domingo, 24 de marzo de 2013

Seis


         Desde la muerte de su padre, cada segundo miércoles del mes, Maicon Salazar De Orantes, brillante abogado y nuevo socio del prestigioso bufete Brits & Churruca, llamaba a la puerta de la vetusta mansión del número quince de la avenida de Los Parques. Enfundada en su bata de ositos tuertos, Noelia Reverte, su anciana tía, le recibía dándole la espalda para no perder tiempo en regresar al sofá. Por el pasillo excusaba sus modales cavernarios argumentando el calor que perdía su acomodo si se demoraba.
          —¿Qué serán esta vez, diez minutos? —preguntó con la desgana habitual mientras se ajustaba la manta alrededor de las piernas—. Al menos, apagarás ese teléfono tuyo del demonio —añadió con un amago de tos.
         Maicon sonreía al tiempo que miraba el reloj. Tomó asiento en el tresillo que presidía la estancia, desabrochó su chaqueta, que estiró por los faldones, aflojó el nudo de su corbata y cruzó una pierna sobre la otra como un violinista. Tenía una reunión dentro de una hora y casi la mitad la emplearía en desplazarse. En quince minutos debía estar arrancando su coche.
Dispuesto a que el tiempo transcurriera representando ser una mera compañía, sus dedos tamborilearon sobre el apoyabrazos mientras escudriñaba, una vez más, un salón que seguía teniendo, en el mismo sitio y con la misma cantidad de polvo que cuatro décadas atrás, una rancia colección de reliquias. Así: jarrones, candelabros, tres relojes de pared, mil libros, media docena de retratos y un par de cortinas componían la escena. Nada había cambiado en su mísera quietud salvo las sombras que la luz del mirador proyectaba. Tribuna desde donde la octogenaria pasaba las horas fiscalizando toda vida que husmeara en sus umbrales salvo que el sueño le venciera a cabezadas.
Ambos reconocían que esas visitas eran parte de una serie de promesas que obligó a jurar el difunto Serafín Salazar a su hijo, y, como todo acto social forzado en la desgana, el silencio predominaba hasta el punto de que los presentes temían que sus pensamientos llegaran a ser audibles.
Quizá esa fuera la razón por la que Noelia decidió contar su paseo de la mañana y que tanto la había atribulado.
—Estuve en su tumba. No es que fuera mi intención, pero me pillaba de paso y la eché un vistazo. Quién sabe, puede que algún día me anime y le ceda algunas de las flores que llevo a tu abuelo. Y eso que tu padre no las merece porque siempre fue un golfo, aunque nadie en casa lo supiera; bien se encargó tu abuela de…Pero, en fin, parece que alguien más, aparte de ti, le estimaba ¿Quién sino le habría puesto una corona de magnolias?
—¿Una corona?
—Sí, con la forma de un seis y un dibujo de un asterisco o algo parecido. Sin dedicatoria.
Maicon detuvo su traqueteo al tiempo que su boca se abría como un apopléjico.
 —¿Sabes quién ha podido ser? —continuó indagando la anciana—. Pero para qué te pregunto nada. Seguro que alguna lagarta chocha, de esas que mantuvo a promesas y todavía le llora… ¿Cómo se llamaba aquella? La peluquera… Pero… ¿Maicon?
El socio de Brits & Churruca, el azote de los fiscales, el nuevo soltero de oro de la ciudad tuvo que caminar deprisa hasta ganar la esquina y vomitar sin que Noelia Reverte le viera.
Mientras las arcadas se sucedían y el sudor perlaba su rostro macilento, rememoró sus días de universitario. Recordó la tarde en que una carta filtrada entre sus notas le citaba de madrugada en la profundidad del bosque. Al poco, comenzaron los ritos de iniciación, nuevas reuniones, el compromiso, el juramento y, finalmente, la revelación de la identidad de los otros cinco miembros de la sociedad secreta en la que acababa de ser aceptado y a la que pertenecería hasta el final de sus días. Pero si algo recordaba de ese proceso era la prueba de admisión, la que desnudaría el alcance de su entrega. Cautivado por el ofrecimiento, por pertenecer a la élite intelectual del país, aún desconociendo el reto, no tuvo dudas y aceptó a ciegas la propuesta.
