viernes, 25 de julio de 2014

El faro de Mouro

         Muchos años después, la prensa había de relatar los sucesos luctuosos acaecidos en el faro de la isla de Mouro como una serie de desgracias con resultado de muerte.
         Todo comenzó cuando las tempestades acaecidas durante el invierno de 1865 se cobraron como víctima a uno de los dos fareros destinados en la torre. Las explicaciones del superviviente fueron dadas por buenas y nadie insistió en otras aclaraciones cuando el cuerpo de su compañero fue recuperado días después con las señales que el mar bravo firma contra las rocas.
En el informe remitido a la autoridad portuaria se consignó que la fatalidad sobrevino cuando la esclusa, la que comunica la residencia con el mirador de acceso a la lámpara, cedió con el embate de las olas y comenzó a filtrar agua. La inusual altura que alcanzaba cada golpe de mar, muy por encima de los cuarenta metros, preocupó a los vigilantes y decidieron comprobar que la linterna seguía emitiendo su cadencioso brillo y no había sucumbido a la tormenta. Con ese ánimo, ciegos al exterior, contaron los golpes que retumbaban en las paredes para calcular el ritmo de los siguientes y, de este modo, elegir el momento adecuado para salir.
Un segundo, ese fue el tiempo que el único superviviente tuvo para comprender que el infierno no siempre debería representarse en llamas. Acostumbrado a un paisaje privilegiado desde la atalaya que domina la bahía, a divisar panzas de burro cuando el mar se riza, a fumar en pipa frente a la bujía y ver descomponerse las volutas, y a puestas de sol que llevan al suspiro, la acuarela que ahora se dibujaba ante sus ojos mostraba descomunales y negras paredes de agua golpeándose unas a otras y elevando con su empuje toneladas de densa espuma hasta anular toda luz del cielo. Nunca antes habían visto nada igual. Parecía que la tierra se había hundido y que el mar se peleaba por engullir la insignificante roca que sustentaba el faro de Mouro. Un instante después, el nivel subió e igualó las paredes del mar que les rodeaba confiriendo a la torre el ridículo aspecto de un fósforo precipitándose hacia el abismo de un negro pozo.
No hubo embate, no hubo ola, fue simple inmersión. El fallecido flotó por encima de la barandilla y el superviviente quedó suspendido cerca de la esclusa. Cuando el nivel descendió con la misma rapidez que en su ascenso, uno se encontró rodando por las escaleras entre latigazos de agua y el otro cayendo al vacío del lecho marino hacia un fondo que nunca antes peinó sus algas con el aire.
         Tres décadas transcurrieron desde aquel episodio y, durante una semana de galernas, otro hecho similar hubo de acontecer en el faro de Mouro. Cuando el temporal amainó y la barca de aprovisionamiento pudo tomar tierra en la isla, el barquero descubrió la figura del veterano vigilante al borde de la escollera y, a sus pies, el fardo de mantas que envolvía el cadáver de su malogrado colega.
Muerte natural, dictaminó el médico que examinó el cadáver. Certificado que no evitó el interrogatorio de la policía. El único testigo sólo confeso sus criticables intenciones de arrojar al mar el cadáver cuando éste comenzó a corromperse, pero el temor a ser barrido por el oleaje le impidieron ni siquiera acercarse a la puerta. Por otra parte, los remordimientos de haber presenciado una situación parecida, treinta años atrás, le inclinaron a esperar, pues si ya la sombra de la sospecha planeó sobre su figura durante los meses posteriores al primer suceso, con el presente, nadie le libraría del recelo de sus paisanos para el resto de sus días.
Al año siguiente, con la obras de mejora consolidadas, con un destellador nuevo tras una óptica de tambor, Demarcación de Costas decidió suprimir la residencia. La jubilación llamó a la puerta del farero y se encontró a sus cincuenta contemplando la que fuera su vivienda desde el ventanuco de una pensión de la bahía. Lugar donde, dos semanas después, fue encontrado ahorcado de la viga maestra de la buhardilla.
Las crónicas se apresuraron a dictaminar el síndrome del naufrago como la causa de la depresión que le llevó al suicidio. Principio que ningún galeno se atrevió a desmenuzar y, más bien, apuntaron hacia la escasez de trabajo para un hombre acostumbrado a la contemplación y a la vida sin prójimos que le dicten.
