Desde la muerte de su padre, cada
segundo miércoles del mes, Maicon Salazar De Orantes, brillante abogado y nuevo
socio del prestigioso bufete Brits & Churruca, llamaba a la puerta de la
vetusta mansión del número quince de la avenida de Los Parques. Enfundada en su
bata de ositos tuertos, Noelia Reverte, su anciana tía, le recibía dándole la
espalda para no perder tiempo en regresar al sofá. Por el pasillo excusaba sus
modales cavernarios argumentando el calor que perdía su acomodo si se demoraba.
—¿Qué
serán esta vez, diez minutos? —preguntó con la desgana habitual mientras se
ajustaba la manta alrededor de las piernas—. Al menos, apagarás ese teléfono
tuyo del demonio —añadió con un amago de tos.
Maicon sonreía al tiempo que miraba el
reloj. Tomó asiento en el tresillo que presidía la estancia, desabrochó su chaqueta,
que estiró por los faldones, aflojó el nudo de su corbata y cruzó una pierna
sobre la otra como un violinista. Tenía una reunión dentro de una hora y casi
la mitad la emplearía en desplazarse. En quince minutos debía estar arrancando
su coche.
Dispuesto a que el tiempo transcurriera
representando ser una mera compañía, sus dedos tamborilearon sobre el
apoyabrazos mientras escudriñaba, una vez más, un salón que seguía teniendo, en
el mismo sitio y con la misma cantidad de polvo que cuatro décadas atrás, una rancia colección de reliquias. Así: jarrones, candelabros, tres relojes de pared, mil libros,
media docena de retratos y un par de cortinas componían la escena. Nada había cambiado en su
mísera quietud salvo las sombras que la luz del mirador proyectaba. Tribuna
desde donde la octogenaria pasaba las horas fiscalizando toda vida que husmeara
en sus umbrales salvo que el sueño le venciera a cabezadas.
Ambos reconocían que esas visitas eran parte
de una serie de promesas que obligó a jurar el difunto Serafín Salazar a su
hijo, y, como todo acto social forzado en la desgana, el silencio predominaba
hasta el punto de que los presentes temían que sus pensamientos llegaran a ser
audibles.
Quizá esa fuera la razón por la que Noelia
decidió contar su paseo de la mañana y que tanto la había atribulado.
—Estuve en su tumba. No es que fuera mi
intención, pero me pillaba de paso y la eché un vistazo. Quién sabe, puede que
algún día me anime y le ceda algunas de las flores que llevo a tu abuelo. Y eso
que tu padre no las merece porque siempre fue un golfo, aunque nadie en casa lo
supiera; bien se encargó tu abuela de…Pero, en fin, parece que alguien más,
aparte de ti, le estimaba ¿Quién sino le habría puesto una corona de magnolias?
—¿Una corona?
—Sí, con la forma de un seis y un dibujo de
un asterisco o algo parecido. Sin dedicatoria.
Maicon detuvo su traqueteo al tiempo que su
boca se abría como un apopléjico.
—¿Sabes
quién ha podido ser? —continuó indagando la anciana—. Pero para qué te pregunto
nada. Seguro que alguna lagarta chocha, de esas que mantuvo a promesas y
todavía le llora… ¿Cómo se llamaba aquella? La peluquera… Pero… ¿Maicon?
El socio de Brits & Churruca, el azote de
los fiscales, el nuevo soltero de oro de la ciudad tuvo que caminar deprisa
hasta ganar la esquina y vomitar sin que Noelia Reverte le viera.
Mientras las arcadas se sucedían y el sudor
perlaba su rostro macilento, rememoró sus días de universitario. Recordó la tarde en que una carta filtrada entre sus notas
le citaba de madrugada en la profundidad del bosque. Al poco, comenzaron los
ritos de iniciación, nuevas reuniones, el compromiso, el juramento y,
finalmente, la revelación de la identidad de los otros cinco miembros de la
sociedad secreta en la que acababa de ser aceptado y a la que pertenecería
hasta el final de sus días. Pero si algo recordaba de ese proceso era la prueba
de admisión, la que desnudaría el alcance de su entrega. Cautivado por el
ofrecimiento, por pertenecer a la élite intelectual del país, aún desconociendo
el reto, no tuvo dudas y aceptó a ciegas la propuesta.
No había día en el que lamentara haber
participado en lo que, ahora estaba convencido, nunca fue un accidente, ni siquiera
una prueba, sino un crimen premeditado.
La sociedad secreta de la Puerta Giratoria
fue conocida por sus metas imposibles. Se supo de su existencia por los
desajustes propios de los comienzos, en los que el sigilo claudicaba ante la
presunción, ante la necesidad de contar la intervención sobre actos que para el
resto parecían casuales a pesar del asombro que producía su acontecimiento.
Solventadas aquellas primeras filtraciones con la expulsión del díscolo y establecida
una mayor severidad en la futura aceptación de miembros, se decidió que como
única área de influencia en los propósitos de la sociedad se determinaba el campus
en su geografía y el rigor académico en su alcance.
