Existe un banco sin respaldo al borde del acantilado
de Cantapeñas. Su madera, sedienta de barnices, acoge el descanso fugaz de los
paisanos pues no es lugar para meditabundos. Las vistas desde lo alto son tan
excelentes como ventosas. Aires de mar
que impregnan de sal cada veta y cada poro de quienes apenas se asoman al
desnivel. Podría pensarse que son los latigazos del mistral los que impiden el
deleite, incluso el vértigo de un vacío tan próximo como definitivo puede azorar
a los más temerosos, sin embargo, la presencia de ajados ramos de flores junto
a unas cruces de forja recuerdan a aquellos que encontraron en esa caída la
liberación definitiva a sus tormentos. Un lugar tan bello y tan hostil como
maldito.
Cinco años atrás, el ayuntamiento de Cantapeñas quiso
dotar de una zona de esparcimiento a sus vecinos y acordó la construcción de un
parque junto a la escuela. Un error en la petición provocó que donde un diez debía
figurar junto al epígrafe de los bancos solicitados un cien luciera con su cero
de más. Cuando los descargaron de los camiones, en un lugar próximo al de su
definitiva ubicación, el responsable de su custodia, ante la colina de bancos
que no dejaban de crecer, pasó de los sudores al agobio y decidió comunicarlo
de inmediato. Sin posibilidad de devolución por compromisos clientelares se
decidió en junta extraordinaria que se distribuyeran a lo largo de la senda que
moría en el acantilado; se dispondrían cada veinte metros, al pie de nuevas
farolas.
Desde entonces, en las noches despejadas, con el
vaivén de la resaca, la hilera de luces que asciende desde la aldea hasta el
acantilado le confiere a la localidad el aspecto de una cometa buscando el
suelo donde acostarse. Un buen lugar para el descanso.
Roger Ignasi Perales —ese era el nombre con que
firmó en el registro— se vino a vivir a Cantapeñas cuando comenzaron las obras.
Al principio se le tomó por uno de los integrantes de la contrata encargada de
la faena, en parte, porque coincidió en alojarse en la misma pensión donde pernoctaron
el topógrafo y el aparejador. Pero con la inauguración del parque y del paseo,
y con la marcha del equipo de operarios, su permanencia comenzó a ser murmullo
en una población de apenas un millar de habitantes. Su distinguido porte y sus
hidalgos modales le atribuían un oficio más derivado hacia las artes que hacia
algún gremio de sudado esfuerzo. Tuvieron que ser los niños del pueblo los que,
repitiendo las mismas preguntas que escuchaban de sus mayores en cada
sobremesa, acabaran por trasladarlas al desconocido en una de esas contadas
ocasiones en que se dejaba ver por la plaza. «Viudo», confesó ser ante la
extrañeza del grupo de chavales que, animados por la osadía de un primero, le
fueron rodeando hasta obstaculizarle el paso. La noticia corrió como las
piernas de aquellos críos y la decepción reinó entre las alcahuetas, pues
aquella revelación sobre su estado civil las dejaba como antes. «Un rentista
que busca tranquilidad», terminaron por concluir. Con el tiempo, aquel hombre
de vida opaca y correctos ademanes comenzó a formar parte del paisaje y la
curiosidad sobre su procedencia dejó de ser motivo de tertulias. Hasta que una
mañana, a primera hora, acudió a la farmacia con una expresión de fastidio que
no correspondía con la dolencia que decía presentar. Surtido de ungüentos y
recomendaciones sobre su aplicación, a la espera de la llegada de un paliativo específico
que encargó, abandonó la botica y se refugió en la casa que había alquilado al
final del pueblo. Nadie le vio hasta dos días después cuando subió la senda
hacia el último banco sin respaldo. Con el paso decidido, el último lo dio al
vacío que lleva al fondo del acantilado.
Quien lo vio aquella tarde caminar, los que se
cruzaron con él y a quienes adelantó, afirmaron que a ninguno de ellos devolvió
el saludo como acostumbraba, que parecía sumido en nubarrones, con la mirada
esquiva, sombría, cabizbajo y el entrecejo arrugado, y que, a pesar de la prisa
con que caminaba una de sus manos no dejaba de agarrarse a la nuca, lo que le
obligaba a escorarse en el braceo por la estrecha senda, como quien carga una
pesada maleta.