         La verdad nunca quedó desvelada salvo para un hombre. Un hombre que supo esperar a que el farero perdiera su oficio. Un hombre que fue niño cuando su padre perdió la vida en el temporal de 1865. Un niño que creció para ganarse el puesto de barquero, para no perder de vista a quien siempre consideró un asesino y a quien visitó la tarde de su ahorcamiento para confesarle la relación que le unía con el fallecido al tiempo que le entregaba un paquete que envolvía una soga.
«Hijo, el mar sólo sorprende a los incautos, siempre avisa, tiene su ritmo y es el cielo quien avanza su bravura. No lo olvides si pretendes vivir de él cuando tus manos sean capaces de sujetar el peso de tu cuerpo o la driza de tu vela».
           Esa y otras lecciones sobre la prudencia fueron el orgullo de un crío que presumía de un padre por quincenas. Al que consideró siempre un héroe por dedicarse a un oficio destinado a prevenir los desastres en la navegación.
Cada noche, con cada haz que entraba por la ventana y barría el techo de su cuarto, aquel niño dormía abrazado a la certeza de que su héroe seguía salvando vidas y le saludaba con los guiños de su lámpara. Por aquel entonces soñaba con trabajar junto a él y contemplar las constelaciones que le describía en cada permiso dibujándolas con el dedo por encima de su cabeza.
Con la noticia del fallecimiento y con la versión oficial del accidente, el resto de su vida creció cuestionándose la novelada muerte de su padre y, cuando consiguió el puesto de barquero, con los escasos nuevos datos que fue absorbiendo en cada visita a la isla, ocultada su relación de parentesco con la víctima, en el trance de provisiones y correo, en las breves charlas que mantuvo en la escollera con el superviviente, bajo el disfraz del interés casual, fático, morboso a veces, fue sonsacando matices y componiendo la historia hasta que ésta quedó deshilada, 
El barquero descubrió una enemistad que las estrecheces de un faro magnificaron hacia el odio a cuenta de las intenciones de Demarcación de Costas de sustituir a uno de ellos ante un compromiso con un tercero, aquel al que la muerte, unos años más tarde, sorprendió en su puesto sin que otra causa mediara y que terminó condicionando la existencia del servicio de fareros en la isla de Mouro y el de la barca que la unía a tierra.

lunes, 14 de julio de 2014

Libertad

Después de veinte años de encierro, aquella tarde fue la más larga en la vida del preso Martín de Arozamena.
A punto de cumplir los cincuenta, se había visto inmerso en otros motines pero, en éste último, el nuevo director, un joven inexperto, convencido de sus capacidades y por aquello de silenciar la contrariedad, se abstuvo de pedir refuerzos y la algarada se le fue de las manos sin que nadie en el exterior supiera de la contienda. Hasta tal punto perdió la iniciativa que escudos y porras resultaron insuficientes para detener la asonada. Fue entonces cuando las armas de fuego comenzaron a soltar plomo en cuanto los funcionarios se vieron acorralados sin otra alternativa que pegar la espalda a los sólidos muros y tratar de abatir a una jauría incontrolada. Decisión fatal pues cuando la munición se agotó la rabia se había acrecentado a los niveles del canibalismo. No hubo piedad y la ira llegó hasta los despachos.
Conviene señalar que el titulo de máxima seguridad en un recinto penitenciario confiere un aspecto que apenas tiene que ver con las rigurosas medidas establecidas para confinar a quienes alberga. Más bien se refiere a la elevada peligrosidad de sus reos. Éstos propician un ambiente de rivalidad y de terror que condiciona a que, entre ellos, las divergencias se resuelvan por códigos sectarios y evitan la intervención de sus vigilantes salvo para la retirada del cuerpo del acuchillado de turno.
La llegada de nuevos presos se tasa en el patio y aquellos que muestran músculo o pedigrí sangriento en su ficha, o ambas aptitudes, son seleccionados por cada bando para engrosar su pequeño ejército de esbirros en riguroso orden según el turno establecido. Ese era el único pacto entre la chusma y hasta la fecha nunca fue quebrantado, salvo aquella tarde tan larga en la vida de Martín de Arozamena.
