Primeros
de septiembre, cerca de la medianoche, Ciudad Universitaria de Madrid, Escuela
de medicina legal y forense. Afuera la luna no consigue limar dos grados al
termómetro y el aire se respira quebradizo, árido como el de las canteras al
paso de los camiones. Sin embargo la humedad de mi refugio es acusada. Me
encuentro escondido en un cuarto de limpieza, junto a la sala de profesores, con
el diafragma sujeto, rezando porque las escobas y fregonas no pierdan su frágil
equilibrio y me descubran en su desplome. Allí me había llevado mi osadía cuando
entreabrí otra puerta distinta a la que ahora me encierra y cuyas bisagras traicionaron
mi presencia. Fue en mi terco empeño por fisgar, por ganar oído hacia una charla
telefónica que sólo conseguí detener. Mi espiado oprimió el teléfono contra su
pecho, antes pronunció «espera», y no tardó en dirigirse hacia mi valle de
sombras con el arrugado semblante de la intriga. Rostro fugaz que reconocí
figurar en el álbum de la punta de mi lengua. ¿De qué lo conocía? No importaba,
de momento, sólo sabía que el miedo se había agarrado a mis hombros. El ancho
pasillo a mi espalda, diseñado para el fluir de un enorme caudal de jóvenes, me
desamparaba, y me obligó a buscar precipitado refugio en el cuarto donde ahora
rezo, donde pasé de las penumbras de mi atalaya a la oscuridad más absoluta, y
donde mis sienes barruntan la amenaza con su acelerado palpitar. El hedor de la
lejía me rodea, huele a trapos descompuestos por la cáustica, mi olfato y vista,
anulados, dan paso a mi oído que trata de soslayar la trepidación de mi pecho. Al
otro lado de la batiente los pasos ganan intensidad, como las botas en los
desfiles militares, hasta detenerse en el umbral. Silencio absoluto, quietud
que se ve interrumpida por el chasquido metálico de una corredera cuando acompaña
al proyectil hacia la recámara donde termina alojado. La inminencia de mi final
me lleva a evaluar mi suerte de los últimos días, como quien recapitula en la
sala de los condenados, esa donde se escucha el murmullo de la expectación al
otro lado de los muros y donde cada giro de llave suena al yunque del herrero.
Son los instantes previos a la última caricia, la del verdugo, en su
protocolaria conmiseración con la ofrenda de una capucha, justo antes del
hachazo, el hipócrita gesto de humanidad hacia un sentenciado por los mismos
que le escarmientan. De mis quince años en una multinacional aseguradora los
últimos diez sentí blandir ese filo acerado acechando a los defraudadores que
investigaba, y, hoy, en la oscuridad de este cuarto de escobas presiento
cobijarme en la cesta moteada de sangre reseca bajo la espesa reciente, la que
recoge las cabezas para evitar su rodar por el patíbulo hacia un público
enardecido. Siento en este instante la frágil unión que representa esa parte de
mi cuerpo y que tanto me ha perturbado durante los últimos días y, en cambio, ante
mi adiós, parece desvanecerse como los sueños del alba, tan vividos como
fugaces tres parpadeos después.
Rememoro esa
semana anterior desde el golpe que arrugó el maletero de mi Ibiza en la M30, que
también castigó mis cervicales, y que me encaminó, al menos eso era lo
esperado, durante cinco mañanas, hacia un centro de rehabilitación. Con el
coche en el taller, licenciado de la oficina, el transporte público volvió a mi
vida y el tren de cercanías me acogió con el abigarrado abrazo del aire viciado
por la reciente saturación de la hora punta. Fue camino de la segunda cita,
siempre en el mismo vagón, siempre en parecido asiento, por ese adocenamiento
de los urbanitas ante las rutinas, cuando reparé en un detalle, tan sutil la
jornada previa que, en la reiteración, aun espaciada, mi subconsciente acabó
por advertirme de su existencia. Llegados al túnel de Placimingo, la catenaria
chisporroteaba, la luz palidecía y durante escasos ocho segundos —una eternidad
para los numerosos lectores— la oscuridad nos invadía entre chirridos de los
raíles y el traqueteo por las juntas. La nueva luz nos descubría en idéntica
postura, sin embargo, un maletín había cambiado de manos, mejor dicho, de
piernas, y dormía su equilibrio entre las de un hombre, un cincuentón de sienes
plateadas y bigote de puntas amarillentas, probable fumador, cuya inquietud
inicial, antes del túnel, reaparecía apaciguada, pero pendiente del lance en
que el joven del asiento de al lado se apeara, ya sin ese maletín que a
hurtadillas le había entregado.