El mar estaba en calma y la labor de rescate se
pudo desarrollar sin necesidad de contar con un equipo especializado. Una barca
se acercó al arrecife que lo había descoyuntado y con la ayuda de un bichero su
patrón lo subió a bordo. Cuando arribó al muelle, dos inspectores de policía
esperaban con las manos metidas en los bolsillos y los cuellos de sus camisas
aleteando por la brisa. Siguieron con parsimonia la maniobra de atraque hasta
que el bote quedó amarrado. Una vez firme, con ayuda de unos mozos, el cadáver terminó
depositado sobre el cemento del dique, cubierto por una lona que evitaba la
morbosidad vecinal y el acecho de las gaviotas. De la nada aparecieron cuatro
hombres de negra uniformidad, lo embolsaron y, momentos antes del cierre de la
cremallera, uno de los inspectores, en cuclillas, lo observó, retiró con la
punta del bolígrafo el cabello que caía sobre la nuca del finado, tocó el bulto
y, tras un gesto de aceptación, ordenó que lo retiraran. El otro inspector se
acercó.
—¿Crees que es él?
—Esperaremos a los análisis pero estoy convencido
de que por fin hemos pillado a este canalla. La pena es que no hubiera pasado antes
por un tribunal, aunque la sentencia hubiera sido idéntica tenía ganas de
mirarle a la cara mientras la dictaban.
En el corro que se formó ante el dispositivo
policial figuraba presente el boticario, quien, al ser advertido por los dos
inspectores, elevó su mano para que le atendieran. Llevado a un lugar aparte en
el mismo muelle, pero de imposible discreción hacia la numerosa curiosidad
vecina, el licenciado expuso su inquietud sobre quién se haría cargo del coste
del lenitivo que el finado le requirió días atrás. Los dos policías se miraron
ante la inesperada solicitud. Cierto era que gracias a la colaboración de aquel
hombre habían encontrado la dirección que les llevó hasta el sospechoso. Lamentablemente,
llegaron tarde. De haberlo capturado con vida se hubieran ganado un buen titular
encima de la foto del detenido y una felicitación de sus superiores. Pero
dejadas a un lado las ensoñaciones con una mayor gloria llegaba el momento de
reconocer la ayuda del farmacéutico y atenderle. A fin de cuentas su
información resultó fundamental para dar por cerrada una década de homicidios
efectuados por el más escurridizo de los asesinos. En efecto, le debían un
favor al inquieto herbolario.
Sin pensarlo
dos veces, y a pesar de que el acto se salía de toda norma, incluso era
reprensible, el más veterano de los dos inspectores ordenó que detuvieran el
traslado. Abrió la bolsa y, entre exclamaciones de horror de algunos de los
presentes, hurgó en los bolsillos del cadáver hasta encontrar la billetera,
extrajo la cantidad requerida y la entregó al farmacéutico a cambio del
medicamento. Luego, la billetera acabó dentro de la bolsa y ésta en el furgón
forense que partió hacia la capital tras los dos cachetes pertinentes en su
carrocería.
A la mañana siguiente los periódicos de tirada
nacional publicaron la noticia del suicidio de un sicario, hasta entonces, el más
buscado por la policía. En las páginas interiores se desarrollaba el suceso con
las claves que consiguieron dar con su paradero, aunque su verdadera identidad
seguía siendo un misterio. En la rueda de prensa ofrecida por la policía se
desveló que como consecuencia de su último encargo: el asesinato en el propio
domicilio de un entomólogo forense citado como perito en la inculpación de un
capo. El hasta entonces impecable asesino, un auténtico obsesionado por no
dejar rastro de su presencia en las escenas del crimen, resultó herido en el
lance por unas avispas cuando el entomólogo cayó muerto por los disparos. ¿La
causa? Uno de los proyectiles atravesó el cráneo del ilustre y fracturó una urna
donde se hallaban los insectos, consiguiendo acribillar en el cuello al
pistolero quien, antes de darse a la obligada fuga, debió leer el nombre
científico de su agresora: Arthropoda hymenoptera vespoidea pompilidae pepsini.