No había día en el que lamentara haber participado en lo que, ahora estaba convencido, nunca fue un accidente, ni siquiera una prueba, sino un crimen premeditado.
La sociedad secreta de la Puerta Giratoria fue conocida por sus metas imposibles. Se supo de su existencia por los desajustes propios de los comienzos, en los que el sigilo claudicaba ante la presunción, ante la necesidad de contar la intervención sobre actos que para el resto parecían casuales a pesar del asombro que producía su acontecimiento. Solventadas aquellas primeras filtraciones con la expulsión del díscolo y establecida una mayor severidad en la futura aceptación de miembros, se decidió que como única área de influencia en los propósitos de la sociedad se determinaba el campus en su geografía y el rigor académico en su alcance.
Sin embargo, cuando todos sus componentes se licenciaron decidieron ampliar su imperio por donde quiera que sus avatares profesionales les llevaran, con el único afán de repercutir con sus donaciones en la cultura y formación de los jóvenes. Con una salvedad, convinieron que, al menos, uno de ellos debía continuar vinculado a la universidad, para, por un lado, asegurarse la sustitución de los miembros ya fallecidos con savia de idéntica calidad, y, por otra parte, que su doctrina, el lema fundacional, perviviera en las generaciones venideras.
Con la muerte de uno de sus integrantes, Maicon fue admitido cuando la sociedad acababa de cumplir treinta años desde su institución. Y aunque por estatutos nadie representaba el papel de maestre, la voz cavernosa del albacea, la seguridad de sus indicaciones y la personalización de su discurso recogía, por los gestos de los restantes, la admiración y el respeto innegable de un líder, y llevó al joven Maicon a considerarle como el guía necesario que orientara su iniciación.
Secado el sudor con la corbata; moteados los zapatos con restos del desayuno, Maicon, tratando de recomponerse, había descubierto hasta la nausea que nunca había pertenecido a La Puerta Giratoria.
Anuló la reunión y se dirigió a la universidad.
Con los mismos modales de su tía, irrumpió en el despacho del decano. A un gesto con el mentón de su titular, secretario y claustro abandonaron la estancia y trasladaron la reunión a otra sala. Decano y abogado quedaron solos, pero antes de que este último soltara sus razones, el académico descolgó el auricular, marcó un número y dijo un lacónico «lo sabe» con su característica voz cavernosa.
Esa misma noche, Maicon acudió el primero a la convocatoria extraordinaria de La Puerta Giratoria en el lugar de costumbre: una cabaña del servicio forestal que el Ministerio desconocía de su existencia por el carácter privado de los terrenos, pero que se disfrazó con esa argucia para que la propiedad creyera de su legítima ubicación ignorando que la normativa les excluía. Ni unos ni otros conocían la superchería de aquel emplazamiento.
La puntualidad era una premisa y a pesar de los compromisos y las altas responsabilidades de todos los miembros, la sociedad secreta estaba por encima de toda deuda. Sin embargo, llegada la hora, las luces de un sedán se apagaron y mostraron la silueta de un solo tripulante: el decano.
La cabaña disponía en su interior de una mesa y seis sillas de madera tan simples como los dibujos de un niño; un par de catalíticas para el invierno y el mismo número de ventanas para que en el verano se colara el frescor del hayedo que la rodeaba. Maicon había retirado la suya pero prefirió esperar de pie.
