¿Qué
me llevó a esta pared, a este miedo?
Debería
comenzar desde el momento en que salimos del hotel hacia Sierra Nevada,
California. Empleamos las primeras luces del viernes para ultimar los
preparativos y a eso del mediodía rugieron los cilindros de nuestra camioneta
hacia la Ruta Estatal 120. Siete horas de coche, de charla, de dormitar entre
mochilas y cuerdas, de orinar en gasolineras y alimentarnos de bocadillos
fríos, de fortalecer nuestra amistad con bromas, confesiones sobre feas que
negamos conocer y recuerdos sobre gamberradas con vecinos ya difuntos. Nos unía
un vínculo inquebrantable, una relación que tanta veces pusimos a prueba a
causa de nuestra afición de gatos, pues no pocas veces uno u otro fuimos esa
mano que aparece en el último instante cuando el abismo ya reclama nuestro desequilibrio.
Acampamos
entrada la noche en la misma falda, en el bosque de donde aquella enorme roca surgía
retadora apuntando su grisácea enormidad hacia las estrellas. A tientas, pero
de memoria, montamos la tienda y la hicimos hogar en quince minutos. Tan sólo
una cremallera de distancia nos separaba de poder abrazar al Capitán y con la
emoción del inmediato encuentro caímos dormidos. Soñé con su afamada
verticalidad, con acariciar el frío granito, con iniciar la cordada, abrir la
vía, guiar al trío, coronar la cima y sentir ese viento que murmulla doliente
la montaña vencida.
La madrugadora
claridad de junio no tardó en arrugar nuestros sacos hasta los pies. La alegría
de los trinos se multiplicaba a cada minuto, las ramas se agitaban por su ir y
venir entre el jolgorio de un nuevo día. Un café de hornillo nos desperezó la
lengua. Cereales, miel, frutos secos, higos.., nos nutrimos para el esfuerzo y
nos vaciamos entre los matorrales mientras la naturaleza nos obsequiaba con sus
fragancias vírgenes y el baile de los insectos alados libando su desayuno
florido. La pegajosa humedad del Yosemite nos perseguía como un pijama y
buscamos cual iguanas un claro entre los árboles para que los primeros rayos
candentes activaran nuestras espaldas. Allí revisamos el material: mosquetones,
cuerdas, fisureros, magnesio, anclajes… Nada podíamos echar en falta una vez
que la pared se convirtiera en nuestro suelo.
A las nueve
iniciamos el ascenso. Más de 2.300 metros nos separaban de la cima y desde el
primer impulso supimos que en ningún agarre encontraríamos tregua. La multitud
de anteriores expediciones habían dejado su metálicos rastros y nos
aprovechamos de ellos para encordar nuestros seguros y ganar en velocidad antes
de colocar los nuevos. Queríamos coronar en menos de cuatro horas. Lejos de la
mejor marca mundial, pero muy respetable credencial para quienes presentaban
sus primeros respetos al Capitán. Habíamos entrenado duro para evitar los
calambres, que bien podían producirse tanto por una excesiva prisa como por una
moderada evolución que agotara las energías.
¿Cuándo
cometimos el error, cuándo dejamos de disfrutar? Toda montaña de paredes
verticales ofrecía una trampa que encerraba otra: querías treparla y, producto
de su complicación, obviabas su belleza y, por ende, su peligro. Cuando un
patrocinador quiere vestirte con su marca pasas a medir las montañas por
escalas, por grados de dificultad y a buscar nuevas paredes y técnicas que te
distingan; abandonas el embrujo que la naturaleza reclama para que la protejas
y te olvidas que, por cada nuevo clavo, la montaña gime en su mole milenaria, y
añora aquel glaciar que en su lento devenir la ovuló con el fin de ser
admirada, perfecta, sin esquirlas, ni espinas aceradas, deseosa de sacudirlas.