Según la escala del dolor del índice Schmidt, este avispón caza tarántulas se
encuentra en el límite soportable de los padecimientos, sólo después de la
hormiga bala. Tras sufrir su picadura, durante tres minutos el cuerpo permite
una única actividad: gritar. Y aquella noche el grito fue escuchado en el
vecindario del perito. Las patrullas se personaron casi de inmediato,
descubrieron el cadáver y, acto seguido, peinaron la zona en busca del autor.
Cuando un grupo especializado del cuerpo de bomberos pudo confinar a los
avispones, los inspectores de homicidios iniciaron sus pesquisas en el
escenario del crimen. A la mañana siguiente del homicidio, ilustrados por un
colega de la víctima, enviaron los insectos al laboratorio con la ansiedad de
quien reconoce un resquicio en el laberinto de muchos años aciagos persiguiendo
a un fantasma. En el aguijón de uno de ellos encontraron sangre y, en las
patas, restos epiteliales del asesino. Por fin tenían su ADN, pero a nadie con
quien compararlo.
No era un letal lo que inoculaba el avispón y
aunque su toxicidad anulaba a sus presas habituales, en el ser humano
únicamente ponía a prueba el umbral del dolor. Eso sí, tan desgarrador que
quien lo sufría no era descabellado que pensara encontrarse en el final de sus
días o tratar de acelerarlo. En la desesperación de tan cegador sufrimiento,
que a duras penas le permitió conducir hasta un camino en una zona boscosa, el
asesino se vio impelido a acudir al sistema de salud, a la mañana siguiente,
vía la farmacia del pueblo, en busca de un antídoto que frenara su malestar.
Los años de investigación de un viejo sabueso de la policía atendían a razonar
sobre posibilidades tan enrevesadas como que si alguien acudía en busca de un
remedio para una picadura inusual, el sistema informatizado del suministro
nacional de medicamentos revelaría las más recientes y extrañas peticiones y
podrían acotarlas.
Dos días después del homicidio, de la masiva consulta
surgieron los siguientes cuatro sucesos de anómala consideración: una víbora en
el norte saboreó la mano que levantó la piedra donde se cobijaba; una cría de dragón
de Comodo, escapada de un terrario del sótano, visitó a unos vecinos hiriendo
al menor de ellos; y una medusa, en un baño nocturno de yate y champán, anclado
en el Mediterráneo, saludó con sus tentáculos a un embriagado bañista. Los
detalles de cada lance se obtuvieron fruto de las pastosas narraciones de los
somnolientos boticarios, sacados de sus camas a base de dedo pegado al timbre.
De sus testimonios dedujeron que ninguna de esas tres víctimas pudo haber sido
el sicario. Faltaba la respuesta del titular de la farmacia de Cantapeñas, quien
en la demanda de un antihistamínico específico solicitó, además, información ante
la singular picadura que presentaba un cliente de su localidad. La lejanía de
aquella aldea y su botica, y, por otra parte, del sueño profundo de su titular,
permitieron que las insistentes llamadas telefónicas de la policía no turbaran
su descanso unido a la imposibilidad de enviar una patrulla que aporreara su
puerta. Pero una vez en su puesto, el boticario, con el estómago feliz de
tostadas y café, y abotonada la impecable bata blanca sinónimo de salud, atendió
la enésima llamada con la prestancia de a quien le parece la primera. Ante la
respuesta, los inspectores no tardaron en ponerse en marcha hacia «el culo del
mundo», como convinieron en señalar a aquel punto remoto en el mapa.
Lo demás se precipitó durante el viaje de los dos
inspectores a Cantapeñas. El sicario, hombre de movimientos pausados, de los
que recitan en su interior cada acción de sus manos y que memoriza todo lo que
deposita y le rodea, se encontraba en su domicilio sumido en una catarsis
emocional impelido por las tinieblas de un dolor desconocido y replicante.
Cuando los efectos de la picadura descendieron a límites tolerables buscó
recuperar la serenidad que acostumbraba y en la evaluación de sus últimos actos
asumió con terror desconocer con detalle quince minutos recientes de su vida.