Cuando la puerta se abrió Maicon reconoció el brillo sucio del acero pavonado de una pistola. En sus inicios como penalista otras réplicas numeradas con carteles encordados figuraban como pruebas contra sus clientes. Examinarlas era una parte fundamental para buscar vías de exculpación. Reconocería una auténtica por muy tenue que fuera la luz, pero a pesar de la penumbra lo preocupante era que quien la blandía proyectaba la mirada de alguien acostumbrado a su manejo y a solventar esos asuntos sin pestañear.
—Me utilizaste, y viendo que acudes solo supongo que también al resto.
—Mi querido Maicon. Te sobreestimé, pensé que lo averiguarías antes, pero en cuanto a los demás, nunca me preocuparon. Sólo tú eras familia de un auténtico miembro de La Puerta Giratoria. Condición que, como bien sabes, solo se averigua cuando en su tumba se deposita una corona de magnolias con el símbolo de la sociedad secreta y con la forma del dígito que representa el número de quienes la integran.
—No lo entiendo, entonces ¿por qué me aceptaste si conocías mi parentesco, por qué creaste una sociedad paralela con idéntico nombre? Podría, podrían haberte descubierto.
—Eras perfecto, muchacho. Una lumbrera en derecho penal que conocía las consecuencias carcelarias de su crimen y que en su día a día, en los juzgados, reforzaría su idea de olvidar que siendo un estudiante participó en el supuesto accidente que se llevó la vida del anterior decano. Además, eras el hijo de quien me expulsó, de mi enemigo. Lástima que tu padre muriera antes de lo previsto, tenía otros planes para consumar mi venganza y tú eras el resorte que me facilitaría su desesperación. Con respecto a suplantar esta sociedad, era lo más sencillo para mí después de haber formado parte en sus inicios. Su carácter de secreta y su reconocido prestigio me ahorraban muchos esfuerzos. Nadie se preocupa en proteger una identidad que considera a salvo porque, sencillamente, no existe, y lo que menos espera es que pueda ser suplantada. Fue muy fácil enredaros.
—¿Y todo esto para ser el decano? Desde que esta tarde descubriera la farsa supe que la sinrazón nos dominaba, pero ahora que confiesas tu despecho, ciertamente, eres un loco y un idiota.
El académico se mantuvo en el umbral a media sombra y a media luz, y a media docena de metros del abogado.
—No te malgastes buscando alterarme. Estimo tus esfuerzos y tengo en buena consideración tu inteligencia, y espero de ella que te haga comprender el motivo de este encuentro. Muerto tu padre ya no es necesario mantenerte en la ignorancia. No obstante, me decepciona que todavía creas que mi puesto en la universidad es la razón y no el medio. En cuanto al arma no es más que un freno a tu ira, para evitar que tu frustración te incline a golpearme. Ahora bien, no tengo ningún inconveniente en llenarte el cuerpo de plomo. Me eres útil pero prescindible.
Maicon reconocía que incluso en ese preciso instante, a pesar de sus ganas por arrojarse al cuello del decano, seguía siendo un pelele, una marioneta manejada al antojo de un hombre que en una mano tensaba su equilibrio y en la otra, escondía unas tijeras.
—Y ahora, ¿qué?
—Sigue con tu vida como hasta ahora. No dejes de asistir a nuestras reuniones, cumple con el lema fundacional e interpreta a ese joven abogado íntegro que ocupa portadas, pero no olvides que tu carrera siempre puede derrumbarse si la verdad sobre la suerte de mi predecesor se descubriera. Tengo documentos que lo prueban. Los fiscales se frotarían las manos de saber que ocupas una plaza en el banquillo de los acusados.
Dicho esto dio un paso atrás y las sombras de la noche engulleron la amenaza, y por todo rastro de su visita quedó el ruido de un motor alejándose y un abogado sumido en las penumbras del incierto porvenir.

