miércoles, 28 de mayo de 2014

Cazador

         Mi abuelo me despertó con el simple peso de su mano. Hasta entonces yo dormía en el mercurio del profundo descanso y la interrupción me llevó a cabecear un fugaz sueño protagonizado por él. Tránsito breve en el que confundí la realidad con vívidas interpretaciones propias de mi mente todavía crisálida, infante, desacostumbrada al ajetreo sin ese sol colándose por las rendijas de los postigos, despertador habitual de mis vacaciones de verano en la aldea de mis antepasados, lugar donde mi abuelo enjuagaba su viudedad a golpe de azada y ordeño, y esperaba nuestra visita, la de sus nietos, para tratar de ilustrarnos, libres de la veleidosa influencia de las prisas entre escaparates.
En cuanto se aseguró de mi desvelo inició su camino hacia el pasillo. Con cada uno de sus pasos la estancia tembló y trasladó la zozobra a la mesilla que albergaba el vaso donde apagaba mi sed nocturna. La vieja casa de mi abuelo apuntalaba sus tres alturas sobre parches de argamasa, piedra, ladrillo y vigas de madera. Las cuadras, abajo; dormitorios y cocina, encima; baúles, enseres y aljibe coronando el ático, cuya solidez fue puesta a prueba durante más de un siglo de nevadas y jamás llegó a doblegarse a pesar del descuadrado aspecto que las vistas desde una colina cercana permitían columbrar. Su fachada se confundía entre la docena que orillaban la calle principal y sus dimensiones se apoyaban en el costado de sus vecinas, donde el fluido eléctrico flaqueaba los tardes de tormenta y obligaba a revolver gavetas en busca de candelabros y a desempolvar juegos de mesa de cantos mutilados, de colores rancios, ajados de mil partidas, mientras las nubes empujaban su negrura en las alturas y rifaban los rayos por los bosques.
Mis párpados, unidos por el pegamento fibroso de la pereza, apenas me permitieron distinguir la silueta de mi abuelo perderse por el quicio, pero mi estómago, ya despierto, vibraba por la emoción de una promesa tanto tiempo deseada: cazar. Cazar junto a quienes un verano tras otro escuché, debajo de la mesa, durante el ritual que ahumaba el final de las cenas, acordar los planes para escabullirse de la vigilancia cetrera de los forestales y poder cobrarse piezas en cotos vedados.
A pesar de las contraventanas, las dos campanadas del ayuntamiento recorrieron las vacías calles de la madrugada. Recordaban la hora convenida, la perfecta según los furtivos para iniciar la incursión en busca de la más escurridiza de las bestias: el jabalí. Tras calzarme las botas me acerqué a la escudilla para refrescar mi aturdimiento, el chorro provocó una advertencia en mi abuelo: nada de jabón ni perfumes, al tiempo que señalaba su chaqueta, la que dejó al pie de mi cama.
La prenda, de pana gruesa y codos desollados, para mi talla chica representaba ser un tres cuartos algo faldón y, además de apestar a granja, picaba por el heno reseco alojado en sus costuras. Una vez puesta tuve que doblar las bocamangas. Un cordel ciñó mi cintura y descarté ver mi reflejo bajo aquel disfraz ante el gesto de aprobación de mi mentor, quien ya retiraba la pesada tranca que nos separaba de la calle.
Tuvimos que caminar a hurtadillas hasta que el alumbrado de la aldea supuso una cresta de fulgor tras los árboles. Cuatro hombres más se nos unieron durante la marcha; nadie habló, manos a las gorras por todo saludo, y el metálico enganche de las correas, que procuraba un sonido marcial a nuestro sigilo, revelaba el número de escopetas al hombro. Tras media hora por senderos conocidos, a tientas en zonas espesas donde la ausencia de luna confería a las penumbras la negrura de las cuevas, llegamos hasta un todoterreno escondido entre los matorrales. Lo abordamos con cautela y sus faros sólo iluminaron la senda cuando nos aseguramos de que el rugido de nuestro motor roncaba en solitario rumbo a los rastros habituales del puerco.