Los que transcurrieron justo después de la picadura, cuando en una cascada de
tropiezos buscando una salida que le alejara del avispero acabó sollozando
junto a su vehículo. Aún así, entre delirios, logró ponerse al volante e iniciar
una conducción febril y errática por una carretera secundaria para, finalmente,
ocultarse en un bosque donde las lechuzas saludaron al vehículo alejándose de él
con un brusco aleteo. Y allí fue donde sudó su dolor hasta condensar de
lágrimas los cristales, hasta que el amanecer lo sorprendió en un ovillo de
ropas húmedas y el pelo adherido a los asientos como un cerco de sebo, como
aquella vez cuando con la edad de un quinto pernoctó durante siete días en los
calabozos de un castillo militar. Desde aquella experiencia entre barrotes
surgió un juramento y una venganza. Juró que nunca volvería a verse encerrado y
venganza contra quienes le llevaron a prometer ese juramento. Un círculo
infernal del que ya nunca supo salir y del que, con el paso del tiempo y de las
experiencias, sólo adquirió el aprendizaje pulido que le convirtió en un
especialista en finiquitar venganzas ajenas.
En efecto, las primeras luces le llevaron de vuelta
a casa. Un par de cientos de kilómetros de curvas entre valles le separaban del
fulgor que el mar irradia por encima de las montañas que lo ocultan. La promesa
de una cama libre de preguntas le esperaba. Antes, la palpitante picadura
reclamaba atenciones inmediatas. Tras la visita a la farmacia se sumergió entre
sábanas durante dos jornadas y de ellas emergió envuelto con los lienzos de la
culpa. Culpable de haber quebrado el rigor que hasta la fecha le había
mantenido como una sombra. Con esa carga se dirigió a la cocina por la
costumbre. La mesa le recibió al tiempo que la carcoma de los remordimientos le
golpeaba. Se sentó, apoyó los codos y las manos recogieron su cabeza que no dejaba
de negar por cada reminiscencia que le recordaba los múltiples errores
cometidos bajo los efectos de la picadura. El enorme rastro dejado que violentaba su escrupulosa severidad con la que siempre vistió su fama de fantasma, de asesino
riguroso, lento, infalible e indescifrable. Y mientras los inspectores
negociaban el sinfín de curvas hacia Cantapeñas, el tic tac del reloj de la
cocina se acusaba en el silencio y martilleaba la razón de quien ahora rememoraba
la sombra de los barrotes de su juventud a través de la luz entreverada por los
dedos que sujetaban su rostro.
Nadie quiso preguntar por la nueva cruz de forja
que amaneció clavada junto al último banco sin respaldo un mes después.
Decidieron acatar que pudiera ser obra del cura, por aquello de la bondad
infinita, pero de todos era sabido que los suicidas eran abominados por la
iglesia. O tal vez fuera responsable un forastero que se alojó en la pensión la
noche anterior a su descubrimiento. Lo cierto es que nadie se atrevió siquiera
a retirarla. A fin de cuentas una cruz tan solo era eso, una cruz. Y siempre es
bueno que un símbolo recuerde, aunque sea algo nefasto.
Todos los casos abiertos presumiblemente atribuidos
al sicario de Cantapeñas, como acordaron denominar en comisaría, se archivaron.
Se pactó silencio entre policía, fiscal y juez con respecto a la verdadera
identidad de Roger Ignasi Perales. Los periodistas de investigación, ante un candente
caso de una niña fallecida en extrañas circunstancias, se olvidaron de inquirir
sobre los resultados del laboratorio y a nadie le importó la nula correspondencia
entre el ADN hallado en la escena del crimen y el del suicida. También se tildó
de broma la circunstancia que estremeció a la dueña de la pensión de Cantapeñas
cuando en el balance mensual descubrió que uno de sus huéspedes de la última
semana, cuando apareció la cruz, había firmado el registro con idéntico nombre
al del difunto asesino.
Las picaduras tienen esa facultad —le recordó uno
de los inspectores al otro lado de la línea— una vez sucedidas, a pesar del tiempo
transcurrido, siguen molestando. Lo mejor es no rascarse. Es cuestión de tiempo
—concluyó.