Al crujido de la valla
le siguió el rugido del motor en cuanto las ruedas perdieron el contacto con el
suelo. Pronto, el vehículo dejó de arquear su inercia y fijó la trayectoria
hacia las rocas del fondo del barranco. Sujeto al volante, el joven conductor emblanquecía
sus manos tratando de aferrarse a una vida que, doscientos metros después,
expiraba en un impacto violento y seco como el puño que encaja en la palma
contraria.
El
féretro de amasijos fue observado desde el risco por la apocada figura de una
mujer cuyos cabellos un pañuelo ceñía para evitar los latigazos del viento. Y así
se mantuvo de pie frente al abismo hasta asegurarse de que la imagen del
siniestro que contemplaba se iba convirtiendo en la postal inalterable de un
final mucho tiempo esperado. Fue entonces y no antes, cuando reculó y se
sacudió de codos y rodillas los restos de asfalto pegados a su ropa, justo por
encima de donde los arañazos comenzaban a supurar su reciente factura y a oscurecer
la tela. Las lágrimas surgieron pero ajenas a las laceraciones y recorrieron su
rostro siguiendo el camino habitual por los flancos de la nariz, continuando
por los pliegues sobre la boca y salando las comisuras hasta reunirse en la
punta del mentón, antes de que la siguiente ráfaga las dispersara al capricho
de sus bandazos. Sin embargo, una sonrisa trataba de dibujarse en su cara, una
mueca reprimida por la necesidad de asegurarse de que aquel hombre había muerto.
Y sin pensárselo dos veces, dispuesta a confirmar el deceso, se propuso
descender por la ladera.
La
persiana rasgó el latigazo sonoro de sus lamas al separarse e interrumpió el
sueño, y el fulgor de la mañana la despertó sobre la alfombra junto a un cerco
de sangre seca. En su centro, un diente se erigía entre las hebras justo a un
palmo de su maltrecha nariz. Los pies desnudos de quien ahora abría la ventana
tumbaron el incisivo cuando en la zancada siguiente, de camino hacia la cocina,
pasó por encima de ella como quien salva el henchido cuerpo de un perro en la
cuneta.
Ella
no se movió y esperó a que la cucharilla dejara de agitarse, a que la cisterna
silenciara su soplido y a que la puerta se cerrara no sin antes escuchar la
advertencia sobre la mierda de casa y la mierda de mujer en la que se había
convertido. Sólo cuando la maquinaria del ascensor reveló que su tripulante debía
estar perdiéndose por el portal se atrevió a incorporarse buscando el refresco.
El
espejo le recordó la secuencia de los golpes de esa última noche, pero ningún
cardenal conseguía expresar con sus violáceas dimensiones el miedo con el que
se desvanecía al final de cada embestida de quien le juró amor eterno una tarde
de romería. El típico chico de ciudad que rescataba a la moza de la ignominia
pueblerina, montado en su coche de aires deportivos, a fe de sus vinilos; el
mismo que lucía gafas de aviador, gomina en su cresta y codo en ventanilla
mientras los éxitos de la radio atronaban cualquier conversación a diez metros
de su carrocería. Fue quien la convenció de la huida a la capital para elevarla
a unos altares que resultaron ser un enjambre de viviendas y en el que cada
noche buena parte del vecindario apedreaba al camión de la basura por
competencia desleal.
No
pasaron veinte días tras las cortinas del suburbio y la mano ya se alzó con la promesa
de caer si sus paletos modales no se ajustaban a las necesidades de un héroe de
barrio como él. Al mes, y aun asumidas las advertencias, la mano se convirtió
en puño y se hundió en la boca que dobla al cuerpo vacío de aire. Entre tosidos,
ella no supo distinguir que tras el portazo era su orgullo el que bajaba las
escaleras y que por encima de su dolor era la culpa de haber nacido tan lozana
como ignorante, tan engreída como terca al haberse cerrado a las puertas a su
regreso si no era envuelta entre visones.
Encajado
ese primer golpe comenzaron a convivir los discursos entre súplicas de perdón y
lágrimas dirigidas tras un “ves a lo que me obligas, yo nunca fui así, pregunta
por ahí, debes esforzarte en comprenderme, se nota de dónde vienes…” Y ella le
creyó. Y así fue como la excepción se convirtió en norma y su cuerpo en un nido
de golpes, donde un cobarde la manipulaba hasta convencerla de que merecía ese
martirio.