A la mañana siguiente la policía aporreaba la puerta de un lujoso ático, leía los derechos a su somnoliento inquilino, le mostraba una orden de entrada y registro, y en compañía de la secretaria del juzgado y de dos testigos procedía a incautarse de todo documento que pudiera servir como prueba de un delito contra el patrimonio y el orden socioeconómico.
Un poco más tarde y en el juzgado de guardia, el fiscal jefe se sorprendió al encontrar a Maicon Salazar De Orantes en el lado contrario de la mesa escoltado por dos inspectores de policía. Sus ojos chispearon ante la novedad y quiso conocer de primera mano las razones.
—¿Problemas con la justicia? —interrumpió el fiscal.
—Más bien con las injusticias, yo soy el agraviado —matizó Maicon.
El fiscal giró su cabeza ante los documentos que la mesa ofrecía. Leyó parte de las diligencias y de nuevo se enfrentó al abogado.
—Te deseo mucha suerte. ¿Te representará tu bufete?
—No, es cosa mía. Voy por mi cuenta.

Al año se celebró el juicio y quedó demostrada la culpabilidad del imputado. La acusación particular demostró, gracias a los testimonios de los cinco perjudicados y a la documentación habida en el domicilio del detenido, que una gran parte de las donaciones destinadas a la universidad, y aportadas por cinco ciudadanos de reconocido prestigio, como así los definió el tribunal, habían sido desviadas por el decano a unas cuentas a su nombre en un paraíso fiscal. La sentencia le condenó a cinco años de prisión y a la inhabilitación para ejercer la docencia o cualquier cargo relacionado con esa profesión.
Pero fue al mes siguiente de la detención del decano, mientras éste permanecía en prisión preventiva, cuando, cumpliendo con su promesa, Maicon Salazar De Orantes visitó a su tía Noelia en el número quince de la avenida de Los Parques. Previamente, gracias a la libre circulación por los juzgados, que su condición de reputado letrado le otorgaba, se había deshecho de una agenda del decano que le comprometía con cierto pasaje luctuoso de su juventud y que nadie echaría en falta en relación con los hechos que se juzgaban, salvo el reo.
La anciana le recibió con el mismo destemple de costumbre, sin embargo, algo había cambiado en el escenario desde su última visita y no acertaba a adivinar el qué. La bata seguía siendo de ositos tuertos; el sillón, el mirador, el tresillo, los jarrones, los libros, los candelabros, los retratos… Todo parecía igual y lo cierto es que seguía dispuesto del mismo modo, con el mismo velo de polvo, salvo que lo único que había cambiado era su forma de observarlo. Y entonces se dio cuenta, y su tía, también.
Maicon volvió a sonreír, esta vez sin consultar su reloj. Luego, habló.
—Gracias por la corona.
La anciana asintió y con la calma de un lama se giró para, por primera vez, mirarle a la profundidad de sus ojos.
—Ya es hora de que tomes el relevo de tu padre —dijo mirando ahora al retrato del difunto Serafín, enmarcado junto al suyo y a otros cuatro más.
—Leticia…
—¿Cómo?
—El nombre de la peluquera: Leticia…

sábado, 16 de marzo de 2013

Fermín, el loco


                 Con la misma prisa de un devoto ante el último repique, así subía la cuesta de la iglesia Fermín el loco. Si no fuera por las cabriolas para evitar las hierbas del empedrado, Fermín aparentaba ser un feligrés más de a los que la pendiente y la demora apuraba el aliento. Y aquel esfuerzo exigía siempre un alto en la fuente de los siete caños.

Junto a la fuente, los chavales dibujábamos una portería de tiza en la casona de Rufo hasta que, a cuenta de los balonazos, asomaba el viudo vara en mano. Formaba parte del juego correr en busca de refugio cuando el silbido del azote amenazador cortaba el aura de nuestra fuga; y qué mejor cobijo, a cuenta de lo sagrado, que el pórtico de la iglesia, el cual ganábamos con la risa de los pilluelos y ocupábamos sus rincones como los monos los templos de oriente. Desde allí nos sabíamos a salvo y contemplábamos el desaire de Rufo acarreando cubos que arrojaba contra su pared hasta que la última lágrima de blanca arcilla se perdía en el brillo del desagüe.

Si la tarde era de trinos y pipas nos quedábamos en el horuelo a contemplar el trasiego de parroquianos, antes de que los televisores dieran vida a las cortinas, antes de que nuestras madres nos reclamaran a la cena y el eco de las trancas y contraventanas anunciara el final del día; dejando una postal de silencio, con permiso de grillos y patrullas de perros sin collar olfateando el insomnio de los gatos.

Los urbanitas nunca nos preguntamos si alguna vez esas gentes llegaron y decidieron que aquella localidad era un buen lugar para establecerse, o si jamás salieron de allí o si, por el contrario, husmearon otras lindes y reconocieron las suyas inmejorables. La libertad que regalaba el entorno despreciaba perderse en esos dilemas. Asimismo, obvié, por el simple candor de la moza edad, que esos venerables también fueron niños. Los conocí adultos, enjutos, curtidos en la era; con la mirada profunda, la de los que sienten crecer la siembra y lo que el cielo advierte, y así quise y quiero recordarlos. Fermín era la excepción, él era un crío encerrado en la apariencia de un hombre, pero era nuestro Fermín.