Concienciado
de que el trapicheo había ocurrido de verdad, me dirigí a la clínica meditabundo sobre el
alcance de aquel trasiego y, durante la media hora que mi cara se ciñó llorosa al
ojal de la camilla, mientras unas manos deshacían los nudos de mi cuello, especulé
sobre tan extraño asunto y me conjuré para iniciar un seguimiento a pesar de
saltarme la recomendable rehabilitación. Obviamente mi decisión vino en parte
motivada por el tremendo dolor que aquellas manos expertas me inferían y,
porque Manolo, el fisioterapeuta, se alejaba con mucho de mi idealizada
enfermera de cofia y ligueros que imaginé cuando el médico del seguro me recetó
las sesiones.
Al
día siguiente la entrega fue un calco de la anterior y en consecuencia con la
decisión que tomé durante la noche, opté por seguir al maletín hasta donde
quiera que me llevara. Para la suerte de mi bolsillo mi perseguido decidió
continuar bajo tierra durante cinco estaciones de metro hasta apearse en
Príncipe de Vergara. Doscientos metros a pinrel después, llegados a la calle
Goya, se introdujo en un edificio cuyo portal se abría sin impedimentos y sin
reojos del portero, ocupado éste en abrillantar los pasamanos de dorado latón.
En el directorio descubrí que tres de las cinco plantas se destinaban a
oficinas y gracias a la vetusta construcción, su ascensor, del mismo paño, de
reja y doble compuerta, confesaba en la botonera la parada de su último
viajero: 3, Vázquez y Asociados. Cuando franqueé la puerta del bufete fui
recibido por una sonriente secretaria. Mentí acerca de una demanda de
información sobre herencias y fui invitado a acomodarme en una sala contigua.
Dos personas más esperaban, pero ninguna de ellas resultó ser mi hombre de las
sienes plateadas. De inmediato aduje en mi precipitada marcha mi olvido con el
recibo de la zona de estacionamiento, pero antes de salir pude ver cómo mi
cincuentón salía de uno de los despachos, despojado ya de su ligera americana y
se dirigía a los lavabos. Aranda Maroto, rotulaba su puerta a medio entornar,
donde el maletín presidía el escritorio sobre un tapete de documentos.
El jueves tocó seguir al joven. Una vez
efectuada la entrega, sus maniobras en el andén consistieron en esperar al cercanías
cuya última parada moría en Chamartín. Demoré mi paso para que eligiera vagón y
busqué un asiento que me permitiera ver su nuca. Cuando llegamos al final del
recorrido aproveché la aglomeración de pasajeros para pegarme a su espalda, de
tal forma que desde el primer tramo de escaleras mecánicas un escalón apenas
nos distanciaba. Esa proximidad fue la que me permitió descubrir cómo, su
predecesor, un joven de espesa melena entretenido en meterse la camisa en el
pantalón, dejaba a sus pies un maletín similar al mercadeado y lo abandonaba
donde la articulación mecánica engullía la escalera, con la apariencia, desde
la primera zancada, que la valija resultara propia para quien le secundara.
