marido era un enemigo formidable dada su corpulencia, pero sus ronquidos eran legendarios y, cuando bramaba, ni las salvas por un rey eran capaz de despertarle. Sin embargo, un movimiento, un pataleo, una convulsión le desvelarían de inmediato. Ella en cambio… e intentarlo la siguiente madrugadas, incluso meterse bajo la cama, pero estaba harto, cansadoGolpear con un candelabro despert, ella acababa de abrazarse a él y apoyaba cuello y cabeza sobre su hombro. ¡Imposible!
Ramiro pensó en regresar e intentarlo la siguiente madrugada, pero la comitiva de los camisones se había abrigado y de nuevo rondaba por las raíces de la parra. Para colmo, escuchó unos pasos acercándose al aposento y una lámpara ganaba brillo bajo la puerta.
Como al principio, podía haberse refugiado tras las cortinas, incluso meterse debajo de la cama, pero estaba harto, cansado de esconderse. Fue entonces cuando recordó el silbo de madera y la leyenda que lo acompañaba: …«Úsalo en el momento preciso en que lo necesites».
Hurgó en los bolsillos, lo encontró y se lo llevó a la boca. Y sopló con todas sus fuerzas, sopló hasta que sintió que perdía el aliento, y no dejó de soplar a pesar de que sus costillas parecían volver a cambiar de sitio y un penetrante olor a vaca inundaba la estancia. 
Y en ese mismo instante se preguntó porqué nunca sus padres le hablaron de ese tío suyo de las montañas.

