domingo, 31 de mayo de 2015

El amor de los vientos

            Vaporizado por la salmuera de las playas al anochecer, a la luz de una hoguera de San Juan, la descubrí entre un grupo de jovencitas de bolsito cruzado y pulseras de hilo.
A pesar de la enorme algarabía, de guitarras, de cánticos, el silencio me envolvió mientras me deleitaba en la contemplación de su hermosura, ajeno a zarandeos, a confidencias al oído y alborotos. Ella, hipnotizada por el baile de las llamas, parecía estrenar su primer permiso trasnochador al formar parte de un séquito de vestales con habitual horario cenicienta. Su ensimismamiento atrevió mi repaso hacia sus rasgos. Nunca antes pude admirar a una muchacha tanto tiempo sin el apuro de verme sorprendido, porque, confieso, nunca antes sentí el poder de la atracción de la belleza sublime, esa que quiebra los principios de la vergüenza, que humilla, que magnetiza.
Rubia, de raíces albinas como bajo la luz de la anunciación de un dios, la brisa de la costa ondulaba sus mechones entreverando su rostro de perfecta estatua. Sus ojos aguamarina absorbían la cremación con ese reflejo que almacenan las vidas inocentes, y la sana delgadez de su adolescencia, bajo un vestido de lino que realzaba la tostada piel de una semana de pareos y tumbona, anunciaba asomos de curvas, firmes, de prescindibles tirantes a los que se sometía, y que evocaban promesas hacia las mayores fiebres a quien se intuyera con posibilidades de acariciarlas. Quizá por esa razón mis piernas comenzaron a temblar, no así mi mirada, cuando ella depositó la suya en la profundidad de mi admiración. La sostuve digno e ignoro de dónde provino mi valentía. Jamás supe manejar los tiempos en la correspondencia, en la diplomacia, en el sutil intervalo entre lo educado, lo cortés y lo correcto, frente al exceso y a lo impropio, frente a lo brusco o lo altivo. Y en el filamento de aquella conexión intuimos el fuego decrecer, la pira desmoronarse y entre chispas y el crepitar de las ascuas atenuarse la luz que reflejaba nuestra inmovilidad.
            Pronto comenzaron los saltos de los más atrevidos sobre los rescoldos del homenaje. Fui retado, animado, empujado al brinco que algunos de mis amigos vociferaban al otro lado del círculo de fuego. Y mi paso se animó para la sorpresa de su arenga cercana al insulto, pero no como esperaban. Bordeé la separación con marcha firme y sin perder de vista a mi ángel me acerqué hasta su aura al tiempo que mi mano reclamó la suya.
«Vamos», dije invitándola hacia la soledad de las escamas de luna y plata que la bajamar mostraba en las minúsculas olas de su retirada. Ella aceptó mi ofrecimiento y sentí estremecer mi alma en el mismo instante en que sus dedos se unieron a los míos.

Dejamos a nuestra espalda la fiesta del fuego y desnudamos nuestros pies al paseo de la leve espuma rompiente que enmarcaba la elipse de la orilla. Caminamos hacia las rocas, a conocernos, con las sutilidades del primer encuentro, entre silencios, intercambiando frases acentuadas de prudencia, interrumpidas con risas cuando la marea perseguía superar nuestros tobillos. Y regresamos sobre nuestras huellas borradas por la mar, con la otra mano descubriendo la nueva, donde la piel del amante traduce en caricia todo contacto. Y a la sombra de aquella noche de verano mi rubor ascendió en un fresco hormigueó hacia mis pómulos cuando me declaró su nombre, Patricia, y me confió la terraza donde un batido con sombrilla endulzaba sus atardeceres tras una ducha fresca y bálsamos de oliva y lavanda, un balcón hacia la bahía que recogía veleros, pantalanes y tejados bajo el pigmento de la arcilla del ocaso, y donde, me confesó, una silla de mimbre esperaba mi asiento con el fin de conocer cuánta pureza puede albergar un amor traído por los alisios.