Aquella maniobra me desconcertó, pues dudé a quién perseguir, no obstante, un
pinchazo en el cuello me inmovilizó el vistazo pretendido hacia el nuevo
personaje y opté por continuar con mi menos desconocido, quien me llevó hasta
la puerta de los juzgados en plaza Castilla, la trasera, donde por la confianza
de los de seguridad y su soltura en tan restringido escenario deduje que aquel
era su centro de trabajo.
El
viernes me desperté con un fuerte dolor en el puente imaginario que une mis
omóplatos. Dos llamadas parpadeaban recientes en mi insonorizado teléfono, ambas
de mis dos talleres: el de huesos y el de chapa, y ambas apremiaban devolverlas,
pero a ninguna atendí. Desconocía cuanto tiempo iba durar aquel enredo de
maletines, y aunque mi cuello prometía bloquearse si me ausentaba de la
siguiente sesión, el plan que había elaborado y entrenado durante la tarde y
buena parte de la noche, pasaba por renunciar a todo alivio que no fuera calmar
mi curiosidad. Y de nuevo me vi en el tren de las 9:30, con las mismas caras en
las mismas plazas pero con ese halo, apenas perceptible, de contenida alegría
que regalan los viernes a los asalariados, tan absurdo en su expectativa como
una lectura de las líneas de la mano. Me recordaba a la predisposición de la
humanidad a mejorar su humor cuando el verano se estrena, o a aumentar su
tolerancia hacia las fuentes de su habituales cabreos, léase los atascos o las
mierdas de perro, cuando el despliegue de luces y las últimas compras nos
señalan que la Navidad nos envuelve. Lo cierto es que a mí me recordaba que
hasta el lunes mis nudos musculares ya no serían tratados y amenazaban en
complicarse hacia lo gordiano. Tiré de analgésicos en el desayuno, pues el
éxito de mi plan dependía de la velocidad y de la precisión. Los ensayos en la
cocina la noche previa me sirvieron para constatar que el fracaso encuentra
sencillo consuelo si el chocolate se tiene a mano. Y así, con los depósitos de
azúcar desbordados llegué a la estación. Tuve que meter codos si quería ganar el
asiento pretendido. De ser lunes, el cabreo del corpulento viajero, a quien
chulee su plaza habitual en una ágil maniobra, bien podía haber acabado en algo
más que el peso de su mirada, la cual me negué a corresponder y que acompañó de
un bufido que sí escuché, incluso llegó a despeinarme. Podía haber madrugado
más y viajar en sentido contrario para asegurarme en el de vuelta el asiento
óptimo, pero quién sabe si optarían por otras plazas o el prolongado tiempo de
exposición a su curiosidad les facilitaría reconocerme en caso de que mi plan
resultara un desastre. Debía ser fugaz y cualquier cambio en los hábitos pasaba
al terreno de las supersticiones, malos agüeros en carne viva ante la temeridad
que preparaba. Cuando vi de reojo que la punta de los zapatos de mi airado
gigante dejaban de apuntarme y se alejaban entre el bosque de calzado, elevé mi
vista en busca de mi pareja de trileros, justo enfrente de mi asiento, donde
debía encontrarlos. Y llegamos a los ocho segundos de túnel, de lecturas
interrumpidas y de espera en silencio verbal, de chirridos de railes y ajustes metálicos,
y de remaches al límite y de traqueteos, que invadieron la completa oscuridad
de Placimingo con su defectuoso tendido eléctrico. En los ensayos de mi cocina
no me sudaron las manos y aunque la venda que cubrió mis ojos ejerció perfecta
en su labor cegadora, algo prieta quizá, alcanzar un objeto —que no has
depositado previamente y que no has visto ni siquiera colocar—, con la
precisión que exige evitar tocar las piernas que lo enjaulan, suponía una
intervención propia de malabaristas. Inicié la cuenta atrás en el instante de
desfallecer la luz, agudicé el oído y pude distinguir el roce de la cordura del
maletín entre toda la musicalidad de crujidos y torsiones que la oquedad
magnificaba, y cuando estimé que el cambio había finalizado, cuatro segundos
restaban en mi contador y uno desperdicié con absurdos remilgos. Innecesariamente
cerré los ojos y me lancé al abismo.