La altura y el
miedo no me permiten ver más suelo que las copas bajo cuya sombra dejamos acampadas
nuestras últimas risas. La euforia del avance por encima del tiempo estimado
nos llevó a licencias impropias en avezados. Todavía escucho su grito
desgarrador, apenas pude verlos caer, fue un instante, una sombra por mi
espalda, la inmediata imagen tras el chasquido metálico del viejo agarre al
desprenderse de la roca viva, justo cuando me liberaba en busca de un nuevo
enclave. Un resbalón y el latigazo retiró de mi mano la cuerda que nos unía. Ya
no gritaban pero los seguía oyendo. Por unos momentos perdí la cabeza, y me
sacudí tentando la resistencia de mi arnés al tiempo que maldecía en negaciones
mi suerte. La persecución de una gloria absurda nos llevó a seguir usando
remaches caducos y a reservar los nuestros por arañar unos segundos en cada
obstáculo.
Han pasado dos
horas desde la desgracia y permanezco en el mismo sitio, inmóvil, incapaz de
encontrar el ánimo que me devuelva el juicio. Mi cara sigue ceñida a la pared,
nada de lo que me sujeta me confía, dudo de mis acostumbradas manos, antes
garras, ahora débiles palillos cercanos a la fractura, apolilladas por la
tristeza, por la enorme soledad y la pérdida de toda esperanza de regreso. En la
caída mis otras almas se llevaron repartido el imprescindible material para el
avance, y el descenso, sin cuerda, imposible, me obliga a una proeza, a un
ascenso jamás intentado sin soportes para atenuar la fatiga. Pienso en el
origen de mi miedo, en ese desacostumbrado vacío. Hasta entonces, siempre que
apretaba los dientes, en alguna arista de elevada dificultad y veía mis fuerzas
vencidas, una mirada hacia ellos me era devuelta acerada y, con ella, el ímpetu
renovado me aupaba y liberaba de la complicación. Sabía que cada minuto
consumido en la misma postura trasladaba mi supervivencia del limbo de lo
imposible al estrato de lo milagroso.
Comencé a
llorar en el momento en el que mi pulgar empezó a jugar con el muelle del
mosquetón. Arco de brillante metal bajo el sol puro de las montañas. Un ojal
por el que mi vida de los últimos quince años enhebró con seguridad muchos de
mis mejores momentos colgado a mortales distancias del suelo firme. Círculo de
confianza que ahora abría la ventana del último instante a un leve impulso de
cadera. Fugaz movimiento con el que quedaría liberado para unirme al lecho en
el que mis dos grandes amigos yacían quebrados. Trataría de caer junto a ellos,
de abrir mis brazos y poder tocarles por última vez en el mismo momento en que
me uniría al apagón definitivo.
Pero una sombra
que me llevó al escalofrío espantó mis manos de mi agarre. De inmediato, otra
más cruzó efímera por mi espalda como un parpadeo. Pronto se fueron sucediendo
con elevada frecuencia y las veía escurrirse por la pared hasta su
desaparición. Traté de averiguar su origen, cubrí mis cejas con la mano a modo
de visera pues el sol, casi vertical a mi posición, cegaba y achicaba mi sudor
hacia las córneas. Sinónimo de muerte, aquellas sombras carroñeras esta vez
sirvieron de reclamo para que los guardas del parque nos descubrieran y
acudieran a mi rescate.
Dos horas más
permanecí hasta que otro arnés, el desplegado por el helicóptero me trasladara
al claro donde aquella mañana calentamos nuestras espaldas. En el breve vuelo pude
contemplar la magnificencia de El Capitán, erguido sobre un bosque cuyas copas
cimbreaban ante el poder de las aspas como las briznas de tierna hierba al son
de las sutiles brisas de los más cuidados camposantos. Fue desde aquella
elevada posición cuando descubrí que aquella montaña cobraba un nuevo
significado: la de una enorme lápida dispuesta para grabar en su vientre cada
descuido de sus visitantes.