jueves, 14 de mayo de 2015

El túnel

         Primeros de septiembre, cerca de la medianoche, Ciudad Universitaria de Madrid, Escuela de medicina legal y forense. Afuera la luna no consigue limar dos grados al termómetro y el aire se respira quebradizo, árido como el de las canteras al paso de los camiones. Sin embargo la humedad de mi refugio es acusada. Me encuentro escondido en un cuarto de limpieza, junto a la sala de profesores, con el diafragma sujeto, rezando porque las escobas y fregonas no pierdan su frágil equilibrio y me descubran en su desplome. Allí me había llevado mi osadía cuando entreabrí otra puerta distinta a la que ahora me encierra y cuyas bisagras traicionaron mi presencia. Fue en mi terco empeño por fisgar, por ganar oído hacia una charla telefónica que sólo conseguí detener. Mi espiado oprimió el teléfono contra su pecho, antes pronunció «espera», y no tardó en dirigirse hacia mi valle de sombras con el arrugado semblante de la intriga. Rostro fugaz que reconocí figurar en el álbum de la punta de mi lengua. ¿De qué lo conocía? No importaba, de momento, sólo sabía que el miedo se había agarrado a mis hombros. El ancho pasillo a mi espalda, diseñado para el fluir de un enorme caudal de jóvenes, me desamparaba, y me obligó a buscar precipitado refugio en el cuarto donde ahora rezo, donde pasé de las penumbras de mi atalaya a la oscuridad más absoluta, y donde mis sienes barruntan la amenaza con su acelerado palpitar. El hedor de la lejía me rodea, huele a trapos descompuestos por la cáustica, mi olfato y vista, anulados, dan paso a mi oído que trata de soslayar la trepidación de mi pecho. Al otro lado de la batiente los pasos ganan intensidad, como las botas en los desfiles militares, hasta detenerse en el umbral. Silencio absoluto, quietud que se ve interrumpida por el chasquido metálico de una corredera cuando acompaña al proyectil hacia la recámara donde termina alojado. La inminencia de mi final me lleva a evaluar mi suerte de los últimos días, como quien recapitula en la sala de los condenados, esa donde se escucha el murmullo de la expectación al otro lado de los muros y donde cada giro de llave suena al yunque del herrero. Son los instantes previos a la última caricia, la del verdugo, en su protocolaria conmiseración con la ofrenda de una capucha, justo antes del hachazo, el hipócrita gesto de humanidad hacia un sentenciado por los mismos que le escarmientan. De mis quince años en una multinacional aseguradora los últimos diez sentí blandir ese filo acerado acechando a los defraudadores que investigaba, y, hoy, en la oscuridad de este cuarto de escobas presiento cobijarme en la cesta moteada de sangre reseca bajo la espesa reciente, la que recoge las cabezas para evitar su rodar por el patíbulo hacia un público enardecido. Siento en este instante la frágil unión que representa esa parte de mi cuerpo y que tanto me ha perturbado durante los últimos días y, en cambio, ante mi adiós, parece desvanecerse como los sueños del alba, tan vividos como fugaces tres parpadeos después.
Rememoro esa semana anterior desde el golpe que arrugó el maletero de mi Ibiza en la M30, que también castigó mis cervicales, y que me encaminó, al menos eso era lo esperado, durante cinco mañanas, hacia un centro de rehabilitación. Con el coche en el taller, licenciado de la oficina, el transporte público volvió a mi vida y el tren de cercanías me acogió con el abigarrado abrazo del aire viciado por la reciente saturación de la hora punta. Fue camino de la segunda cita, siempre en el mismo vagón, siempre en parecido asiento, por ese adocenamiento de los urbanitas ante las rutinas, cuando reparé en un detalle, tan sutil la jornada previa que, en la reiteración, aun espaciada, mi subconsciente acabó por advertirme de su existencia. Llegados al túnel de Placimingo, la catenaria chisporroteaba, la luz palidecía y durante escasos ocho segundos —una eternidad para los numerosos lectores— la oscuridad nos invadía entre chirridos de los raíles y el traqueteo por las juntas. La nueva luz nos descubría en idéntica postura, sin embargo, un maletín había cambiado de manos, mejor dicho, de piernas, y dormía su equilibrio entre las de un hombre, un cincuentón de sienes plateadas y bigote de puntas amarillentas, probable fumador, cuya inquietud inicial, antes del túnel, reaparecía apaciguada, pero pendiente del lance en que el joven del asiento de al lado se apeara, ya sin ese maletín que a hurtadillas le había entregado.