Con la llegada
del fluido intuí que mi abogado de Vázquez y asociados había notado la anomalía
en la transacción, pero al descubrir la valija donde la esperaba espiró su
extrañeza con el gesto de ceñirla todo lo posible con sus pantorrillas. Al
sudor de mis palmas se unió el de mi frente y axilas y, por supuesto, mi
espalda, pero ésta no por los nervios sino por aprisionar contra el respaldo el
maletín sustituido. ¿Se vería la correa asomar por algún flanco?, ¿descubrirían
mi engaño? No lo noté muy pesado, nunca me lo pareció en manos del cincuentón,
pues nunca alternó el agarre en mi seguimiento, por esa razón me serví de medio
paquete de folios para rellenar sus sutituto, pero desconocer su contenido me
agobiaba. ¿Y si contenía droga?, ¿y si era gente de la mafia? ¿y si detrás de
aquellas personas ya estaba la policía?, ¿los esperarían en el andén?, ¿algún
agente se había infiltrado entre el pasaje? ¿Cómo podría justificar mi
posesión? ¿Y por qué me formulaba aquellas preguntas ahora? ¿Cómo es que no se
me ocurrieron antes esos riesgos? Pensé que nunca iba a revivir una situación
de tanta angustia como la de ese día, y, sin embargo, unos días más tarde me
encontraba encerrado en un cuarto de limpieza sin otra salida, a un palmo y al
azar de las simples determinaciones mentales de un sicario sin un amo cerca que
lo modere.
Pero cuando me
bajé del tren, durante todo el trayecto de regreso a casa, cuando deposité el
maletín encima de la mesa donde estuve ensayando su apropiación, cuando regresé
hacia la puerta y cerré con dos vueltas, cuando examiné las presencias de la
calle desde mi ventana, cuando me convencí de que nadie me había seguido, su
existencia, su rectangular forma, negra, sus cremalleras del mismo color sobre
el fondo blanco de baldosas, mesa y mobiliario, me ardió en el estómago como si
con su posesión mi vida comenzara a resbalar por un juego del que desconocía
las reglas salvo una: ya no dependía de mí el poder retirarme.
Y lo abrí.
Un abogado de un bufete del centro de
la capital, un supuesto funcionario de los juzgados de Plaza Castilla y un
desconocido joven de espesa melena al que por culpa de mi ansiedad había
despreciado seguir, y así vincular, —por aquello de cerrar el triángulo— y a
quien, en estos momentos, ya le habría llegado la noticia del engaño. Esa era
mi antesala. Pero los documentos que había encontrado en el maletín, además de
horrorizarme, ratificaban la existencia de un árbol muy complejo de cuyas ramificaciones
apenas daban testimonio aquellos tres tipos. Meros enlaces.
Puede que
durante más de una hora, con mi mentón apoyado sobre mis manos, y éstas sobre
la mesa, mirara al teléfono pensando en las personas e instituciones a las que
podría llamar, pidiendo consejo a algunos, colaboración a otros, cobijo apenas
a dos y ayuda o protección a nadie.
Cuando te
topas con informes del Instituto Nacional de Toxicología y Ciencias Forenses,
INTYCF, que versan sobre análisis biológicos efectuados en vestigios
encontrados en el lugar de un crimen, no es necesario tener estudios para
evidenciar que no es precisamente el tipo de publicación que distribuyen en los
quioscos. Si además se los has ocupado a ciertos personajes siniestros que
juegan a los triles con maletines en los subterráneos de la ciudad, la idea de
encontrarte metido en un asunto muy sucio apenas comienza a oler mal, porque
cuando indagas un poco por encima con los apellidos a los que se asocia el ADN
del primero de una lista, internet te vincula al fulano con organizaciones
criminales que desayunan vodka mientras tiran al río picos y palas con un solo
uso. Pero todo termina apestando cuando, en una nota aparte, por cada informe
filtrado se revela la forma de romper la cadena de custodia para que esos
vestigios nunca lleguen a convertirse en pruebas. La forma de contaminarlos o
de distraerlos. Libertad sin restricciones para asesinos declarados.