Nuestra suerte dependía del sacrificio de uno de los nuestros. La semana anterior, la brisca se había encargado de elegir a quien debía vigilar la casa del guarda. Una construcción de piedra al final del pueblo desde donde partía un ramal con acceso a las vías principales. Ubicación estratégica para que nadie supiera de sus andanzas.
Una manta sobre los hombros y el lomo apoyado en el manzano del huerto desde donde se dominaban las ventanas del dormitorio, ese era el puesto y la guisa del vigía desafortunado con los naipes. Tenía prohibido fumar para evitar descubrirse, pero el chisquero siempre dispuesto como recurso por si el sagaz funcionario iniciaba su particular batida nocturna. Contaba nuestro frustrado tahúr, bien protegido de la humedad, con uno de los cohetes apalancados de la última romería de nuestra patrona, santa Isabel. La detonación llegaría a nuestros oídos con la suficiente antelación para que nos diese margen a retirarnos. Y aunque hubo un tiempo en que las llantas del Land Rover, a disposición del servicio de guarda forestal, amanecían en el pilón, desde que Rufo, un mastín de noventa y cinco kilos, unía su pescuezo al parachoques ni siquiera lo gatos maullaban por la zona. Pudieran parecer exageradas las medidas de prevención tomadas, pero si mi abuelo pasaba por ser el furtivo más escurridizo de la comarca, nuestro forestal contaba con más multas impuestas y escopetas intervenidas que piezas cobradas por todos los cazadores de la zona.
No abandoné la azorada emoción con la que me sacudió la mezcla  del frío y la transgresión de las normas hasta que las ocurrencias de los tripulantes, a cuenta de las sacudidas de los baches, provocaron la primera carcajada. Risa que el chirrido de los frenos solapó en cuanto llegamos a un recodo de un camino donde se percibía el manto oscuro del frondoso robledal que nos esperaba. De nuevo los nervios se instalaron en mis axilas y mis pasos se convirtieron en falderos de la escasa sombra de mi abuelo. Nuestros compañeros de acecho conocían el bosque y se dispersaron sin otra luz que la orientación de quien ha crecido al mismo tiempo que cada brote convertido, ahora, en la rama que enmarañaba su camino. Sin embargo, bajo el extremo de sus cañones, disponían, unidas con cinta adhesiva, de alargadas linternas para cuando, intuida la bestia al alcance de las postas, iluminar su recio pelaje, el rizo de sus colmillos y el reflejo de su sorprendido cristalino, justo en el momento previo a la deflagración.
Dicen que el jabalí herido de muerte huye a la carga sin sopesar el obstáculo que se interpone en su carrera. Y con esa prevención senté mi intranquilidad en la piedra que mi abuelo había elegido como lugar de espera. Los grillos, alguna lechuza, estrellas fugaces y el cimbreo de las hojas al son de la brisa laminar, junto con la humedad que trepaba por mi asiento, formaban la aspereza del acecho del cazador al paso incierto de la presa. No existe conversación, todo es quietud y silencio, y lo más importante para evitar la fuga temprana del marrano: disfrazarse con los aromas familiares del entorno que frecuenta. De otro modo, cualquier molécula de civilización eriza su lomo y espanta su aparente parsimonia. Es ahí donde el viento toma una importancia vital, pues si la dirección es contraria a su avance puede llegar hasta tu escondrijo sin llegar a descubrirte.
Con frecuencia levantaba la vista hacia la presencia de mi abuelo, inmóvil como los troncos donde apoyaba su corpulencia. El firmamento azulaba las grisáceas sombras de su curtido rostro, impertérrito, mientras atendía al más leve sonido proveniente del claro elegido hacia donde apuntaba su veterana paralela acunada en el antebrazo. Sumido en las imaginaciones desbocadas de un chiquillo ante todo nuevo acontecimiento, volví a sentir su pesada mano, este vez, en mi cabeza, la cual orientó con mimo hacia un determinado punto del claro. Tardé un instante en descubrir una sombra moverse entre las sombras, el mismo tiempo en que mi corazón comenzó a golpear mi pecho como si hubiera estado corriendo detrás de un balón por un barranco interminable. Mis ojos se abrieron a la penumbra cuando descubrí el perfil plateado de una hembra hocicar la atmosfera nocturna antes de continuar su paso olisqueando bellotas o lombrices. Cuando la mano dejó de dirigirme comprendí que la detonación no tardaría en zumbar mis oídos, pero al demorarse ante un disparo tan sencillo desvié mi atención de la presa y descubrí a mi abuelo, de nuevo, imperturbable en su postura junto al árbol. Quise preguntarle el motivo pero la evolución del animal, a escasos metros de los matojos que me ocultaban, acabó por responderme cuando, con una especie de silbido, atrajo la presencia de tres jabatos, con sus características rayas longitudinales, cuyos gregarios pasos y su nerviosa desubicación delataban su imposible subsistencia sin su madre.