         Concienciado de que el trapicheo había ocurrido de verdad,  me dirigí a la clínica meditabundo sobre el alcance de aquel trasiego y, durante la media hora que mi cara se ciñó llorosa al ojal de la camilla, mientras unas manos deshacían los nudos de mi cuello, especulé sobre tan extraño asunto y me conjuré para iniciar un seguimiento a pesar de saltarme la recomendable rehabilitación. Obviamente mi decisión vino en parte motivada por el tremendo dolor que aquellas manos expertas me inferían y, porque Manolo, el fisioterapeuta, se alejaba con mucho de mi idealizada enfermera de cofia y ligueros que imaginé cuando el médico del seguro me recetó las sesiones.
         Al día siguiente la entrega fue un calco de la anterior y en consecuencia con la decisión que tomé durante la noche, opté por seguir al maletín hasta donde quiera que me llevara. Para la suerte de mi bolsillo mi perseguido decidió continuar bajo tierra durante cinco estaciones de metro hasta apearse en Príncipe de Vergara. Doscientos metros a pinrel después, llegados a la calle Goya, se introdujo en un edificio cuyo portal se abría sin impedimentos y sin reojos del portero, ocupado éste en abrillantar los pasamanos de dorado latón. En el directorio descubrí que tres de las cinco plantas se destinaban a oficinas y gracias a la vetusta construcción, su ascensor, del mismo paño, de reja y doble compuerta, confesaba en la botonera la parada de su último viajero: 3, Vázquez y Asociados. Cuando franqueé la puerta del bufete fui recibido por una sonriente secretaria. Mentí acerca de una demanda de información sobre herencias y fui invitado a acomodarme en una sala contigua. Dos personas más esperaban, pero ninguna de ellas resultó ser mi hombre de las sienes plateadas. De inmediato aduje en mi precipitada marcha mi olvido con el recibo de la zona de estacionamiento, pero antes de salir pude ver cómo mi cincuentón salía de uno de los despachos, despojado ya de su ligera americana y se dirigía a los lavabos. Aranda Maroto, rotulaba su puerta a medio entornar, donde el maletín presidía el escritorio sobre un tapete de documentos.
         El  jueves tocó seguir al joven. Una vez efectuada la entrega, sus maniobras en el andén consistieron en esperar al cercanías cuya última parada moría en Chamartín. Demoré mi paso para que eligiera vagón y busqué un asiento que me permitiera ver su nuca. Cuando llegamos al final del recorrido aproveché la aglomeración de pasajeros para pegarme a su espalda, de tal forma que desde el primer tramo de escaleras mecánicas un escalón apenas nos distanciaba. Esa proximidad fue la que me permitió descubrir cómo, su predecesor, un joven de espesa melena entretenido en meterse la camisa en el pantalón, dejaba a sus pies un maletín similar al mercadeado y lo abandonaba donde la articulación mecánica engullía la escalera, con la apariencia, desde la primera zancada, que la valija resultara propia para quien le secundara. Aquella maniobra me desconcertó, pues dudé a quién perseguir, no obstante, un pinchazo en el cuello me inmovilizó el vistazo pretendido hacia el nuevo personaje y opté por continuar con mi menos desconocido, quien me llevó hasta la puerta de los juzgados en plaza Castilla, la trasera, donde por la confianza de los de seguridad y su soltura en tan restringido escenario deduje que aquel era su centro de trabajo.