La revuelta surgió con la última remesa integrada por Zeus Morante, un preso de una belleza andrógina fuera de lo común que despertó las apetencias dormidas de quienes hasta entonces siempre suspiraron por las mujeres de calendario que arrugaban sus somieres y renegaron de las relaciones homosexuales.
El desacuerdo por compartirlo llevó al enfrentamiento de los líderes allí reunidos y los pinchos relucieron para no tardar en ocultar su filo en cuellos, pechos y barrigas. Ninguno se libró de una herida mortal y cada uno, según la gravedad del órgano afectado, fue mezclando su agonía con la del charco del vecino hasta formar una hamburguesa de canallas en el rincón del patio donde acostumbraban a deliberar.
Descabezada la comunidad, los lugartenientes, lejos de continuar con el picadillo, al menos en un principio, decidieron unirse y cargar contra unos guardianes tan acostumbrados al espectáculo de sus gladiadores peleando en la arena, que, en cuanto éstos empujaron las puertas, descubrieron las consecuencias nefastas a tanta desidia con los cierres.
A la densidad de la pólvora se unió el sudor de la batalla y el hedor de los fluidos que los cuerpos inertes ya no sujetan. Y el silencio, remarcado por los intermitentes gemidos de los moribundos, se apoderó de pasillos, celdas, patios, galerías y despachos hasta convertir en un camposanto la bulliciosa cárcel que fue, hasta entonces, el hogar perpetuo de Martín de Arozamena, quien, como buen veterano, supo dónde ubicarse para evitar la pelotera y mantenerse oculto, pues en cuanto no quedaron uniformes que abatir, de inmediato comenzó la refriega de tatuajes rivales por rencores enquistados.
La calma fue interrumpida por los cuervos graznando sobre la alambrada su alegría ante la promesa de un aroma a festín infinito. Fue entonces cuando Martín de Arozamena salió de su escondrijo para descubrir el mismo caos que una torrentera muestra cuando el cauce retorna a los límites del riachuelo que siempre fue: así como las ramas más altas que el agua engulle terminan decoradas con restos de basuras a modo de sucios penachos; así como las ramas astilladas cual barbas de un erizo atraviesan las vallas de los puentes; así como el barro adoba orillas que nunca lo fueron, así como los vehículos se amontonan cual cesto de pinzas en cada meandro y muestran sus tripas y ruedas al cielo rindiéndose a su nuevo rol de chatarra. Ahora, las galerías, las celdas, hasta entonces relucientes, se embadurnan de girones, de chamusquina cesante, de posturas grotescas de cuerpos que ya buscan ser polvo. Pero si algo sorprendió a Martín de Arozamena en su paseo entre el desastre fue la leve brisa que corría por donde nunca antes sopló otro aire que la pegajosa respiración de los sicarios angostando pasillos.
La edad en Martín había sido respetuosa con su flequillo y aún peinaba un tupé que el novedoso viento trataba de desmoronar. Buscó la procedencia sorteando los obstáculos, el resultado de cinco horas de violencia extrema, la muestra y la razón de por qué la sociedad aislaba a sus hijos imposibles. Caminó hasta detenerse en el umbral donde la luz del día remarcaba con su intensidad los ángulos del estrecho corredor que un postigo entreabierto filtraba.
Como un chiquillo que remilga en la cima de su primer tobogán, Martín de Arozamena sentó su cuerpo a un paso del quicio que abría su hoja a la inmensidad y contempló el paisaje tembloroso que el sol abrasador impregna a la tierra tostada. La libertad se atraganta si añorada se mantuvo por mucho tiempo, el vértigo del encierro se invierte y el mareo surge ante la ausencia de límites. «Cuando salga…», recuerda. Frase suya y la de sus colegas pronunciada, escuchada durante décadas, soñada; al final, olvidada por el anestésico efecto de la desesperación y la costumbre de toda una vida entre rejas. El primer tobogán, la primera vez, un adulto de la mano en cada escalón, luego el descenso y un fuerte abrazo al término, junto al suelo, como recompensa. Felicitaciones por la proeza de haber vencido a la indecisión, de haber ignorado las alarmas de la supervivencia, del titubeo quebrado por la confianza ciega hacia la progenie.