No tardaron en desaparecer por el otro lado del claro, momento en el que mi abuelo encerró su boca con las manos e imitó el sonido de un abejaruco. Timbre que se repitió en la lejanía hasta volverse imperceptible. Al cabo de veinte minutos ocupábamos de nuevo los asientos del todoterreno y tres cuartos de hora después la tranca volvía a cerrar la puerta.
A la mañana siguiente mis ojos no se abrieron hasta el mediodía. Licencia que mi abuelo no se concedió pues el campo es enemigo de las legañas. Me salté el desayuno y merodeé por la cocina mucho antes de la hora del almuerzo. Sin embargo, no hubo plato en la mesa hasta que el reloj marcó la establecida para la comida. Ensalada, caldo de gallina, que repetí, y chuleta de cerdo con patatas. Mi abuelo rió cuando media luna de la hogaza desapareció en mi constante rebaño. Luego, tras el postre, me invitó a recorrer la casa. Entramos en habitaciones de difuntos. Cerradas al poco del deceso y cuyo hedor a naftalina recordaba el respeto a dominios de las almas que se fueron. Subimos al ático y me permitió curiosear bajo las lonas, los armarios y los baules. Hubiera enredado toda la tarde pero el polvo saturó mi inquietud y no tardé en regresar junto a la silla donde mi abuelo leía sus novelas de vaqueros.
Lo encontré ensimismado en la lectura de una de ellas y, al descubrir mi presencia, la cerró sobre sus gafas y la dejó junto al resto. Luego, me señaló una silla, la acerqué, y, cuando terminé de acomodarme en ella, comenzó a contarme la primera vez que fue de cacería.
Quien caza por trofeos extingue su pasión. En esa frase podría resumir todo lo que él me enseñó del arte del acecho. Mi abuelo se inició por necesidad pues el hambre se agudizó durante la guerra y las requisas carecían de cuadrantes, de bandos y de frecuencia. Todo hombre de uniforme enseñaba el fúsil como cartilla de impunidad antes de asaltar la despensa ajena. El monte se convirtió en la única fuente de proteínas, pero las bestias recelaban más que nunca a cuenta de la artillería y de los incendios de los bombardeos. Aprendió a dormir al raso, a trampear y a dar muerte con sigilo para evitar a las patrullas, pero sobre todo aprendió a seleccionar sus capturas, como el buen setero que da descanso a la vereda.
En aquel ya lejano bautizo, él también vio a una hembra, pero reparó más en sus ubres espesas, en la hilera de pezones, y en que tres meses distan a julio de abril, mes señalado para alumbrar a sus jabatos. Buscaban al macho, carne más recia pero con inmediato sustituto en la estirpe, y esa noche debió barruntar nuestra presencia. 
El paseo por la casa del día siguiente tuvo su significado. Salvo por las escopetas, cananas y morrales retirados en el cuarto de la escalera, y bajo llave, nadie afirmaría que allí residía un cazador notable. Y aquella misma tarde, después de la charla, fui en busca de mis amigos. La ronda de visitas por sus casas me descubrió cornamentas convertidas en percheros, cabezas disecadas presidiendo chimeneas, colmillos colgando de llaveros y alfombras de pieles curtidas, incluso en un felpudo me topé con las rayas características de los jabatos. La muerte fácil, sin riesgos, como ornato de una afición de apariencia intrépida cuyo rastro en forma de trofeos demuestra cuan débil y alevoso fue su ejecutor.