Sin embargo, cuando todos sus componentes se
licenciaron decidieron ampliar su imperio por donde quiera que sus avatares
profesionales les llevaran, con el único afán de repercutir con sus donaciones en la
cultura y formación de los jóvenes. Con una salvedad, convinieron que, al
menos, uno de ellos debía continuar vinculado a la universidad, para, por un
lado, asegurarse la sustitución de los miembros ya fallecidos con savia de
idéntica calidad, y, por otra parte, que su doctrina, el lema fundacional, perviviera
en las generaciones venideras.
Con la muerte de uno de sus integrantes, Maicon
fue admitido cuando la sociedad acababa de cumplir treinta años desde su
institución. Y aunque por estatutos nadie representaba el papel de maestre, la
voz cavernosa del albacea, la seguridad de sus indicaciones y la
personalización de su discurso recogía, por los gestos de los restantes, la
admiración y el respeto innegable de un líder, y llevó al joven Maicon a
considerarle como el guía necesario que orientara su iniciación.
Secado el sudor con la corbata; moteados los
zapatos con restos del desayuno, Maicon, tratando de recomponerse, había descubierto
hasta la nausea que nunca había pertenecido a La Puerta Giratoria.
Anuló la reunión y se dirigió a la
universidad.
Con los mismos modales de su tía, irrumpió en
el despacho del decano. A un gesto con el mentón de su titular, secretario y
claustro abandonaron la estancia y trasladaron la reunión a otra sala. Decano y
abogado quedaron solos, pero antes de que este último soltara sus razones, el
académico descolgó el auricular, marcó un número y dijo un lacónico «lo sabe»
con su característica voz cavernosa.
Esa misma noche, Maicon acudió el primero a la
convocatoria extraordinaria de La Puerta Giratoria en el lugar de costumbre:
una cabaña del servicio forestal que el Ministerio desconocía de su existencia
por el carácter privado de los terrenos, pero que se disfrazó con esa argucia
para que la propiedad creyera de su legítima ubicación ignorando que la
normativa les excluía. Ni unos ni otros conocían la superchería de aquel
emplazamiento.
La puntualidad era una premisa y a pesar de
los compromisos y las altas responsabilidades de todos los miembros, la
sociedad secreta estaba por encima de toda deuda. Sin embargo, llegada la hora,
las luces de un sedán se apagaron y mostraron la silueta de un solo tripulante:
el decano.
La cabaña disponía en su interior de una mesa
y seis sillas de madera tan simples como los dibujos de un niño; un par de
catalíticas para el invierno y el mismo número de ventanas para que en el
verano se colara el frescor del hayedo que la rodeaba. Maicon había retirado la
suya pero prefirió esperar de pie.
Cuando la puerta se abrió Maicon reconoció el
brillo sucio del acero pavonado de una pistola. En sus inicios como penalista
otras réplicas numeradas con carteles encordados figuraban como pruebas contra
sus clientes. Examinarlas era una parte fundamental para buscar vías de
exculpación. Reconocería una auténtica por muy tenue que fuera la luz, pero a
pesar de la penumbra lo preocupante era que quien la blandía proyectaba la
mirada de alguien acostumbrado a su manejo y a solventar esos asuntos sin
pestañear.
—Me utilizaste, y viendo que acudes solo
supongo que también al resto.
—Mi querido Maicon. Te sobreestimé, pensé que
lo averiguarías antes, pero en cuanto a los demás, nunca me preocuparon. Sólo
tú eras familia de un auténtico miembro de La Puerta Giratoria. Condición que,
como bien sabes, solo se averigua cuando en su tumba se deposita una corona de
magnolias con el símbolo de la sociedad secreta y con la forma del dígito que representa
el número de quienes la integran.
—No lo entiendo, entonces ¿por qué me aceptaste
si conocías mi parentesco, por qué creaste una sociedad paralela con idéntico
nombre? Podría, podrían haberte descubierto.
—Eras perfecto, muchacho. Una lumbrera en
derecho penal que conocía las consecuencias carcelarias de su crimen y que en
su día a día, en los juzgados, reforzaría su idea de olvidar que siendo un
estudiante participó en el supuesto accidente que se llevó la vida del anterior
decano. Además, eras el hijo de quien me expulsó, de mi enemigo. Lástima que tu
padre muriera antes de lo previsto, tenía otros planes para consumar mi venganza
y tú eras el resorte que me facilitaría su desesperación. Con respecto a suplantar
esta sociedad, era lo más sencillo para mí después de haber formado parte en
sus inicios. Su carácter de secreta y su reconocido prestigio me ahorraban
muchos esfuerzos. Nadie se preocupa en proteger una identidad que considera a
salvo porque, sencillamente, no existe, y lo que menos espera es que pueda ser
suplantada. Fue muy fácil enredaros.
—¿Y todo esto para ser el decano? Desde que
esta tarde descubriera la farsa supe que la sinrazón nos dominaba, pero ahora
que confiesas tu despecho, ciertamente, eres un loco y un idiota.