El
desprecio fue minando sus fuerzas y cada noche, si él no la coceaba después de
violarla, la cama era el lugar donde nunca se atrevía siquiera a cerrar los
ojos, por si vencida al cansancio sus ansias se presentaban en voz alta y
desvelaban sus ganas de huir o de algo peor. Por eso prefería la alfombra del
salón o el frío suelo de la cocina donde al mismo tiempo que mil perfidias
desfilaban por su mente conseguía descansar de su infierno, delirar una salida
y recuperarse para afrontar la siguiente paliza, la cual se desencadenaba en
cualquier momento y por cualquier razón tan de peso y tan vital en todo vínculo
como el punto de cocción de los macarrones.
Esa
mañana, tras arrojar su diente a la basura y comprobar el baile del resto, recogida
la casa con más premura de lo habitual, el tiempo ganado lo empleó en subir a
la azotea y acceder al cuarto de máquinas del ascensor. Allí escondía las píldoras
y también una caja con viejas fotografías que siempre mantuvo fuera del alcance
de quien ya las hiciera trizas en una ocasión. Recuerdos que le permitían sosegarse
unos minutos rememorando los instantes de aquella vida simple de la que siempre
renegó y de la que se burló ante sus paisanos el día de su marcha.
Vivir
en un edificio con unos tabiques tan finos como obleas, aunque pudiera parecer
lo contrario, tenía sus ventajas. Cierto que la intimidad no era un derecho a
salvo en la escalera pero, precisamente, porque eran de dominio vecinal los
menús del día, los atrancos, los cuernos, los suspensos, los programas de radio
y los de televisión, las reconciliaciones y las riñas, cierta conciencia
salvadora del quinto izquierda, una madre de tres churumbeles, y con un oído
tan desarrollado como cualquiera, quiso surtir de anticonceptivas a aquella
joven convertida en saco de un macarra. Y fue por esa aberrante disposición
arquitectónica, la infame calidad de sus materiales y los gritos marujos por
los que, a pesar de la distancia, supo que el cartero aporreaba su puerta con
un certificado en mano y acudió presta a recogerlo.
Firmó
en nombre de su destinatario y la dejó junto a las que había recogido del
buzón. Supo que esa decisión era suficiente motivo para que él le cruzara la
cara pero estaba tan cansada que esa noche prefería repetir en la alfombra con
un diente menos que mantener una nueva vigilia.
Sus
pasos (los de él) sonaron a media tarde por el descansillo y el cosquilleo en
el estómago (el de ella), como en sus primeros días en la ciudad, que florecía
con su llegada, ahora surgía en forma de escalofrío y le helaba las manos
confundiéndolas con el lavabo donde se
apoyaba frente al espejo mientras cogía aire con fuerza dispuesta a recibir el
primer pescozón.
Las
llaves cayeron en el cuenco del recibidor y la puerta, su puerta, de la misma
pésima calidad que todas las del bloque, sin embargo, parecía emitir un timbre
especial, un clic con cierto matiz parecido al de las pesadas verjas de las
mazmorras en su cierre tras el recuento. Señal de que una tarde más se vería
encerrada a solas con su amor de verano y a merced de su violento ánimo.
Olía
a cerveza y a humo desde el baño, y ante el prolongado silencio ella se atrevió
a asomar la cabeza. Lo encontró pensativo, cabizbajo, con el sobre rasgado a
sus pies y la carta arrugada en sus manos. Al poco se perdió en la cocina
soltando en el camino el papel de su disgusto y los juramentos propios de un
camionero.
Ella
se deslizó con cautela y lo recogió no sin antes cerciorarse de que él no la sorprendía
a hurtadillas. Pero su lectura le llevó a una exclamación involuntaria y al
bajar la hoja de la vista encontró la cara de un viejo en el rostro de su amor
de verano mirándola como si le hubieran arrancado el alma. Se preparó pensando
que esa noche cenaría ese folio que ya temblaba en sus manos.