Aquellos
papeles sobre mi mesa revelaban que alguien de la Comisión Nacional para el uso
forense del ADN, relacionado con el INTYCF, se había vendido. Determinar quién
resultaría tan difícil como arriesgado, pues varios de sus miembros manejaban
presupuestos opacos y se rodeaban de fieles guardias pretorianas en
instituciones encargadas, precisamente, de velar por la ley. Durante mis
primeros años en el departamento de siniestros no pocos agentes de la autoridad
habían utilizado un tono mayúsculo en sus declaraciones ante la alcoholemia
positiva y un riesgo de inhabilitación permanente, pero aunque la mayoría
terminaban sancionados recordé un par de accidentes de agentes con contactos,
entrecomillemos como «especiales». Casos en los que sus expedientes volaron en
tráfico y sus pólizas de nuestros archivos. Intocables, gente con secretos, blindada, que pesa más su silencio en
vida que el alcance de su merecido castigo.
De nada me
sirvió pensar tanto tiempo y en esa postura con la mirada perdida, difuminada,
salvo para que mi cuello se lastimara aún más y para que tomara la peor de las
decisiones: seguir al joven de la espesa melena si el lunes lo localizaba en el
andén donde lo vi por primera y última vez.
Tuve que
dormir sin almohada pues por mi espalda se resbalaba el dolor hacia los
lumbares y me reclamaba la firmeza de una tabla como fuente de placer en
detrimento de los muelles y tejidos viscolásticos de mi colchón. La ducha de
agua caliente puso algo de dispersión en mis achaques y pude alejar esa
sensación de sentirme permanentemente empujado por un bisonte o una prensa hidráulica.
Opté por una gorra como fetiche y por un taxi para desplazarme hasta el
intercambiador de Moncloa. Debo matizar que el miedo que sentía se comportaba
como un vaivén, tan pronto recapacitaba con que nadie podía relacionarme, y una
pequeña sonrisa de pillo se estiraba bajo la sombra de mi visera, como que un
escalofrío me sacudía al sopesar si mi ausencia en el vagón ya me habría
delatado. Las reflexiones propias de quien se mueve en mares inexplorados con
una vía de agua a un dedo de la línea de flotación bajo nubes que amenazan con
rizar la marea.
Calculé la
hora en que mi melenudo sospechoso saldría del metro. Llegué temprano, descendí
las escaleras y lo reconocí en un rellano, portaba un maletín, y si estaba en
lo cierto, y en buena lógica, con una nueva copia de los informes, idéntica a
la que guardaba en casa. Di un vistazo rápido a su presencia y regresé sobre
mis pasos. Me tomé mi tiempo en elegir un banco de un parque cercano, uno en un
meandro de senderos que serpenteaban hacia una leve colina coronada de fresnos.
Desde él se dominaba la boca de metro a cierta altura, posición de vigía que
permitía distinguir de entre el vómito de pasajeros a mi objetivo. Septiembre
reivindicaba su puesto en la estación seca a pesar de que para muchos el verano
acababa el último día de agosto. El calor sumado al del asfalto brillante de
vehículos obligaba a buscar la sombra. Tras quince minutos de espera en mi
atalaya, bajo el arbolado, mi camiseta comenzó a ensombrecerse por la línea de
las vértebras y la gorra por la cinta de su apriete. Emulsión que de inmediato
se convirtió en polar cuando mi melenudo surgió del subterráneo con el paso de
un marchador y se encaminó hacia los dominios del campus universitario.