jueves, 10 de enero de 2013

La tienda de antigüedades


         La campanilla sujeta a una lámina de caracol, y ésta, a su vez, al techo, no había sido advertida y, al repicar, sumió en la palidez a aquel par de mozalbetes que cruzaban el umbral de la tienda con las piernas llenas de dudas. Al siguiente paso, cuando la puerta se cerró tras ellos, vieron sus hombros unirse como siameses, tentados a darse un abrazo, ese que el miedo concede y que, pasado el respingo, ridiculiza el fugaz agarre y lleva a la suelta inmediata por ese orgullo de los machotes. En la penumbra del recinto, el pasillo que los recibía no era tal sino que la suerte de antigüedades apiladas, a uno y a otro costado, iban creando en su caos nuevos senderos por donde poder acercarse para contemplarlas, no sin el debido cuidado para evitar el descalabro de su hacinamiento. De algún modo, algo más inteligente, el propietario de aquella tienda había tomado la sabia decisión de dispersar los objetos más voluminosos hacia los rincones. Pero por la cantidad de polvo que acumulaban, su disposición sonaba a un esfuerzo consumido en los inicios y abandonado como las civilizaciones extintas que representaban algunos de los más deteriorados. Así, una cuadriga en deplorable estado se distinguía frente a una calesa que ocupaba buena parte de la pared contraria, como si entre ambas obrara un espejo afectado gravemente de esquizofrenia. No obstante, parecía que las nuevas adquisiciones como un carrillón, un soldado de terracota, un oso disecado y un gramófono descomunal, huérfanos de rincones, habían sido dispuestas en el centro con desidia y angostaban el ya de por sí estrecho paso. Los tres remolinos del pelirrojo le hacían parecer más canalla y decidido, pero fue el moreno el que balbuceó un hola al silencio que la campanilla había dejado de quebrar. Tras dos saludos más, y el vacío como respuesta, con el recelo más templado, decidieron explorar e ir enredando con los objetos que la curiosidad les llevaba a sus manos. Tratando de descubrir mecanismos insólitos, presionaban artesonados que la literatura de aventuras siempre señalaba alrededor de las reliquias como puertas ocultas hacia un tesoro mayor. Y como chuchos con sus amos en cada zancada que les aleja, a medida que se iban separando, el par de jóvenes se lanzaba fugaces vistazos mientras continuaban con sus pesquisas tratando de dar con el objeto más fantástico o extraño. Cuando creían haber dado con uno singular, llamaban la atención del otro, quien, arrugando la barbilla, indicaba su desaprobación y no tardaba en replicar mostrando otro de su elección, obteniendo la misma mueca de desagrado. Cuando alguien penetra en la tienda que siempre miró con recelo desde niño, y que mientras el barrio crecía y se modernizaba, comprobaba, desde la distancia que obliga el respeto, cómo esa imagen fúnebre del escaparate se mantenía tan luctuosa como un responso a pie de tumba, no deja de mostrar cierta prevención hacia lo inesperado por si aquellas fantasías de la infancia, sobré qué podía estar ocurriendo en aquel sombrío interior, acabaran por convertirse en realidad. Quizá por eso, a medida que se acercaba al muñeco de la casaca de lentejuelas, que descubrió inmóvil junto a una alacena repleta de relojes de bolsillo, supo que el brillo de los ojos de aquel rostro varonil, coronando unos hombros con charreteras doradas, eran tan real como la voz con la que le dio la bienvenida. Tartamudear no era la mejor manera de defender la visita, ni tampoco el desparpajo con el que durante media hora aquellos mozos se habían regalado alterando el desorden que, el joven de la casaca se empeñó en contrariar y definirlo como el reposo de su colección de recuerdos; mostrando, al mismo tiempo, una sonrisa que afilaba sus bigotes engomados mientras iba describiendo la historia que rodeaba a cada una de las piezas removidas. De este modo, una por una fue datando su hallazgo y la vivencia que la acompañaba, los peligros que hubo de correr para adquirirla o la casualidad relajada que la destinó a sus alforjas, o la deuda que cubrió y que le llevó a formar parte de sus pertenencias. Esta vez el pelirrojo se atrevió a la réplica confiado en la buena presencia y sutiles modales del joven, y pujó por la bola de cristal que su mano mostraba al propietario. En su interior, una barca con las cuadernas abiertas contra una roca, hacía de pedestal de un marino erguido como un mástil y que observaba el horizonte a través de un catalejo de latón. ¿Por qué habría de renunciar a un trozo de mi vida?, advirtió el joven señalando la bola para, acto seguido, apuntar con un bastón que sacó de la nada hacia una barca con los mismos desperfectos que el diorama. ¿Acaso me venderías una parte de ti?, propuso. ¿Estaríais dispuestos a renunciar a una porción, a un breve instante de vuestra corta vida?, insistió, señalando con su bastón y llegando a tocar las frentes de aquellas enmudecidas cabecitas boquiabiertas. El moreno codeó a su compañero cuando éste también lo pretendía, y sus huesos chocaron, y tras dejar que el instinto les llevara a frotarse el agudo dolor, recordaron que esa era la señal convenida para salir corriendo sin mirar atrás. El joven de la casaca supo identificar el lugar exacto de los tropiezos que la pareja de mozos acumulaba en su estampida. Finalmente, la campanilla se escuchó junto al cimbreo del cristal tras el portazo. Hasta no ganar la esquina sintieron que sus piernas no tocaban el suelo, que ni siquiera les faltaba el aire pues el miedo había oxigenado su carrera y puesto alas a sus pies. Una vez que se sintieron a salvo, el moreno asomó la nariz hacia la calle de su fuga para asegurarse que no eran seguidos, y fijó su mirada en el oscuro escaparate. Todo seguía igual, como siempre. Y entonces recordó aquella semana de varicela, cinco años atrás, con dos almohadas por respaldo y por todo entretenimiento un par de tebeos cien veces releídos y las vistas desde la ventana. En aquella ocasión de aquella tarde del pasado, fueron tres los chavales que salieron de la tienda de antigüedades del mismo modo urgente que su amigo el pecas y él acababan de imitar. El pecas le interrumpió esos recuerdos entregándole la bola del marinero y excusándose con que tenía deberes por terminar, que ya quedarían cuando se le hubiera pasado el susto. El moreno, con el mismo destemple, aceptó con desgana el obsequio de cristal, volvió a asomar su nariz por el recodo pero esta vez miró hacia las ventanas del vecindario. Y de entre todas ellas pudo distinguir a una niña que, con su aliento, empañaba el cristal y parecía depositar sus asombrados ojos en los de él.
         La harapienta estampa con que regresaron a sus casas no pasó inadvertida para quien se encarga de la lavadora y la reprimenda fue el primer plato de la cena. Llegado el padre hubo reunión de progenitores en el pasillo. La puerta de la cocina no impedía en la casa del moreno que el berrinche de su madre se escuchara con nitidez. Fue entonces cuando en su alteración nombró el objeto encontrado entre las ropas de su díscolo hijo. No hubo más palabras. El ruido de los cubiertos fue toda la conversación durante el resto de la cena y las cabezas gachas el menú elegido. Terminado el postre y solicitado el pertinente permiso para levantarse, aceptado con un gesto leve de cabeza, el moreno se retiró a su cuarto y se dispuso a contemplar la luna que recortaba los tejados mientras esperaba en el borde de la cama a que el sermón entrara por la puerta junto con una sanción en forma de toque de queda a la salida del colegio. La claridad del astro de la noche incidía en la tienda de antigüedades, pero como si se tratara de un agujero negro parecía absorber todo reflejo y daba la sensación de desaparecer de la fachada. En esa reflexión meditaba el chaval cuando su padre depositó su mano en el hombro antes de sentarse a su lado. Ningún niño es capaz de merodear una casa abandonada y no soñar con que la explora, refirió.  La tienda posee esa atracción y así debe seguir siendo. Mañana, a tu regreso del colegio, devolverás la bola de cristal. Déjala en la entrada, será suficiente, la campanilla advertirá tu gesto, añadió. Esa noche, después del beso en la frente, antes de que le invadiera el sueño, en su cabeza se ordenaron todas las sorpresas del día y, al hilvanarlas, sintió el placer de la responsabilidad al saberse parte de un secreto y de una tradición. Y pensó en la niña de la ventana, y en aquellos otros niños del barrio que, un buen día, reunirán arrestos y se someterán al terror del repicar de una simple campanilla y a un hombre amable rodeado de recuerdos, esperando.