         El viernes me desperté con un fuerte dolor en el puente imaginario que une mis omóplatos. Dos llamadas parpadeaban recientes en mi insonorizado teléfono, ambas de mis dos talleres: el de huesos y el de chapa, y ambas apremiaban devolverlas, pero a ninguna atendí. Desconocía cuanto tiempo iba durar aquel enredo de maletines, y aunque mi cuello prometía bloquearse si me ausentaba de la siguiente sesión, el plan que había elaborado y entrenado durante la tarde y buena parte de la noche, pasaba por renunciar a todo alivio que no fuera calmar mi curiosidad. Y de nuevo me vi en el tren de las 9:30, con las mismas caras en las mismas plazas pero con ese halo, apenas perceptible, de contenida alegría que regalan los viernes a los asalariados, tan absurdo en su expectativa como una lectura de las líneas de la mano. Me recordaba a la predisposición de la humanidad a mejorar su humor cuando el verano se estrena, o a aumentar su tolerancia hacia las fuentes de su habituales cabreos, léase los atascos o las mierdas de perro, cuando el despliegue de luces y las últimas compras nos señalan que la Navidad nos envuelve. Lo cierto es que a mí me recordaba que hasta el lunes mis nudos musculares ya no serían tratados y amenazaban en complicarse hacia lo gordiano. Tiré de analgésicos en el desayuno, pues el éxito de mi plan dependía de la velocidad y de la precisión. Los ensayos en la cocina la noche previa me sirvieron para constatar que el fracaso encuentra sencillo consuelo si el chocolate se tiene a mano. Y así, con los depósitos de azúcar desbordados llegué a la estación. Tuve que meter codos si quería ganar el asiento pretendido. De ser lunes, el cabreo del corpulento viajero, a quien chulee su plaza habitual en una ágil maniobra, bien podía haber acabado en algo más que el peso de su mirada, la cual me negué a corresponder y que acompañó de un bufido que sí escuché, incluso llegó a despeinarme. Podía haber madrugado más y viajar en sentido contrario para asegurarme en el de vuelta el asiento óptimo, pero quién sabe si optarían por otras plazas o el prolongado tiempo de exposición a su curiosidad les facilitaría reconocerme en caso de que mi plan resultara un desastre. Debía ser fugaz y cualquier cambio en los hábitos pasaba al terreno de las supersticiones, malos agüeros en carne viva ante la temeridad que preparaba. Cuando vi de reojo que la punta de los zapatos de mi airado gigante dejaban de apuntarme y se alejaban entre el bosque de calzado, elevé mi vista en busca de mi pareja de trileros, justo enfrente de mi asiento, donde debía encontrarlos. Y llegamos a los ocho segundos de túnel, de lecturas interrumpidas y de espera en silencio verbal, de chirridos de railes y ajustes metálicos, y de remaches al límite y de traqueteos, que invadieron la completa oscuridad de Placimingo con su defectuoso tendido eléctrico. En los ensayos de mi cocina no me sudaron las manos y aunque la venda que cubrió mis ojos ejerció perfecta en su labor cegadora, algo prieta quizá, alcanzar un objeto —que no has depositado previamente y que no has visto ni siquiera colocar—, con la precisión que exige evitar tocar las piernas que lo enjaulan, suponía una intervención propia de malabaristas. Inicié la cuenta atrás en el instante de desfallecer la luz, agudicé el oído y pude distinguir el roce de la cordura del maletín entre toda la musicalidad de crujidos y torsiones que la oquedad magnificaba, y cuando estimé que el cambio había finalizado, cuatro segundos restaban en mi contador y uno desperdicié con absurdos remilgos. Innecesariamente cerré los ojos y me lancé al abismo.
Con la llegada del fluido intuí que mi abogado de Vázquez y asociados había notado la anomalía en la transacción, pero al descubrir la valija donde la esperaba espiró su extrañeza con el gesto de ceñirla todo lo posible con sus pantorrillas. Al sudor de mis palmas se unió el de mi frente y axilas y, por supuesto, mi espalda, pero ésta no por los nervios sino por aprisionar contra el respaldo el maletín sustituido. ¿Se vería la correa asomar por algún flanco?, ¿descubrirían mi engaño? No lo noté muy pesado, nunca me lo pareció en manos del cincuentón, pues nunca alternó el agarre en mi seguimiento, por esa razón me serví de medio paquete de folios para rellenar sus sutituto, pero desconocer su contenido me agobiaba. ¿Y si contenía droga?, ¿y si era gente de la mafia? ¿y si detrás de aquellas personas ya estaba la policía?, ¿los esperarían en el andén?, ¿algún agente se había infiltrado entre el pasaje? ¿Cómo podría justificar mi posesión? ¿Y por qué me formulaba aquellas preguntas ahora? ¿Cómo es que no se me ocurrieron antes esos riesgos? Pensé que nunca iba a revivir una situación de tanta angustia como la de ese día, y, sin embargo, unos días más tarde me encontraba encerrado en un cuarto de limpieza sin otra salida, a un palmo y al azar de las simples determinaciones mentales de un sicario sin un amo cerca que lo modere.