Así como Carmelo, todas las madrugadas, propagaba los matices de la harina tostada por los aledaños del obrador, Fermín, minutos antes del mediodía, se introducía en la fuente dispuesto a soltar un alegato sobre la gran amenaza sísmica que se cernía sobre nosotros. En cuanto descubrías sus absurdos giros al caminar, y comprendías que era flojo de chavetas, reparabas más allá de su anómalo vagar y te sorprendías de la rara costumbre que tenía de sumergir la mano izquierda en el bolsillo contrario. Cualquier foráneo arrugaría el mentón ante quien, aproximándose como un caballo de ajedrez, y con esa mirada que tendía a depositar en la invisible parte posterior de las cosas, voceaba la noticia de un hecho insólito que había descubierto y del que nos quería librar.  Para Fermín, la pequeña localidad que le había acogido con el cariño de quienes toleran las disonancias si no alteran mojones, era el lugar exacto donde la tierra pretendía expiar sus tensiones con un gran terremoto. Así, a las doce en punto, sumergía con un violento pisotón media pierna en la fuente y proclamaba que ese era el epicentro de lo que nos avecinaba. Luego, sin variar su discurso, repetía datos de los grandes cataclismos acontecidos en la historia de la humanidad mezclando la churra Pompeya con la merina Atlántida. 

Finalizado el acto, cuando Fermín procedía a escurrir los restos de su teatro, siempre le ofrecíamos el balón. Antes de rechazar la invitación miraba hacia la puerta de Rufo e, invariable, demostraba que de loco lucía una espléndida melena, pero de tonto ni las canas. Luego, se perdía calle abajo para seguir con su rutina. Esta consistía en cosechar hojas de parra y dejarlas bajo las aldabas de cada puerta, a modo de sereno diurno que anuncia su ronda. Era su forma de saludar a los vecinos a pesar de que sólo algunos rendían pan o abrigo a su loco.

Con el paso de los años, muchos dejamos de ir al pueblo. Pero ciertas nostalgias persiguen y perduran más que una efeméride. Así, organicé un reencuentro de quintos en el que quise también implicar a nuestras respectivas familias.

Los recuerdos conmueven a quien los alberga y por mucha intensidad que vuelque en su relato, por mucho que mire a cada rincón como si una ventana en el tiempo se abriera, resulta imposible transferir con fidelidad la vivencia. El obrador de Carmelo cerró; la vieja cosechadora, que gripó engranajes en los trigales, y fue nuestra nave del imperio, ahora es pecio de espinos y moras. Corrales y casonas, como la del Rufo, muestran los costillares de su ruina. Nos dijeron que el viudo acabó en la residencia de mayores de la nacional. La fuente seguía firme con sus siete caños, pero de uno solo manaba un hilo de agua. Sonaron las doce y Fermín no acudió al chapoteo. «De atar», refirió el camarero a las preguntas por la suerte del loco. «Quiso mover la fuente de sitio y se dejó los huesos empujándola día tras día. Acordaron internarlo». Dicen que se escapó. Nadie volvió a verle.

Animados por el vino del brindis, decidimos enviar una carta a Rufo como promotores interesados en la construcción de un campo de fútbol, junto a la residencia.  Reconoció nuestra chanza y al mes me llegó una carta suya con una asombrosa aclaración:

La madrugada del colapso de la casona, alguien llamó con insistencia a la puerta; luego, la emprendió a balonazos. Vara en mano salí y tropecé en el umbral con un caldero a rebosar. En ese instante, la edificación se vino abajo. Cuando el polvo se disipó, pude distinguir sobre la maltrecha puerta una hoja de parra y a la sombra saltarina de mi suerte advertida perderse calle abajo.