El académico se mantuvo en el umbral a media
sombra y a media luz, y a media docena de metros del abogado.
—No te malgastes buscando alterarme. Estimo
tus esfuerzos y tengo en buena consideración tu inteligencia, y espero de ella que
te haga comprender el motivo de este encuentro. Muerto tu padre ya no es
necesario mantenerte en la ignorancia. No obstante, me decepciona que todavía
creas que mi puesto en la universidad es la razón y no el medio. En cuanto al
arma no es más que un freno a tu ira, para evitar que tu frustración te incline
a golpearme. Ahora bien, no tengo ningún inconveniente en llenarte el cuerpo de
plomo. Me eres útil pero prescindible.
Maicon reconocía que incluso en ese preciso
instante, a pesar de sus ganas por arrojarse al cuello del decano, seguía
siendo un pelele, una marioneta manejada al antojo de un hombre que en una mano
tensaba su equilibrio y en la otra, escondía unas tijeras.
—Y ahora, ¿qué?
—Sigue con tu vida como hasta ahora. No dejes
de asistir a nuestras reuniones, cumple con el lema fundacional e interpreta a
ese joven abogado íntegro que ocupa portadas, pero no olvides que tu carrera
siempre puede derrumbarse si la verdad sobre la suerte de mi predecesor se
descubriera. Tengo documentos que lo prueban. Los fiscales se frotarían las
manos de saber que ocupas una plaza en el banquillo de los acusados.
Dicho esto dio un paso atrás y las sombras de
la noche engulleron la amenaza, y por todo rastro de su visita quedó el ruido
de un motor alejándose y un abogado sumido en las penumbras del incierto
porvenir.
A la mañana siguiente la policía aporreaba la
puerta de un lujoso ático, leía los derechos a su somnoliento inquilino, le mostraba
una orden de entrada y registro, y en compañía de la secretaria del juzgado y de
dos testigos procedía a incautarse de todo documento que pudiera servir como prueba
de un delito contra el patrimonio y el orden socioeconómico.
Un poco más tarde y en el juzgado de guardia,
el fiscal jefe se sorprendió al encontrar a Maicon Salazar De Orantes en el
lado contrario de la mesa escoltado por dos inspectores de policía. Sus ojos
chispearon ante la novedad y quiso conocer de primera mano las razones.
—¿Problemas con la justicia? —interrumpió el
fiscal.
—Más bien con las injusticias, yo soy el
agraviado —matizó Maicon.
El fiscal giró su cabeza ante los documentos
que la mesa ofrecía. Leyó parte de las diligencias y de nuevo se enfrentó al
abogado.
—Te deseo mucha suerte. ¿Te representará tu
bufete?
—No, es cosa mía. Voy por mi cuenta.
Al año se celebró el juicio y quedó demostrada
la culpabilidad del imputado. La acusación particular demostró, gracias a los
testimonios de los cinco perjudicados y a la documentación habida en el
domicilio del detenido, que una gran parte de las donaciones destinadas a la
universidad, y aportadas por cinco ciudadanos de reconocido prestigio, como así
los definió el tribunal, habían sido desviadas por el decano a unas cuentas a
su nombre en un paraíso fiscal. La sentencia le condenó a cinco años de prisión
y a la inhabilitación para ejercer la docencia o cualquier cargo relacionado
con esa profesión.
Pero fue al mes siguiente de la detención del
decano, mientras éste permanecía en prisión preventiva, cuando, cumpliendo con
su promesa, Maicon Salazar De Orantes visitó a su tía Noelia en el número
quince de la avenida de Los Parques. Previamente, gracias a la libre
circulación por los juzgados, que su condición de reputado letrado le otorgaba,
se había deshecho de una agenda del decano que le comprometía con cierto pasaje
luctuoso de su juventud y que nadie echaría en falta en relación con los hechos
que se juzgaban, salvo el reo.
La anciana le recibió con el mismo destemple
de costumbre, sin embargo, algo había cambiado en el escenario desde su última
visita y no acertaba a adivinar el qué. La bata seguía siendo de ositos
tuertos; el sillón, el mirador, el tresillo, los jarrones, los libros, los
candelabros, los retratos… Todo parecía igual y lo cierto es que seguía
dispuesto del mismo modo, con el mismo velo de polvo, salvo que lo único que
había cambiado era su forma de observarlo. Y entonces se dio cuenta, y su tía,
también.
Maicon volvió a sonreír, esta vez sin
consultar su reloj. Luego, habló.
—Gracias por la corona.
La anciana asintió y con la calma de un lama
se giró para, por primera vez, mirarle a la profundidad de sus ojos.
—Ya es hora de que tomes el relevo de tu
padre —dijo mirando ahora al retrato del difunto Serafín, enmarcado junto al suyo
y a otros cuatro más.
—Leticia…
—¿Cómo?
—El nombre de la peluquera: Leticia…