Pero cuando me bajé del tren, durante todo el trayecto de regreso a casa, cuando deposité el maletín encima de la mesa donde estuve ensayando su apropiación, cuando regresé hacia la puerta y cerré con dos vueltas, cuando examiné las presencias de la calle desde mi ventana, cuando me convencí de que nadie me había seguido, su existencia, su rectangular forma, negra, sus cremalleras del mismo color sobre el fondo blanco de baldosas, mesa y mobiliario, me ardió en el estómago como si con su posesión mi vida comenzara a resbalar por un juego del que desconocía las reglas salvo una: ya no dependía de mí el poder retirarme.
Y lo abrí.
         Un abogado de un bufete del centro de la capital, un supuesto funcionario de los juzgados de Plaza Castilla y un desconocido joven de espesa melena al que por culpa de mi ansiedad había despreciado seguir, y así vincular, —por aquello de cerrar el triángulo— y a quien, en estos momentos, ya le habría llegado la noticia del engaño. Esa era mi antesala. Pero los documentos que había encontrado en el maletín, además de horrorizarme, ratificaban la existencia de un árbol muy complejo de cuyas ramificaciones apenas daban testimonio aquellos tres tipos. Meros enlaces.
Puede que durante más de una hora, con mi mentón apoyado sobre mis manos, y éstas sobre la mesa, mirara al teléfono pensando en las personas e instituciones a las que podría llamar, pidiendo consejo a algunos, colaboración a otros, cobijo apenas a dos y ayuda o protección a nadie.
Cuando te topas con informes del Instituto Nacional de Toxicología y Ciencias Forenses, INTYCF, que versan sobre análisis biológicos efectuados en vestigios encontrados en el lugar de un crimen, no es necesario tener estudios para evidenciar que no es precisamente el tipo de publicación que distribuyen en los quioscos. Si además se los has ocupado a ciertos personajes siniestros que juegan a los triles con maletines en los subterráneos de la ciudad, la idea de encontrarte metido en un asunto muy sucio apenas comienza a oler mal, porque cuando indagas un poco por encima con los apellidos a los que se asocia el ADN del primero de una lista, internet te vincula al fulano con organizaciones criminales que desayunan vodka mientras tiran al río picos y palas con un solo uso. Pero todo termina apestando cuando, en una nota aparte, por cada informe filtrado se revela la forma de romper la cadena de custodia para que esos vestigios nunca lleguen a convertirse en pruebas. La forma de contaminarlos o de distraerlos. Libertad sin restricciones para asesinos declarados.
Aquellos papeles sobre mi mesa revelaban que alguien de la Comisión Nacional para el uso forense del ADN, relacionado con el INTYCF, se había vendido. Determinar quién resultaría tan difícil como arriesgado, pues varios de sus miembros manejaban presupuestos opacos y se rodeaban de fieles guardias pretorianas en instituciones encargadas, precisamente, de velar por la ley. Durante mis primeros años en el departamento de siniestros no pocos agentes de la autoridad habían utilizado un tono mayúsculo en sus declaraciones ante la alcoholemia positiva y un riesgo de inhabilitación permanente, pero aunque la mayoría terminaban sancionados recordé un par de accidentes de agentes con contactos, entrecomillemos como «especiales». Casos en los que sus expedientes volaron en tráfico y sus pólizas de nuestros archivos. Intocables, gente con  secretos, blindada, que pesa más su silencio en vida que el alcance de su merecido castigo.
De nada me sirvió pensar tanto tiempo y en esa postura con la mirada perdida, difuminada, salvo para que mi cuello se lastimara aún más y para que tomara la peor de las decisiones: seguir al joven de la espesa melena si el lunes lo localizaba en el andén donde lo vi por primera y última vez.
Tuve que dormir sin almohada pues por mi espalda se resbalaba el dolor hacia los lumbares y me reclamaba la firmeza de una tabla como fuente de placer en detrimento de los muelles y tejidos viscolásticos de mi colchón. La ducha de agua caliente puso algo de dispersión en mis achaques y pude alejar esa sensación de sentirme permanentemente empujado por un bisonte o una prensa hidráulica. Opté por una gorra como fetiche y por un taxi para desplazarme hasta el intercambiador de Moncloa. Debo matizar que el miedo que sentía se comportaba como un vaivén, tan pronto recapacitaba con que nadie podía relacionarme, y una pequeña sonrisa de pillo se estiraba bajo la sombra de mi visera, como que un escalofrío me sacudía al sopesar si mi ausencia en el vagón ya me habría delatado. Las reflexiones propias de quien se mueve en mares inexplorados con una vía de agua a un dedo de la línea de flotación bajo nubes que amenazan con rizar la marea.