jueves, 7 de marzo de 2013

La inutilidad indispensable


         Hay quien viaja azorado a nuevos mundos a causa de aquellas primeras lecturas caídas en la mágica edad del asombro constante. Hay quien abandona la seguridad de un entorno favorecedor por tratar de encontrarle sentido a una vida demasiado evidente. Algunos miran al firmamento, reconocen la brevedad de su paso y se cuestionan las razones del universo por dotar de inteligencia a quienes nunca podrían influir en las fuerzas que equilibran esa inmensidad.
Pongamos que somos planetas aquiescentes a los influjos de nuestra cercanía. Que rotamos en torno a ese planetario convenido y desplazamos nuestra órbita cuando la energía fundida bajo nuestra corteza protesta por cambiar esa aburrida elipse que describe la rutina que nos desplaza.
Digamos que los satélites son prójimos de suerte esquiva, como formas abruptas alejadas de la armonía; personas que nos engrandecen si los consideramos parte inseparable de nuestra constelación. Sin embargo, son despreciadas porque la liga de la normalidad decidió señalarlas con el dedo del temor.
La alcanzable luna, una masa yerma, expuesta, inhabitable; que fuera meta de potencias por clavar su bandera, que es reina de las mareas, nostalgia de lobos, cuna menguante de promesas, adalid del poemario, raíz de lunáticos, anticipo de la mañana; rostro creciente, oculto o pleno; la que maquilla de gris las noches y se esconde como buen espejo cuando el fulgor excede la reflexión. Es la luna el mejor ejemplo de esa inutilidad indispensable.
Luca de Tena acertó a referirlos como «Los renglones torcidos de Dios». Recurso inhabitual acudir a la literatura novelada para comprender su existencia, pero inmejorable retrato el que narra el desaparecido escritor. Por el contrario, es quizá más frecuente que, de crío,  un comportamiento impropio de un adulto sea cuestión de sobremesa y llevé a que los cubiertos caigan o la bebida atragante si la inquietud apela sobre el mundo de los disminuidos mentales. La incómoda respuesta navegará entre la delicadeza y la ilustración, con el reparo del mentor por no producir un escalofrío a su curioso tutelado si éste entiende que ese fracaso ajeno se reduce a la simple lotería del nacimiento.  
Nombrarlos como mentes encerradas en cuerpos de una talla inapropiada es un resumen demasiado transversal, reconducido como por alivio hacia un asunto de desproporciones. Y aún asumida esa definición de urgencia como una contrariedad de la naturaleza, a quien sea sensible a las aflicciones ajenas el desasosiego le cerrará el estómago ante el matiz de lo incurable.
Pero pongámonos en esa etapa de la infancia donde se vadean las dudas entre soluciones alcanzadas por la introspección o por el tino en las respuestas si es ilustre el interpelado. Algunas, como la abordada, a pesar de la buena disposición del culto por aclararlas, quedarán alojadas en un limbo de pesadumbre a cuenta de la injusta esencia por ser diferente. Quizá a esa edad se es demasiado joven para comprender que no todo en la vida es merecido, ni siquiera la buena estrella. Por esa razón siempre se agradece que, de vez en cuando, surja un talento que deje en su arte un recuerdo imborrable y llene de esperanza, y de dudas, a cuenta de la semántica, sobre quién recae, en verdad, la desgracia. ¿Será en el señalado o acaso el infortunio se detiene en quien le observa? Porque ¿qué esconde esa mirada perdida, la de ese errante de mente entre nebulosas que la casualidad ha querido cruzarnos?
En esa coincidencia, una vez a nuestra altura, las sombras se confundirían, nadie encontraría la diferencia. Puede que ni siquiera existamos para él, o puede que se esté compadeciendo de nosotros y de nuestra capacidad en el empeño de querer comprender todo, incluso lo deficiente.
Compadecerse. Sufrir por quien sufre.
Se me antoja que ese artista, que antes mencioné, supiera por confesiones celestiales que nuestra suerte campea sobre un error ancestral. Como espectador de la historia que tararea, como narrador de la desgracia, como trovador de la vida, nos recuerda que a pesar de nuestra abundante fortuna los renglones torcidos no rivalizan, no envidian y ni lo pretenden.
«No puede haber nadie en este mundo tan feliz», afirma convencido el cantautor, y da rotundidad a su mensaje, nos llama la atención, con un: ¡Hey!, todo se reduce a que «Sólo pienso en ti».
Quizá bajo esta simple consideración, no estaría de más maldecirse cuando la indignación por meros contratiempos se magnifica hasta el absurdo como si de afrentas al honor se trataran. Pues bajo el Infinito, ante ese sol que nos ciega, ante esa luna que se cuela por los poros de nuestras persianas, nada nos separa de esas otras vidas salvo la estupidez de nuestros egos y el largo de nuestras  sombras.
Quien tiene la capacidad de enamorarse, nada más necesita, ninguna facultad le falta, todo es soportable cuando la mirada se detiene en la persona que nos colma.