No
obstante nada ocurrió, al menos, nada violento. ¡Le habían desarmado! Era
lógico desconocerlo pues él nunca contaba sus cuitas y mucho menos las
humillantes. Era todo un machote de tatuajes tribales a medio acabar en ambos
brazos, pendiente de nuevos ingresos que le permitieran subvencionarse el
relleno, como si aquel disfraz colorista le confiriera el mismo feroz aspecto
atribuido a quienes doblaban el Cabo de Hornos con un velero de seis metros en
tiempos de Magallanes. Sin su carné de conducir, que le retiraban por vía de
apremio, le destinaban durante un año y medio a mostrar sus tatuajes asido a
las barras del transporte urbano, y, de postre, a ponerse un mono de barrendero
durante la mitad de ese plazo para servir a la comunidad si no quería afrontar la
elevada multa que le imponían.
Incapaz
de asumir ser el blanco de las piedras durante la noche y un peatón el resto del
día, se encerró en el baño hasta que, tras un estruendo como de platos rotos,
compareció con la mano igual de partida que el bidé donde la había estampado.
Aquella
lesión no amparó a la moza de nuevos bofetones, menos fuertes pero más
frecuentes debido a que pasaban más tiempo juntos. Sin embargo, dos días
después se encontró yendo a la autoescuela por la mañana y, por la tarde,
lamiendo bordillos en un polígono industrial con un ojo puesto en el volante y
otro en la escayola amenazadora apoyada en su reposacabezas. Según él, una
semana el coche estacionado en el barrio y al día siguiente amanecería su
esqueleto. No importaba el dueño, algo inmóvil en el barrio era un mensaje
claro de donación a la colectividad. Ni siquiera le pondrían ladrillos debajo,
decía, a cuenta de una crisis de la que había oído hablar.
Al
cabo de un mes ella celebró su aprobado con una nueva sombra de ojos no por el
color sino por atreverse a pensar que cierta independencia surgiría con aquel
llavero dispuesto en el recibidor.
Durante
aquel periodo de convalecencia tuvo que escabullirse por las noches para visitar
el cuarto de ascensores y dar cuenta de las pastillas sin un triste vaso de
agua con el que digerirlas. Cada vez era mayor el número de ocasiones en que su
ropa interior acababa en los tobillos y pensó que él quería preñarla solo por
el hecho de retenerla, harto de propinarla tanta hostia de mala calidad como
único método de dominio del que era capaz de imaginar.
Al
cabo de cuatro meses, en cuanto el juzgado atendió el recurso del macarra y le
libró de una parte de la condena, es decir, los servicios a la comunidad, y se
los conmutó con cinco días de multa a razón de un total de cien euros, ella se
convirtió en su chófer. Gracias a ese nuevo cometido la joven circuló por los
rincones de la ciudad que, antes de la lesión, su amor de verano acostumbraba a
frecuentar. Ahora bien, nunca le permitió poner un pie en el suelo salvo para
llenar el depósito y, aún menos, mantener conversación alguna con nadie que él
no autorizara.
Aquellos
paseos tras el cristal le sirvieron para comprobar que su acompañante no era
una excepción y que la ciudad era una excelente cantera de gilipollas peleándose
por marcar la diferencia a pesar de su obsesión por imitarse. Era como querer
parecerse a Elvis siendo calvo.
Su
suerte cambió desde ese día, al menos en cuanto al aspecto de su rostro, dado
que su nuevo cometido la exponía a la mirada cotilla de otros conductores, de
los presuntos amigos de su novio y de los más preocupantes: los agentes de
tráfico. Contención que tuvo que asumir su amor de verano puesto que la excusa
de ser paseado por una boxeadora profesional fue escuchada con recelo por una
patrulla, en un control rutinario, ante aquel labio partido con que les sonrió la
joven mientras facilitaba su recién estrenado carné.
La
normalidad durante aquellos meses, entendida como tal a causa de una menor extensión
de los cardenales y su deriva hacia el amarillo, no calmó las ansias de la moza
por darle matarile, ya que, hasta roncando, su amor de verano trataba de
sacudirla aunque los golpes se acabaran perdiendo en la almohada mientras ella
observaba el braceo a pie de cama con el cinturón de la bata tenso entre sus
manos deseando ponérselo de corbata. Pero todo pasaba porque pareciera un
accidente, algo fortuito, causal, que nadie arqueara una ceja si él perdía la
vida en el contexto donde su cuerpo fuera hallado. Por eso la colección de cuchillos
dormía en el cajón de la cocina con la misma frialdad con que ella se devanaba
los sesos buscando el lugar apropiado y la ocasión exacta para que ella
figurara como testigo de una desgracia. Ese era el único pasaporte válido para
que su retorno al pueblo fuera aceptado bajo el fingido consuelo de las beatas
de mantillo.