Descendí la ladera a la velocidad de
esos concursantes que persiguen un queso rodante en una calamitosa prueba en la
colina de Cooper, Glocuester, Inglaterra. El joven, ya sin maletín que le
limitara su braceo, con su prisa se asemejaba a la de esos camareros de
chiringuito, galgos de la hostelería, que atienden mesas y comensales con
formidable rapidez. Tuve que trotar para recortar la distancia que me separaba
y terminé por alcanzarle en la entrada de la Escuela de medicina legal y
forense. El frescor de sus pasillos me animó en la persecución, sencilla pues
el caos dominaba el asentamiento de pequeños grupúsculos de estudiantes, que lo
mismo se reunían en el suelo como en una escalera, o circulaban formando
contracorrientes que obligaban a dar pasos laterales en la esquiva. Mi melenudo
bajó su ritmo a cuenta de la búsqueda de algo cuyo paradero debía encontrarse
en algún bolsillo. Le llevó un rato de resoplidos y repasos hasta que dio con
una llave, la que le franqueó la puerta ante la que se había detenido. Dudé en
continuar tras él, pero en el último suspiro, con la punta de mi pie evité que
ésta se cerrara aunque dejé que mi perseguido se alejara, pues, una vez cruzado
el umbral, supe que me adentraba en un área restringida, los carteles de
advertencia así lo informaban y se requería de una acreditación para transitar por él.
Si me
preguntan en ese momento por dónde se salía al exterior mis hombros habrían
ocultado mi cuello como respuesta. En aquel recóndito espacio nada tenía que
ver con el bullicio que había dejado a mis espaldas, la tranquilidad reinaba en
ese ala del edificio y, a pesar de mi cautela, el eco de mis pasos se podía
escuchar a lo largo del corredor que me retaba a cubrirlo. A un lado, una
hilera de ventanas, que daban a un patio interior, dibujaban en el bruñido
suelo un mosaico de paralelepípedos de luz mortecina, al otro, departamentos,
despachos y negociados, todos bajo llave y rotulados con la especialidad o
cargo de su titular. Bueno, no todos cancelaban sus batientes, unas voces
provenientes del fondo del pasillo aumentaron el volumen de su charla y creí
oportuno evitar que descubrieran mi presencia. Probé en varios pomos de las
puertas más cercanas hasta que uno venció su apertura. Un despacho con su
escritorio presidiendo el centro, una biblioteca de media pared a un lado y en
el otro un tresillo con una mesa donde se apilaban volúmenes en prodigioso equilibrio con sus lomos alternos. Para mi suerte su usuario se encontraba ausente, pero ésta poco duró,
lo justo para descubrir que el par de voces, dos varones, ya allanaba la
estancia entretenidos en un debate repleto de tecnicismos. La sorpresa me
precipitó tras el respaldo del tresillo, en el medio metro que lo separaba de
la pared, y allí me mantuve tumbado, inmóvil, atento a la conversación y a
disimular mi presencia.
Debí quedarme
dormido media docena de veces durante las diez horas que permanecí tras el sofá
y en las seis me desperté con el sobresalto contenido por si algún
ronquido se me hubiera escapado. Aquellos hombres se habían reunido para
finalizar un proyecto cuyo plazo de entrega les vencía al día siguiente. Durante
su disertación y conclusiones se alimentaron de un surtido de galletitas
saladas, bebieron de una cafetera de cartuchos y aturdieron mi mente con las referencias
hacia las decisiones que iban tomando sobre el proyecto, y con las que llegué a
soñar en cada una de mis derrotas de la vigilia. A las nueve de la noche escuché la puerta
cerrar. Anquilosado, con calambres y hormigueos extendidos por el cuerpo, un
latigazo en el cuello me saludó en cuanto intenté incorporarme. A pesar del
dolor y un amago de desmayo renuncié a vencerme en el mismo sitio donde había
anidado y volqué mis huesos por el respaldo hasta que el mullido del asiento me
detuviera en la postura que el azar quisiera regalarme. Si en ese instante
hubiera regresado aquel par de eruditos no me habría molestado en atender las
lógicas insinuaciones hacia mi presencia. Mi sensación de derrota era tal que, por
encima de mis dolores, mi ánimo ponía en cuestión cada uno de mis actos desde
que arrugaron el trasero de mi coche en la M30 hasta ese momento.