A partir de entonces, cada tarde de tormenta, recurrí a la luz de una vela para perderme en las lecturas sobre diligencias, indios y cuatreros, y deseché los juegos de mesa, sobre todo los de cartas, ante todo los de cartas. Quién sabe si ya de adulto, adquirida cierta habilidad con los naipes me llevaría a frecuentar compañías de esos cazadores de gatillo fácil que disparan a las sombras.



lunes, 12 de mayo de 2014

Mañana

Llevado por las iras de la debilidad aferré las riendas de mi existencia y terminé, una noche más, caminando sobre las escandalosas puntillas de una nueva borrachera. 
Entre los vapores de la ginebra mi desequilibrado sigilo hacia el dormitorio surgía por la costumbre de una cautela ya innecesaria. Mucho tiempo ha transcurrido desde que una luz al fondo del pasillo dejó de recibirme. Se extinguió mi amor, decepcionado, y, de su mano, dos hijos, igualmente cabizbajos, acordaron su exilio mientras el alcohol siguiera inundando mis entrañas. Enjugué mis lágrimas con su carta del adiós y, al instante, la hice trizas negando la necesidad de sus abrazos.
Desde entonces, calzado, pantalón y camisa alfombran mi dormitorio. Las sábanas arrugan la recepción de mi cuerpo impregnado con el rancio aroma de los bares de persiana. Charlas recientes, inconexas, superfluas, las vertidas ante el último vaso martillean mi sopor previo al desmayo. Cuadros, lámpara y mesilla bailan sus giros mientras sollozo mi extenuación, el mareo del mendigo de ternura que, al mismo tiempo, odia la compasión que tanto necesita. Maldigo, culpo al prójimo que acepta mi dinero a cambio de un trago y a quien brinda y calla su misma y dolorosa soledad. ¿No descifra en mis ojos mi ruego? ¿Es incapaz de descubrir que mi vehemente solicitud reclama lo contrario? Necesito ayuda y me circundan conspiradores. Se han puesto de acuerdo para joderme. Mañana, mañana todo va a cambiar. Me largaré a las montañas y viviré de sus frutos, o mejor, me embarcaré bajo una bandera de Arabia que surque los mares donde espumen las olas más altas y pueda vaciar mi organismo mirando a la cara, en cada embate, cómo llama a la muerte el océano bravo al marinero. Mi piel se curtirá y mi pelo encanecido será domado por lo vientos, sujetaré mis vómitos, respiraré la sal pulverizada y descubriré camaradas que invitan con los hombros a su amistad y gruñen su aprobación ante una bodega rebosante de capturas. Y volveré con las arrugas del acecho, del sobrio, y recuperaré a mi familia, y encontrarán mi reinvención a pesar de sus reticencias, lógicas pues mucho daño causé.
Asumo que ni todas las cobras de la India reúnen el veneno comparable a la perversidad infecta de un solo ser humano poseído por el amor a la botella. Basta una víctima, enamorada de un pasado, empecinada con ese recuerdo, de aquel galán con quien bailó hasta el amanecer, convencida de que con sus piadosas maniobras, con los efectos inconfundibles de su cariño ancestral detendrá la desgracia de su borracho y jamás descubrirá, por culpa de ese empeño sanador, cómo la arrastra hacia el mismo desagüe de su perdición.
Mañana, mañana despido mi agonía. Celebraré su marcha con un último brindis, ni siquiera lo saborearé. Sí, mañana, seguro, el último.

domingo, 4 de mayo de 2014

El refuerzo

        Llegó con esa mirada abierta que acompaña a los extraviados cuando penetran en una estancia por primera vez y aunque antes de entrar le descubrí leyendo nuestro rótulo, muchas dudas demostraron los pasos cortos que dio una vez cruzada la puerta. Fue entonces cuando se despojó de la chaqueta, carraspeó para hacerse notar y pudimos ver su revolver comido por la cintura en unos pantalones tan arrugados como su manchada camisa. Ahora bien, su corbata presentaba un nudo tan impecable que conseguía eclipsar su mamarracho aspecto. Aquella puesta en escena concentró un par de parpadeos del resto de los presentes antes de continuar con la discusión acerca del caso que nos ocupaba. Además del jefe, cinco policías formábamos el grupo de investigación de homicidios y todos rodeábamos, en ese momento, la mesa donde acumulábamos en papel lo concerniente a nuestras pesquisas del último mes. Lo cierto es que nadie le dirigió un primer saludo de bienvenida, pero luchábamos contra el plazo dado por la jefatura para resolver un homicidio antes de que los de la central nos lo birlaran como de costumbre.