Calculé la hora en que mi melenudo sospechoso saldría del metro. Llegué temprano, descendí las escaleras y lo reconocí en un rellano, portaba un maletín, y si estaba en lo cierto, y en buena lógica, con una nueva copia de los informes, idéntica a la que guardaba en casa. Di un vistazo rápido a su presencia y regresé sobre mis pasos. Me tomé mi tiempo en elegir un banco de un parque cercano, uno en un meandro de senderos que serpenteaban hacia una leve colina coronada de fresnos. Desde él se dominaba la boca de metro a cierta altura, posición de vigía que permitía distinguir de entre el vómito de pasajeros a mi objetivo. Septiembre reivindicaba su puesto en la estación seca a pesar de que para muchos el verano acababa el último día de agosto. El calor sumado al del asfalto brillante de vehículos obligaba a buscar la sombra. Tras quince minutos de espera en mi atalaya, bajo el arbolado, mi camiseta comenzó a ensombrecerse por la línea de las vértebras y la gorra por la cinta de su apriete. Emulsión que de inmediato se convirtió en polar cuando mi melenudo surgió del subterráneo con el paso de un marchador y se encaminó hacia los dominios del campus universitario. Descendí  la ladera a la velocidad de esos concursantes que persiguen un queso rodante en una calamitosa prueba en la colina de Cooper, Glocuester, Inglaterra. El joven, ya sin maletín que le limitara su braceo, con su prisa se asemejaba a la de esos camareros de chiringuito, galgos de la hostelería, que atienden mesas y comensales con formidable rapidez. Tuve que trotar para recortar la distancia que me separaba y terminé por alcanzarle en la entrada de la Escuela de medicina legal y forense. El frescor de sus pasillos me animó en la persecución, sencilla pues el caos dominaba el asentamiento de pequeños grupúsculos de estudiantes, que lo mismo se reunían en el suelo como en una escalera, o circulaban formando contracorrientes que obligaban a dar pasos laterales en la esquiva. Mi melenudo bajó su ritmo a cuenta de la búsqueda de algo cuyo paradero debía encontrarse en algún bolsillo. Le llevó un rato de resoplidos y repasos hasta que dio con una llave, la que le franqueó la puerta ante la que se había detenido. Dudé en continuar tras él, pero en el último suspiro, con la punta de mi pie evité que ésta se cerrara aunque dejé que mi perseguido se alejara, pues, una vez cruzado el umbral, supe que me adentraba en un área restringida, los carteles de advertencia así lo informaban y se requería de una acreditación para transitar por él.
Si me preguntan en ese momento por dónde se salía al exterior mis hombros habrían ocultado mi cuello como respuesta. En aquel recóndito espacio nada tenía que ver con el bullicio que había dejado a mis espaldas, la tranquilidad reinaba en ese ala del edificio y, a pesar de mi cautela, el eco de mis pasos se podía escuchar a lo largo del corredor que me retaba a cubrirlo. A un lado, una hilera de ventanas, que daban a un patio interior, dibujaban en el bruñido suelo un mosaico de paralelepípedos de luz mortecina, al otro, departamentos, despachos y negociados, todos bajo llave y rotulados con la especialidad o cargo de su titular. Bueno, no todos cancelaban sus batientes, unas voces provenientes del fondo del pasillo aumentaron el volumen de su charla y creí oportuno evitar que descubrieran mi presencia. Probé en varios pomos de las puertas más cercanas hasta que uno venció su apertura. Un despacho con su escritorio presidiendo el centro, una biblioteca de media pared a un lado y en el otro un tresillo con una mesa donde se apilaban volúmenes en prodigioso equilibrio con sus lomos alternos. Para mi suerte su usuario se encontraba ausente, pero ésta poco duró, lo justo para descubrir que el par de voces, dos varones, ya allanaba la estancia entretenidos en un debate repleto de tecnicismos. La sorpresa me precipitó tras el respaldo del tresillo, en el medio metro que lo separaba de la pared, y allí me mantuve tumbado, inmóvil, atento a la conversación y a disimular mi presencia.