Necesité media
hora de estiramientos, controles de respiración y recordar al maletín bomba expandido en la mesa de mi cocina, y toda la mierda que desperdigaba contra el sistema
judicial, para que mi corazón bombeara de nuevo la sangre del temerario que el
ayuno y la espera habían diluido hacia el desánimo.
El gris fue la
luz que encontré en los pasillos, el mismo color de mis aspiraciones, el que
plateaba una luna como farola omnipresente en un campus convertido en una
ciudad fantasma. Inútil buscar otra puerta que no fuera la de la salida,
absurdo creer que mi melenudo seguiría buscando llaves en sus bolsillos, cuando
lo más seguro es que estuviera en su casa, cenado y durmiendo, y en esa
necesidad vagué en busca de aquella que facilitara mi avance. Me perdí, y en
las vueltas al mismo sitio que di, a parte de imaginar toparme con un almacén
de galletitas saladas, valoré el envío anónimo y masivo a todas las redacciones
de periódicos del país y a los juzgados de guardia de las 50 provincias. Remitiría
la documentación que obraba en mi poder y me sacudiría las manos como quien
escucha la sirena de la obra. Pero si algo me acuciaba por encima de mi afán
justiciero era la vuelta de mi salud plena. Sentía que el dolor había
descendido a mis caderas, uno de mis brazos parecía bracear a su aire y el
hormigueo de la punta de los dedos de mi pie izquierdo me recordaba a las
parestesias que a mi boca recurrían con cada visita al dentista. No cejé en mi
empeño de probar toda puerta, incluso en pernoctar en el tresillo si el dolor
me vencía, hasta que una de las que ya había recorrido la encontré abierta,
invitadora, que daba a un enorme pasillo, con una luz parpadeante brillando en
su quicio y una voz algo lejana, de un hombre, el que había pulsado el interruptor
de una sala a mitad del trecho y quien parecía arrepentirse del fulgor causado.
Antes de que llegara a esa sala, la luz se apagó, pero la voz siguió resonando,
y de la conversación telefónica que mantenía pude escuchar que sus términos
cuadraban con el entramado de maletines que se habían cruzado en mi
convalecencia. Conversación que interrumpió en cuanto apoyé mi oído en la
puerta que nos separaba.
Entre escobas,
cubos, bayetas, trapos, fregonas, productos de limpieza, bolsas y uniformes
sudados me escondí, y la imagen fugaz de aquel rostro visto en penumbras del
que me protegía me resultó familiar y al que pude rápidamente asociar cuando
reconocí el sonido de una pistola automática amartillada por el movimiento de
su corredera.
Dicen que un
sicario deja de serlo cuando su cúpula lo relega por la misma vía expeditiva
por la que se le reconocieron sus méritos, o porque llevado un tiempo descubre
que apuntar hacia quien te paga, a veces, te asciende. Mi sicario figuraba en
la lista de los exonerados por la trama y parecía ejercer la labor de custodia
de su fuente de salvoconductos, aunque también pudiera ser que, a cuenta de mi
cambiazo, consideraran esa línea quemada y estuvieran limpiando los vínculos
como acostumbran, silenciando con garantías a todo potencial delator. Si este
último término era la razón de su presencia en el campus, mi hallazgo, mi
injustificable presencia en mi penoso escondite uniría sus neuronas ya
predispuestas a la pólvora, lo justo para que su índice presionara el
disparador. Y sentí los muelles de la manilla comprimirse hacia la apertura
cuando la voz telefónica ahogada contra el pecho reclamó atención con
insistencia, apremio que detuvo el avance de mi matarife y a quien pareció
sacudirle la curiosidad por mi refugio.