Esa fue la razón por la que nuestro comisario, harto de que nos chulearan los de la capital y le sacaran los colores en la junta de seguridad, acudiera a sus contactos de promoción para que le cedieran a alguno de sus mejores hombres sin que tal favor trascendiera en la cúpula policial. Esa fue la razón por la que desconocíamos la llegada de refuerzos, pero nunca pudimos imaginar que un tipejo, que parecía sujetarse los pantalones con la presión de las cachas de su revolver en su huesuda cadera, supusiese la piedra de toque, el revulsivo que nos llevara al éxito. Tampoco lo creyó el comisario, a pesar de su auspicio, nada más descubrirlo desde el pasillo. Su primera impresión debió coincidir con la nuestra y debió tragar saliva antes de interceder para presentárnoslo. Su interrupción detuvo por completo nuestra nueva tormenta de ideas de esa mañana que, como a paladas, volcábamos sobre el cenáculo poco convencidos de su prosperidad.
         —Les presento al refuerzo. ¿Cuál es su nombre, hijo? —preguntó girándose hacia el recién llegado con la mano de sordina, gesto a las claras insuficiente para contener su atronadora voz.
Un susurro pareció salir de la boca del joven.
—¿Eh? García... Ejem, el detective García viene a reforzar la investigación. Ya sé que no les dije nada, no pongan esas caras, su solicitud la he llevado con mucha discreción para evitar filtraciones en la central, por esa razón lo he orquestado todo desde la cafetería de la Encarna. Durante un par de turnos será su compañero, trátenlo como a un igual, póngale al día y concédanle todo lo que necesite.
         Todos resoplamos en cuanto el comisario se perdió por el pasillo, y, por supuesto, ignoramos a García, salvo Mauricio, nuestro jefe de brigada, quien le tendió la mano y le explicó un poco por encima la situación. Pero García parecía disperso con la mirada puesta en el diagrama de la pizarra donde las fotos de los sucesos se enlazaban con las líneas, los datos al pie e interrogantes, docenas de interrogantes, demasiados, tantos como líneas y fotos.
         Ante el pasmo de nuestro peculiar refuerzo con el paisaje, un «por dónde íbamos» de Mauricio retomó la reunión de brazos arremangados y apoyados en el canto de la mesa donde rodeábamos los expedientes como si, en el acecho, los obligáramos a derrotar la salida del laberinto. Y nos olvidamos de García, quien, ahora, caminaba entre el resto de documentos que poblaban las mesas de la brigada con las manos cruzadas sobre sus riñones como un curioso en la Cuesta de Moyano.
         Por mucho que la presión de una cuenta atrás fuera agobiante, la hora del café no se perdonaba y a las once sujetábamos una taza donde la Encarna. Cualquier tema de conversación distinto a los vertidos en la oficina era aplaudido, quizá por esa razón tampoco nadie quiso tertuliar sobre García, quien debía seguir en la brigada absorto con los diagramas, no así nuestro comisario, quien, en la otra esquina de la barra, parlamentaba de sus quehaceres con el secretario con tal claridad que resultaría el vocal idóneo para un taquígrafo.
         Cuando regresamos, con esa alegría que otorga una panza satisfecha, el habitual desorden de carpetas nos devolvió como un sopapo a la realidad de nuestros plazos. El resoplido fue general y mi vistazo el único que reparó en la ausencia: García se había esfumado y con él algo más.
Para cualquiera que controle sus habituales dominios reconocerá que por mucho caos que reine en el despeinado mobiliario cualquier cambio se descubre de inmediato, y lo evidencié nada más pisar el despacho. Una caja, la de las pertenencias de la víctima, se encontraba abierta.