No
obstante, el contador de la sanción avanzaba inexorable hacia su cero y pronto
le sería devuelta la licencia, y con ella, estaba convencida, regresarían los
puños.
A
una semana de cumplirse el plazo dado por el tribunal, ella, agobiada por no
encontrar un plan perfecto, decidió estrellar el coche. Una forma drástica de
ganar tiempo y seguir manteniendo desarmado al hombre de sus sueños mientras
daba por fin con la solución. Pero si para una novata circular con normalidad ya
es preocupante, tratar de superar los límites sin causarse lástimas propias, aparentar
que las circunstancias de la circulación la impelen a un brusca maniobra por
culpa de un tercero y, además, convertir en chatarra el transporte mientras su
amor de verano la golpea con la mano abierta, al tiempo que la música ahoga los
vaticinios de su muerte inmediata, esa suma de intenciones se convertía en un ejercicio de ingeniería
del vodevil.
El resultado:
Un insulto que escuchó el cuello de su camisa hacia un repartidor de pizzas que
cruzaba la rotonda, una mirada inyectada en sangre del príncipe de sus sueños
cuando ella giró el volante esquivando la estela del mencionado ciclomotor que
ya debía estar buscando las vueltas de la pizza entregada, un golpe seco en el
parachoques producto del impacto contra un raquítico árbol de una hilera de
ajardinados y otro, cinco segundos después, sobre el techo, por la caída de un
nido de gorriones. El mayor contratiempo: la rueda encajada en el parterre y
los dos euros del túnel de lavado por la tortilla de pajaritos sobre el techo.
Su
amor de verano salió del coche mordiéndose los nudillos dispuesto a comprobar
los daños mientras ella, consciente de que no saldrían en los telediarios por
el siniestro, oprimía el mechero por si, en la ofuscación de su príncipe y
comprensible distracción calibrando los daños, le daba tiempo a incendiar la
tapicería.
No tuvo
margen salvo para causar un agujero en el asiento puesto que fue de inmediato
obligada a meter marcha atrás para sacar del rebaje jardinero la rueda
encallada. Las aceleraciones solo sirvieron para que rugiera el esfuerzo del
motor sin ningún otro resultado que un fuerte olor a goma producto del nulo
agarre de su contraria casi en el aire. Los gritos, el sudor y los temblores de
su amor de verano, mientras recorría la distancia de su parachoques una y otra
vez como un centinela esperando el relevo, ante la imposibilidad de machacarla
allí mismo, dada la acumulación de espectadores divertidos con su impotencia,
le obligaron a sacarla del volante con una novedosa dulzura apretada entre dientes.
El
resultado fue la misma fragancia de caucho a la parrilla y una humareda que ni
el Botafumeiro de Santiago logra. Tamaña señal, a imitación singular de las
utilizadas por los apaches alertó a la caballería que, en forma de guardias
civiles compareció con las adustas formas que les caracterizan a su afamada
expedición de recetas sin importarles descargos aún se tratara una comitiva
funeraria y el ataúd no llevara puesto el cinturón.
Presentándose
con marcial saludo ayudaron con la simple pose de sus nalgas sobre la
carrocería para que, una vez ganada tracción, el vehículo recuperara su natural
estado sobre el asfalto. Agradecida la ayuda, el talento innato de quienes
huelen carnaza llevó al más veterano de los uniformados a que su bigote se
enroscara al más puro estilo daliniano tras observar que la posición al volante
era sustituida por una joven con el pelo alborotado pero acusadamente planchado
a la altura de la nuca como si una mano invisible permaneciera perenne a modo
de yugo. Ante ese detalle solicitaron la documentación de quien hasta entonces
había maniobrado el rescate. Comprobadas las credenciales y figurando en vigor
la retirada del permiso de conducción decidieron decorar sus muñecas con un
juego de grilletes, leerle sus derechos y sacudirse los besos y abrazos de su
joven acompañante que, de un modo poco ortodoxo pero tan expeditivo como útil,
ayudó con fuertes y reiteradas patadas en el culo del detenido a que éste
renunciara a resistirse y se introdujera en el coche patrulla como nunca un
matador buscó el burladero.