Nadie esperaba a Martín de Arozamena al otro lado. De aquella civilización que transgredió nada quedaba. Su madre, que abandonó su hogar para poder cumplir cada fin de semana con las visitas, diez años atrás interrumpió la frecuencia. Al mes supo de su fallecimiento por un acreedor que no tuvo reparos en visitarle para reclamarle los recibos del alquiler. Con aquella noticia perdió el ánimo por reducir la condena, a aspirar a una fuga, a mirar al cielo, a envidiar las aves que cruzaban el espacio abierto del patio. Se dejó llevar por la rutina carcelaria y se convirtió en un recluso fantasma, en el cabizbajo preso que languidece a la espera de que la naturaleza le reclame como fermento, pero sin los atajos que la violencia regala. Morir tranquilo, pues en alguna parte leyó que a uno le recuerdan por su forma de despedirse.
Difícil decisión: quedarse o mudar, cruzar el umbral y convertirse en un fugitivo sin otro destino que improvisar el siguiente cobijo o, por el contrario,  esperar al culatazo con que le saludaría el grupo de asalto.
A las seis treinta de la mañana del día siguiente el más madrugador de los funcionarios de prisiones aparcó sin problemas frente a la puerta de acceso al personal. De la guantera sacó su arma y en su mano se mantuvo mientras contemplaba a través del parabrisas el solar en que se había convertido el aparcamiento. Dudó antes de descender y con la primera pisada escuchó el cristal de azúcar crujir bajo sus botas. Rastro habitual de quien violenta la ventana de un vehículo. El sol crepuscular reveló una alfombra de montoncitos diamantinos a su alrededor, uno por cada coche robado.
Poco después, la llegada del autobús de línea y sus frenos chirriar precedieron al desembarco de familiares. Cargados de ofrendas, esperanzados con alegrar los rostros de sus allegados, miraron con la misma extrañeza al hombre de la pistola en una mano y un celular en la otra que sudaba en cada explicación proferida al aparato.
Cinco días necesitó instituciones penitenciarias para entregar un informe completo y sin fisuras donde se relacionaba el número de fugados y sus filiaciones. Durante ese tiempo, cuarenta y tres fugitivos circularon por el país a sus anchas. Algunos, más bien la mayoría, se dedicaron a lo que peor se les daba: evitar a la policía, pues a pesar de la bula temporal quien nace incorregible su estancia en prisión sólo sirve para reafirmarle en su naturaleza. Uno a uno, todos fueron detenidos en el margen de un mes salvo Martín de Arozamena.
Martín supo entender la oportunidad y luchó contra el reloj durante toda la madrugada. Anuló asientos, borro fichas, reconstruyó cuadernos, quemó sus pertenencias, abrió taquillas, buscó ropas, recolectó calderilla, billetes, documentación y preparó una maleta, y esperó. Esperó en la parada al primer autobús del día y confió en el asombro de los presentes para que su figura pasara desapercibida. Ni siquiera el chófer reparó en él. Su atención se perdía en la pistola esgrimida por el madrugador funcionario y en las pequeñas columnas de humo que surgían del recinto.

Martín pensó en todo menos en un detalle que le llevó a estirar una sonrisa mientras el amanecer se filtraba por los ventanales del autobús. Su vestimenta era de su talla y actual, el calzado, perfecto; el corte de pelo y el afeitado, adecuados, sin embargo, había olvidado un complemento: unas gafas de sol. La orientación del patio y el edificio central garantizaban sombra todo el año. Tragaluces, ladrillos de pavés y cortinajes permitían suponer su posición en otras zonas de la penitenciaría, pero la ausencia de sus rayos directos añadía para muchos de los condenados un castigo tan severo como una restricción de visitas. Martín de Arozamena había olvidado la sensación de su golpe directo en la cara y aunque le costó averiguar al forma de deslizar la parte superior del cristal, por fin pudo aunar la caricia del astro a esas tempranas horas y el vendaval que filtraba la abertura. En ese instante comprendió el significado de una palabra perdida que juró nunca jamás volvería a abandonar.