Debí quedarme dormido media docena de veces durante las diez horas que permanecí tras el sofá y en las seis me desperté con el sobresalto contenido por si algún ronquido se me hubiera escapado. Aquellos hombres se habían reunido para finalizar un proyecto cuyo plazo de entrega les vencía al día siguiente. Durante su disertación y conclusiones se alimentaron de un surtido de galletitas saladas, bebieron de una cafetera de cartuchos y aturdieron mi mente con las referencias hacia las decisiones que iban tomando sobre el proyecto, y con las que llegué a soñar en cada una de mis derrotas de la vigilia.  A las nueve de la noche escuché la puerta cerrar. Anquilosado, con calambres y hormigueos extendidos por el cuerpo, un latigazo en el cuello me saludó en cuanto intenté incorporarme. A pesar del dolor y un amago de desmayo renuncié a vencerme en el mismo sitio donde había anidado y volqué mis huesos por el respaldo hasta que el mullido del asiento me detuviera en la postura que el azar quisiera regalarme. Si en ese instante hubiera regresado aquel par de eruditos no me habría molestado en atender las lógicas insinuaciones hacia mi presencia. Mi sensación de derrota era tal que, por encima de mis dolores, mi ánimo ponía en cuestión cada uno de mis actos desde que arrugaron el trasero de mi coche en la M30 hasta ese momento.
Necesité media hora de estiramientos, controles de respiración y recordar al maletín bomba expandido en la mesa de mi cocina, y toda la mierda que desperdigaba contra el sistema judicial, para que mi corazón bombeara de nuevo la sangre del temerario que el ayuno y la espera habían diluido hacia el desánimo.
El gris fue la luz que encontré en los pasillos, el mismo color de mis aspiraciones, el que plateaba una luna como farola omnipresente en un campus convertido en una ciudad fantasma. Inútil buscar otra puerta que no fuera la de la salida, absurdo creer que mi melenudo seguiría buscando llaves en sus bolsillos, cuando lo más seguro es que estuviera en su casa, cenado y durmiendo, y en esa necesidad vagué en busca de aquella que facilitara mi avance. Me perdí, y en las vueltas al mismo sitio que di, a parte de imaginar toparme con un almacén de galletitas saladas, valoré el envío anónimo y masivo a todas las redacciones de periódicos del país y a los juzgados de guardia de las 50 provincias. Remitiría la documentación que obraba en mi poder y me sacudiría las manos como quien escucha la sirena de la obra. Pero si algo me acuciaba por encima de mi afán justiciero era la vuelta de mi salud plena. Sentía que el dolor había descendido a mis caderas, uno de mis brazos parecía bracear a su aire y el hormigueo de la punta de los dedos de mi pie izquierdo me recordaba a las parestesias que a mi boca recurrían con cada visita al dentista. No cejé en mi empeño de probar toda puerta, incluso en pernoctar en el tresillo si el dolor me vencía, hasta que una de las que ya había recorrido la encontré abierta, invitadora, que daba a un enorme pasillo, con una luz parpadeante brillando en su quicio y una voz algo lejana, de un hombre, el que había pulsado el interruptor de una sala a mitad del trecho y quien parecía arrepentirse del fulgor causado. Antes de que llegara a esa sala, la luz se apagó, pero la voz siguió resonando, y de la conversación telefónica que mantenía pude escuchar que sus términos cuadraban con el entramado de maletines que se habían cruzado en mi convalecencia. Conversación que interrumpió en cuanto apoyé mi oído en la puerta que nos separaba.
Entre escobas, cubos, bayetas, trapos, fregonas, productos de limpieza, bolsas y uniformes sudados me escondí, y la imagen fugaz de aquel rostro visto en penumbras del que me protegía me resultó familiar y al que pude rápidamente asociar cuando reconocí el sonido de una pistola automática amartillada por el movimiento de su corredera.
Dicen que un sicario deja de serlo cuando su cúpula lo relega por la misma vía expeditiva por la que se le reconocieron sus méritos, o porque llevado un tiempo descubre que apuntar hacia quien te paga, a veces, te asciende. Mi sicario figuraba en la lista de los exonerados por la trama y parecía ejercer la labor de custodia de su fuente de salvoconductos, aunque también pudiera ser que, a cuenta de mi cambiazo, consideraran esa línea quemada y estuvieran limpiando los vínculos como acostumbran, silenciando con garantías a todo potencial delator. Si este último término era la razón de su presencia en el campus, mi hallazgo, mi injustificable presencia en mi penoso escondite uniría sus neuronas ya predispuestas a la pólvora, lo justo para que su índice presionara el disparador. Y sentí los muelles de la manilla comprimirse hacia la apertura cuando la voz telefónica ahogada contra el pecho reclamó atención con insistencia, apremio que detuvo el avance de mi matarife y a quien pareció sacudirle la curiosidad por mi refugio.