         Y mientras mis compañeros ignoraban mi nueva inquietud y jugaban a sudar conjeturas examiné la caja de cartón. Un pálpito me llevó a preguntar por si alguien hubiera trasteado con ella. Con la segunda elevación de hombros dejé de interrogar. Pero ahora era la curiosidad la que primaba por delante de la responsabilidad que suponía la desaparición de los objetos contenidos.
Acostumbrados al ridículo de nuestro innegable desprestigio el extravío de elementos de la investigación, de pruebas, nos conduciría a recuperar nuestros empolvados uniformes y a vigilar puertas como premio a una larga trayectoria de despropósitos. Sin embargo, nuestra nula perspicacia se vio alentada y dirigida hacia una sola pista y, el resto, las que salpicaban de interrogantes nuestro panel, dejaron de abrumarnos en cuanto alerté de la sustracciónn los bolsillos y junto al cadaverdar el contenido de la caja. La vestimenta no entraba en las suposiciones pero lo encontrado . Esa pertenencia podía ser el camino definitivo hacia la resolución del crimen y el supuesto García se la había llevado. Fue innecesario demostrar su autoría, el comisario se encargó de desentrañarla irrumpiendo en el despacho con el sofoco de los iracundos. La ropa del tal García y un revolver de juguete habían sido encontrados en los vestuarios junto a una taquilla abierta. Revelación confirmada en cuanto se supo, cinco minutos después, de la presentación formal del auténtico refuerzo, quien mostró sus credenciales ante el policía de la puerta.
 Rehuimos mirarnos cuando Emanuel Estante reverenció su entrada mostrando su placa de inspector. Cada uno para sus adentros recordó su nula sagacidad cuando el supuesto detective García, se presentó sin otra identidad que su demostrada caradura, por esa razón decidimos tragar saliva antes de concentrarnos en recordar los detalles del objeto desaparecido, a resultas, nuestra única tabla de salvación si es que lográbamos vincularlo. Un ejercicio que suponía extraer del bodegón de la memoria datos difusos, de sencilla fantasía y ausentes de rigurosidad. Nueva complicación surgida hasta que el refuerzo, sin otra fórmula de cortesía que un dar un paso al frente, sugirió acudir al archivo fotográfico por si la relación de las pertenencias encontradas en la víctima fue registrada.
Creo que en ese preciso instante cité los nombres de cada uno de mis compañeros para mis adentros y les miré de reojo. Y también en ese preciso momento presentí que todos los demás pensaban lo mismo. Resultábamos ser una camada de veteranos aprendices a los que el catálogo de puestos de trabajo nunca les regaló un compañero ilustrado de quien aprender. En vez de formarnos con el tiempo y acudir a las lecciones del veterano, nuestra antigüedad sólo suponía una resma de calendarios y no había grano de la paja que separar, todos éramos briznas resecas y el inspector Estante representaba, con su simple recomendación, un silo rebosante de cereales.
De una gaveta surgió el informe con el reportaje del llavero y sus cuatro llaves, el objeto desaparecido. Lo extendimos sobre la mesa y creamos un pasillo para que el inspector entendiera que nuestra pose no era la más cortés de las ofrendas, aunque lo pareciera, sino una desesperada llamada de auxilio. Con la cautela que exige la buena educación aceptó el envite, examinó las láminas y, tras acariciarse el mentón durante un minuto, se giró, nos miro a todos como a un conjunto y acabó depositando sus ojos en los del comisario, quien permanecía en el umbral disimulando su creciente interés. Acto seguido se dirigió a la mesa donde las ropas del impostor arrugaban su abandono. Las examinó, volvió a acariciarse el mentón, nos miró y acabó su repaso visual en el panel de diagramas, luego, habló.
—Es un crimen de imposible resolución, pero existen unos aspectos intrigantes que convendría aclarar.
Y dicho esto se sentó a horcajadas en una silla mientras los demás nos concentrábamos a su alrededor, afinando los oídos ante la contundencia de su alegato, sorprendidos de su rotundidad, y, para qué negarlo, más que nunca deseosos de entregar el caso a los de la central sin filtrarles ni un ápice de la conclusión a la que el inspector Estante había llegado.
—En primer lugar, antes de proceder con la intriga del impostor es primordial aclarar que de ningún modo se trata de un homicidio sino de una fatalidad, por lo tanto, el crimen como tal no existe.
