Muchos
años después, la prensa había de relatar los sucesos luctuosos acaecidos en el
faro de la isla de Mouro como una serie de desgracias con resultado de muerte.
Todo
comenzó cuando las tempestades acaecidas durante el invierno de 1865 se
cobraron como víctima a uno de los dos fareros destinados en la torre. Las
explicaciones del superviviente fueron dadas por buenas y nadie insistió en
otras aclaraciones cuando el cuerpo de su compañero fue recuperado días después
con las señales que el mar bravo firma contra las rocas.
En el informe
remitido a la autoridad portuaria se consignó que la fatalidad sobrevino cuando
la esclusa, la que comunica la residencia con el mirador de acceso a la lámpara,
cedió con el embate de las olas y comenzó a filtrar agua. La inusual altura que
alcanzaba cada golpe de mar, muy por encima de los cuarenta metros, preocupó a
los vigilantes y decidieron comprobar que la linterna seguía emitiendo su
cadencioso brillo y no había sucumbido a la tormenta. Con ese ánimo, ciegos al
exterior, contaron los golpes que retumbaban en las paredes para calcular el
ritmo de los siguientes y, de este modo, elegir el momento adecuado para salir.
Un segundo,
ese fue el tiempo que el único superviviente tuvo para comprender que el
infierno no siempre debería representarse en llamas. Acostumbrado a un paisaje
privilegiado desde la atalaya que domina la bahía, a divisar panzas de burro
cuando el mar se riza, a fumar en pipa frente a la bujía y ver descomponerse
las volutas, y a puestas de sol que llevan al suspiro, la acuarela que ahora se
dibujaba ante sus ojos mostraba descomunales y negras paredes de agua golpeándose
unas a otras y elevando con su empuje toneladas de densa espuma hasta anular
toda luz del cielo. Nunca antes habían visto nada igual. Parecía que la tierra
se había hundido y que el mar se peleaba por engullir la insignificante roca
que sustentaba el faro de Mouro. Un instante después, el nivel subió e igualó
las paredes del mar que les rodeaba confiriendo a la torre el ridículo aspecto de
un fósforo precipitándose hacia el abismo de un negro pozo.
No hubo embate,
no hubo ola, fue simple inmersión. El fallecido flotó por encima de la
barandilla y el superviviente quedó suspendido cerca de la esclusa. Cuando el
nivel descendió con la misma rapidez que en su ascenso, uno se encontró rodando por
las escaleras entre latigazos de agua y el otro cayendo al vacío del lecho
marino hacia un fondo que nunca antes peinó sus algas con el aire.
Tres
décadas transcurrieron desde aquel episodio y, durante una semana de galernas, otro
hecho similar hubo de acontecer en el faro de Mouro. Cuando el temporal amainó
y la barca de aprovisionamiento pudo tomar tierra en la isla, el barquero
descubrió la figura del veterano vigilante al borde de la escollera y, a sus
pies, el fardo de mantas que envolvía el cadáver de su malogrado colega.
Muerte
natural, dictaminó el médico que examinó el cadáver. Certificado que no evitó el
interrogatorio de la policía. El único testigo sólo confeso sus criticables
intenciones de arrojar al mar el cadáver cuando éste comenzó a corromperse,
pero el temor a ser barrido por el oleaje le impidieron ni siquiera acercarse a
la puerta. Por otra parte, los remordimientos de haber presenciado una
situación parecida, treinta años atrás, le inclinaron a esperar, pues si ya la
sombra de la sospecha planeó sobre su figura durante los meses posteriores al
primer suceso, con el presente, nadie le libraría del recelo de sus paisanos
para el resto de sus días.
Al año
siguiente, con la obras de mejora consolidadas, con un destellador nuevo tras
una óptica de tambor, Demarcación de Costas decidió suprimir la residencia. La
jubilación llamó a la puerta del farero y se encontró a sus cincuenta
contemplando la que fuera su vivienda desde el ventanuco de una pensión de la
bahía. Lugar donde, dos semanas después, fue encontrado ahorcado de la viga
maestra de la buhardilla.
Las crónicas
se apresuraron a dictaminar el síndrome del naufrago como la causa de la
depresión que le llevó al suicidio. Principio que ningún galeno se atrevió a
desmenuzar y, más bien, apuntaron hacia la escasez de trabajo para un hombre
acostumbrado a la contemplación y a la vida sin prójimos que le dicten.
La
verdad nunca quedó desvelada salvo para un hombre. Un hombre que supo esperar a
que el farero perdiera su oficio. Un hombre que fue niño cuando su padre perdió
la vida en el temporal de 1865. Un niño que creció para ganarse el puesto de
barquero, para no perder de vista a quien siempre consideró un asesino y a
quien visitó la tarde de su ahorcamiento para confesarle la relación que le
unía con el fallecido al tiempo que le entregaba un paquete que envolvía una soga.
«Hijo, el mar sólo
sorprende a los incautos, siempre avisa, tiene su ritmo y es el cielo quien
avanza su bravura. No lo olvides si pretendes vivir de él cuando tus manos sean
capaces de sujetar el peso de tu cuerpo o la driza de tu vela».
Esa y otras lecciones sobre la prudencia
fueron el orgullo de un crío que presumía de un padre por quincenas. Al que
consideró siempre un héroe por dedicarse a un oficio destinado a prevenir los
desastres en la navegación.
Cada noche,
con cada haz que entraba por la ventana y barría el techo de su cuarto, aquel
niño dormía abrazado a la certeza de que su héroe seguía salvando vidas y le
saludaba con los guiños de su lámpara. Por aquel entonces soñaba con trabajar junto
a él y contemplar las constelaciones que le describía en cada permiso dibujándolas
con el dedo por encima de su cabeza.
Con la noticia
del fallecimiento y con la versión oficial del accidente, el resto de su vida
creció cuestionándose la novelada muerte de su padre y, cuando consiguió el
puesto de barquero, con los escasos nuevos datos que fue absorbiendo en cada
visita a la isla, ocultada su relación de parentesco con la víctima, en el
trance de provisiones y correo, en las breves charlas que mantuvo en la
escollera con el superviviente, bajo el disfraz del interés casual, fático,
morboso a veces, fue sonsacando matices y componiendo la historia hasta que
ésta quedó deshilada,
El barquero descubrió una enemistad que las estrecheces de un
faro magnificaron hacia el odio a cuenta de las intenciones de Demarcación de
Costas de sustituir a uno de ellos ante un compromiso con un tercero, aquel al
que la muerte, unos años más tarde, sorprendió en su puesto sin que otra causa
mediara y que terminó condicionando la existencia del servicio de fareros en la isla de Mouro y el de la barca que la unía a tierra.