Se alejó y no lo pensé, salí, y ni siquiera miré hacia atrás, como los culpables que desatienden el oprobio y creen que lo minimizan, que lo anulan con su desprecio, aunque más bien huí como un impala porque mis cervicales me lo impedían, pero salí del cuarto de limpieza con el cosquilleo permanente de quien se sabe presa en el filo de unas mandíbulas prontas a cerrarse. Busqué alejarme, no importaba a dónde, sólo la separación física de donde un minuto antes me vi muerto me reportaba un alivio considerable. En el primer recodo encontré unas escaleras, descendí por ellas y al final de un largo corredor descubrí la luminaria que corona toda salida de emergencia. El aire sahariano me golpeó el rostro y aún así lo percibí liberador. No dejé de correr, cual  caballo desbocado, sin pensar en los obstáculos, sin atender a la fatiga de la que el pánico se encarga de ignorar. Atravesé jardines, sendas, setos, los vacíos aparcamientos hasta ganar las grandes avenidas donde el tráfico de Madrid nunca descansa, mientras pensaba en un cañón apuntando a mi espalda y en el estampido que avisa sin tiempo a la llegada del plomo, pero tuvo que ser un taxi el que me detuviera, en concreto su capó. Las imprecaciones de su conductor hacia mi estabilidad mental se convirtieron en reverencias en cuanto un billete de cincuenta esgrimí a falta de resuello.
En alguno de los remansos del río Tormes, no muy lejos del Puente viejo que lo salva y une a Ledesma con los trigales, construyeron sus gentes sólidos molinos donde iniciar sus harinas. Hoy, en su mayoría derruidos, sirven de atraque y pernocta para los palistas que el caudal arrima en sus piraguas. Desde mi accidente duermo en hamacas que anudo a las cencerretas, todavía sólidas, y a las ramas de la encina que semilla a semilla han ido cerrando la senda que en su día fue camino de carretas con tiro de acémilas. Vendí mi pasado a una inmobiliaria y negocié mi despido a la baja a cuenta de la prisa con que hice mi maleta. Busqué el cobijo de la naturaleza y convertí aquella afición federada de mi mocedad en un negocio de excursiones por los ríos de Castilla, donde agobiados urbanitas buscan olvidarse del asfalto durante un par de días remando entre rápidos y truchas. De vez en cuando presto atención a las conversaciones que la pequeña hoguera nocturna reúne entre los muros desmoronados y restos de cangilones. Es costumbre entre los reunidos, ante su primera noche bajo las estrellas, abrigados por el murmullo del Tormes, dejar que se adormezcan sus prevenciones y se relajen confesando sus oficios mientras atienden la cura de sus ampollas de novicios. Todavía me sobresalto cuando alguno de mis clientes filtra que su dedicación gira en torno al mundo de la leyes, bien sea de picapleitos, bien como humilde auxiliar o procurador, bien como juez o como funcionario de prisiones o como policía o como notario. Es entonces cuando me disculpo con necesidades que la naturaleza absorbe sin acusar y me pierdo hacia las sombras de la ribera en busca de esos brillos que el agua corriente revive sin descanso. Mi inesperado paseo a veces sorprende al furtivo del cangrejo, nunca en plena faena, pero sí junto al arroyo y en una postura de firmes, de pie, entre las rocas redondeadas, a un palmo de la corriente, con las manos en los bolsillos donde las pinzas del crustáceo pelean contra el cuero impenetrable de sus dedos. Les saludo con la cabeza y me devuelven el gesto, ni una palabra cruzamos, ambos sabemos que la noche está bonita aunque parece que refresca. Desde que abandoné mi anterior vida trato de agradar a toda persona con la que me cruzo. Me siento en deuda con la gente de bien, considero que les traicioné, permití que toda aquella basura que descubrí continuara impune, y quién sabe si el azar llevaría a su tranquilas vidas un lance fatal con alguno de esos canallas, cuyos nombres y libertad viajaba en un maletín en los oscuros vagones del túnel de Placimingo.