—¿Un accidente? —me atreví a interrumpir ante el asombro de todos y el mío propio como consecuencia de la hostilidad que dibujaron las caras de mis superiores.
—Así es —confirmó el inspector—. Un accidente, reconozco que casi circense, pero escuchen con atención mi versión de lo sucedido: El fallecido, un reconocido empresario de la ciudad, casado, con tres hijos ocultaba su otra vida alejada de sus negocios y familia, la de una relación extramarital con otro hombre, el supuesto detective García.
El murmullo inmediato de los allí congregados tuvo que ser silenciado con el contundente reproche del comisario quien ya no disimulaba su interés y se hacía un hueco en el círculo.
—Como ya saben, la noche de su muerte —prosiguió— fue encontrado sin vida en el interior de un cajero automático con un fuerte golpe en la cabeza, su cartera desperdigada por el suelo, el dinero extraído desaparecido y, atentos al detalle, descalzo sobre un charco de orina que estimaron propio, ya saben, la relajación de esfínteres típica de un finado. El otro detalle es que su coche se encontró perfectamente estacionado una calle más arriba y, en su interior, no apareció la chaqueta del traje que, la viuda afirma en su declaración, vestía cuando salió de casa. Por lo tanto, teniendo en cuenta la ausencia de establecimientos hoteleros en la zona y que los compañeros de científica peritaron que el cuerpo nunca fue movido del lugar de su aterrizaje, me inclino a pensar en que su intención era pernoctar en el domicilio de su amante, seguramente, aledaño al cajero.
Podría resultar cómico pero mientras escuchaba al inspector me descubrí acariciándome el mentón y, lo que es más llamativo, mis compañeros, inconscientemente, imitaban el gesto. Lo cierto es que muchas preguntas me iban asaltando según la exposición se iba alargando, pero el inspector tenía el don de anticiparse a mis inquietudes e iba respondiendo a todas y cada una de ellas sin margen a nuevas interpretaciones. Confesó que en el trayecto en tren desde la capital vino leyendo las copias del atestado que le facilitó su comisario, y que la clave de todo se la revelaron las ropas de García. No dejó una pieza sin encajar en el rompecabezas de nuestro panel.
Esa misma noche fuimos a despertar al indigente que acostumbraba a dormir en el cajero. No fue necesario cotejar la orina del mendigo con la que empapó parte de las ropas del difunto, ni evidenciar que calzaba unas zapatillas de andar por casa tres números más grandes, las mismas que causaron el resbalón fatídico y que se calzó una vez que recogió su somier de cartones y el dinero esparcido por el suelo. Averiguar el domicilio de García fue más sencillo de lo esperado gracias a los consejos de Estante.
Según su cadena de acontecimientos, quien baja con urgencia a un cajero con ese tipo de calzado es aquel que ha encargado comida a domicilio y descubre no disponer del suficiente metálico. Consultamos los quince chinos del barrio y en la tercera pizzería visitada una dirección marcada en rojo, bajo el epígrafe «capullo», constaba en el dietario en la fecha del óbito.
Nuestra insistencia con el picaporte no obtuvo frutos pero la pizzería nos facilitó el teléfono y lo marcamos desde el rellano. Manuel Sinsargo —figuraba en el buzón— no descolgó pero la tarima reveló sus pasos de cautela y nuestras voces, firmes por saberse escuchadas, doblegaron su encierro. Cuatro cerrojos descorrieron sus bloqueos y la puerta blindada se abrió para mostrar a nuestro infame detective. Cuasi irreconocible, acicalado como un príncipe de la Disney, ofrecía sus muñecas muy a nuestro pesar, pues su declaración y las ropas sustraídas de la taquilla eran todo el botín estimado en la visita. Expuestas nuestras intenciones, aún tembloroso, a pesar del giro de su suerte, se dejó caer en el sofá y comenzó a largar su historia con cierta congoja en cada pausa.