Se alejó y no lo
pensé, salí, y ni siquiera miré hacia atrás, como los culpables que desatienden
el oprobio y creen que lo minimizan, que lo anulan con su desprecio, aunque más
bien huí como un impala porque mis cervicales me lo impedían, pero salí del
cuarto de limpieza con el cosquilleo permanente de quien se sabe presa en el
filo de unas mandíbulas prontas a cerrarse. Busqué alejarme, no importaba a
dónde, sólo la separación física de donde un minuto antes me vi muerto me
reportaba un alivio considerable. En el primer recodo encontré unas escaleras,
descendí por ellas y al final de un largo corredor descubrí la luminaria que
corona toda salida de emergencia. El aire sahariano me golpeó el rostro y aún
así lo percibí liberador. No dejé de correr, cual caballo desbocado, sin pensar en los
obstáculos, sin atender a la fatiga de la que el pánico se encarga de ignorar.
Atravesé jardines, sendas, setos, los vacíos aparcamientos hasta ganar las grandes avenidas donde el tráfico de Madrid nunca descansa, mientras pensaba en un cañón apuntando a mi espalda y
en el estampido que avisa sin tiempo a la llegada del plomo, pero tuvo que ser
un taxi el que me detuviera, en concreto su capó. Las imprecaciones de su
conductor hacia mi estabilidad mental se convirtieron en reverencias en cuanto
un billete de cincuenta esgrimí a falta de resuello.
En alguno de
los remansos del río Tormes, no muy lejos del Puente viejo que lo salva y une a
Ledesma con los trigales, construyeron sus gentes sólidos molinos donde iniciar
sus harinas. Hoy, en su mayoría derruidos, sirven de atraque y pernocta para
los palistas que el caudal arrima en sus piraguas. Desde mi accidente duermo en
hamacas que anudo a las cencerretas, todavía sólidas, y a las ramas de la
encina que semilla a semilla han ido cerrando la senda que en su día fue camino
de carretas con tiro de acémilas. Vendí mi pasado a una inmobiliaria y negocié
mi despido a la baja a cuenta de la prisa con que hice mi maleta. Busqué el
cobijo de la naturaleza y convertí aquella afición federada de mi mocedad en un
negocio de excursiones por los ríos de Castilla, donde agobiados urbanitas
buscan olvidarse del asfalto durante un par de días remando entre rápidos y
truchas. De vez en cuando presto atención a las conversaciones que la pequeña
hoguera nocturna reúne entre los muros desmoronados y restos de cangilones. Es
costumbre entre los reunidos, ante su primera noche bajo las estrellas, abrigados
por el murmullo del Tormes, dejar que se adormezcan sus prevenciones y se relajen
confesando sus oficios mientras atienden la cura de sus ampollas de novicios.
Todavía me sobresalto cuando alguno de mis clientes filtra que su dedicación
gira en torno al mundo de la leyes, bien sea de picapleitos, bien como humilde
auxiliar o procurador, bien como juez o como funcionario de prisiones o como
policía o como notario. Es entonces cuando me disculpo con necesidades que la
naturaleza absorbe sin acusar y me pierdo hacia las sombras de la ribera en
busca de esos brillos que el agua corriente revive sin descanso. Mi inesperado paseo a
veces sorprende al furtivo del cangrejo, nunca en plena faena, pero sí junto al
arroyo y en una postura de firmes, de pie, entre las rocas redondeadas, a un
palmo de la corriente, con las manos en los bolsillos donde las pinzas del
crustáceo pelean contra el cuero impenetrable de sus dedos. Les saludo con la
cabeza y me devuelven el gesto, ni una palabra cruzamos, ambos sabemos que la
noche está bonita aunque parece que refresca. Desde que abandoné mi anterior vida
trato de agradar a toda persona con la que me cruzo. Me siento en deuda con la
gente de bien, considero que les traicioné, permití que toda aquella basura que
descubrí continuara impune, y quién sabe si el azar llevaría a su
tranquilas vidas un lance fatal con alguno de esos canallas, cuyos nombres y
libertad viajaba en un maletín en los oscuros vagones del túnel de Placimingo.