La noche del deceso, con una botella en la mano, regresaba a casa cuando las luces naranjas y azules de los vehículos de emergencia cegaron su vista acostumbrada a las farolas. Tuvo que pedir permiso para salvar el cordón que acotaba las inmediaciones del cajero y poder llegar hasta el portal. Su curiosidad por lo sucedido era menor que sus ganas por llegar a casa. Cena con velas y la promesa de un par de horas sin interrupciones.  Él, nuestro supuesto García, había salido a por vino al colmado de la esquina mientras su amante encargaba unas pizzas por teléfono. Dejó las llaves puestas, quedaron que le abriría. Su infructuosa insistencia con el telefonillo le obligó a recular y se vio de nuevo tras el cordón con frecuentes vistazos a la luz de su ventana por si el amante asomaba. A la hora, el juez, y media más tarde, los del tanatorio, para llevarse un cadáver que antes de embolsarlo pudo reconocer.
Un indigente le sorprendió desorientado, entre lágrimas, en uno de los bancos del parque, frente a su casa y le interrogó por la botella. Se ofreció a abrirla previo compromiso de un trago. Olía a orines y al rancio hedor de la vida entre soportales, pero la desdicha atenuó sus escrúpulos, pues su cuerpo lacerado por la muerte prójima le pedía sumergirse en el alcohol como único y más inmediato refugio. Fue un error.
No quedó una gota que lamer y la madrugada le despertó con el frío letal que aúnan la intemperie, la resaca y la depresión. Por toda ropa su traje de comercial de puerta en puerta y por almohada su corbata. Sin cartera, sustraída por los búhos, sin llaves y sin ningún ánimo por sacudirse el manto del desconcierto, los cuatro euros de las vueltas del vino supusieron todo el caudal para afrontar una subsistencia que pensó inmerecida ya sin su compañero. Le dio para nuevos vinos peleones y el pan, cuatro barras, una por día, la última la estiró tres jornadas más. Aprendió del indigente, quien juró desconocer el paradero de la billetera, a pasar las noches entre cartones, y cuando el último mendrugo se solidificó hacia la dureza del granito recordó el día de su marcha del pueblo tras confesar su homosexualidad. Fue en los tiempos en que comenzó por alojarse en una pensión del centro y consiguió un trabajo de comercial gracias a la finura de sus modales. Las enciclopedias volvían con fuerza, eso le dijeron. Con el flequillo todavía húmedo, su primera puerta le abrió todas las demás. La casualidad, mejor dicho, una lumbalgia, quiso que el empresario se encontrara solo en casa. No le prestó ninguna atención sobre las excelencias de la enciclopedia pero, sin embargo, no perdió detalle de su boca mientras las explicaba. Eso le confesó el difunto cuando, tras pedirle la tarjeta, le llamó esa misma tarde. Lo demás transcurrió tan rápido como ideal. Le puso un piso y tanta protección le quiso dar que a la semana del fallecimiento, cuando acudió a un cerrajero —cansado y hambriento de herrar su luto entre apestados—, su desaseado aspecto y la solidez de la puerta espantaron al mecánico, receloso ante el discurso de un indocumentado.
Su penitencia se extendió tres semanas más de lo que el dolor de la pérdida tardó en diluirse. Atenuada la frecuencia de las réplicas emocionales, éstas punzaban su ánimo con menos intensidad que la mugre y el hambre su espíritu. Y fueron el acicate suficiente para intentar ganar por la ventanas una ducha, documentos, un hogar; en definitiva, la tranquilidad perdida en su largo responso. Pero esa nueva vía de acceso elegida resultó tan imposible como peligrosa intentarla. Y fue la casualidad la que quiso que en una ronda de bares buscando los restos de desayunos, todavía humeantes, que el personal abandona en ese precipicio de las prisas antes de que el camarero las retire, cuando escuchó una propuesta en una policial voz atronadora que le llevó a la desesperada idea de suplantar al inspector solicitado.
No tuvimos oportunidad de despedirnos de Emanuel Estante, nuevos asuntos le reclamaban en otra parte del país y se largó con la misma fluidez con que desentrañó las singularidades del caso. Desde su marcha, nos dedicamos a repasar aquellos sucesos que tachamos como imposibles y aunque se siguieron resistiendo, desde entonces, afrontamos los venideros con esa caricia en la punta de la pera en honor a nuestro refuerzo.