martes, 1 de septiembre de 2015

Encierro

         Pamplona, seis de la mañana. Me ducho. Al igual que cada segunda semana de julio la toalla no logra secarme. El sudor se perla en mi piel como en el espejo la condensación borrosa del fantasma de mi desnudez. Así, en cueros, en busca del frescor, me paseo hasta la cocina donde apenas pruebo el desayuno. Imposible ingerir bocado, mi estómago parece alojar un globo aerostático. Regreso a mi cuarto con el vértigo o la sombra del desfallecimiento y me visto de blanco hasta el empeine. Me ciño el viejo fajín del abuelo Zacarías, el mismo con el que estrangularon de urgencia su pierna tras el encuentro con Ventura, un Miura de media tonelada que rasgó su femoral en la calle Estafeta. Veinte años se cumplen de aquel desenlace en el que la vida de mi abuelo se perdió por su ingle, en una mancha parduzca que aún hoy veo endurecerse como el lacre que sella la despedida. La sangre atrajo todas las atenciones y nadie reparó en mi desamparo y, acabada la fiesta, con la sirena aullando inútil una prisa ya innecesaria, permanecí en el mismo sitio hasta que mangueras y cepillos borraron las huellas del suceso, justo cuando un desconocido se fijó en mi llanto de pucheros y me acompañó en silencio hasta mi casa.
         Aquella pérdida me impactó tanto que, la memoria, a partir de entonces, ante situaciones alarmantes del día a día, me advierte del peligro con la evocación de la penetrante fetidez que la abigarrada multitud supura y exuda en los encierros de San Fermín. Logra con la remembranza que me asome al precipicio de la nausea. Y del mismo modo que la pituitaria recuerda a la perfección esos rancios aromas de azufre, fermento y orín, que viví la última mañana de Zacarías, también revive con nitidez cada uno de los pasos que di y a la gente con la que me tropecé aquella luctuosa mañana. Podría describir con precisión el mismo momento en que salí del portal cogido de la callosa mano de mi abuelo hasta que me dejó subido en la barrera, para que pudiera ver su progresión junto a los astados, y desde donde sólo pude contemplar su muerte. Fatalidad a partir del cual las tinieblas se encargaron de emborronar los recuerdos y plagarlos de arranques de tristeza, los que la noticia produjo y propaló por el barrio, los que exagera la soledad cuando un cariño único  te abandona para siempre.
Prevención inútil desarrollar un sentido para ignorarlo, me decía con cada arcada, pues llegado a la madurez, ante la arraigada tradición familiar de correr los sanfermines, renunciar suponía contravenir el orgullo de Zacarías. Tíos, primos y hermanos, todos disfrutamos de la fiesta. Todos corremos, asustados, sí; eufóricos, también.  Desde la llegada de mi mayoría de edad no he dejado de calzarme las zapatillas y trato de olvidar aquella mañana del adiós concentrándome en las astas que al trote me acechan.
         Los habituales del encierro nos conocemos, y solemos saludarnos con el mentón o con un apretón de manos fugaz. Policías y pastores ofician con la máscara del trato distante y evitan el compadreo que los más nerviosos solicitan para la propia calma.  Cuando la hora de la suelta se aproxima, la tensión hierve bajo los pies y el cardumen de extraños se mueve al unísono en cuanto la primera de las bestias cencerrea su proximidad. Cada uno suele elegir un tramo de calle que ya no acostumbra a abandonar, la mayoría por superstición. Yo siempre procuro correr los metros que tanto agradaban al abuelo, y todo riesgo se reduciría a una mezcla de azar, talento y experiencia, sino fuera porque mi traumatizada memoria reconoció a un hombre del pasado, al desconocido que absorbió mi llanto la mañana de la muerte de Zacarías, al joven que me acompañó hasta el portal y quien, ahora, en el mismo centro de la calle parecía esperar, como las rocas pulidas que parten los ríos, a alguien o algo en concreto. Con las piernas paralizadas por la sorpresa, la propia marea me apartó a un lado y, apenas, a vistazos, pude mantener mi atención en él y en su absurda quietud, a contracorriente, hasta que alargó un brazo y tocó el hombro de un adolescente que corría hacia él. Un joven pálido, un novato de rasgos nórdicos que, inmerso en la algarabía, ni siquiera percibió el contacto. La velocidad aumentó, señal de que la manada ya estaba encima, los empujones se volvieron violentos y me obligaron a encaramarme a la protección. Perdí de vista al fantasma en el mismo momento en que los primeros gritos se sintieron venir desde los balcones. Todo sucede rápido cuando la bestia se ensaña. El caído se ovilla y abandona al azar de las cornadas, los bastonazos de los pastores reclaman la atención de la res obcecada, tiran del rabo, tientan al animal para que retome la carrera, engaño al que accede no sin antes mostrar las consecuencias mortales de su embestida, las que embadurnan su cornamenta al salir de las costillas del yacente, un vikingo.
         Las nauseas regresaron tan intensas ante ese nuevo horror como nítida era la imagen del rostro de mi fantasma del ayer. Lo había reconocido nada más verlo. Dado el tiempo transcurrido su edad debería rondar los cincuenta, sin embargo, su cara se había mantenido sin mácula tal cual la recordaba de los tiempos de Zacarías.
El vómito me sorprendió y me llevó a una arcada vacía y ruidosa que convocó el desprecio de algunos de los presentes, convencidos de mi embriaguez. Merecido reproche por el peligro que dimana un errante del alcohol para el resto y para sí mismo en un escenario donde un tropiezo puede resultar fatal. Tan avergonzado como aturdido corrí al primer bar donde sintonizaran el canal que desmenuzaba los entresijos del encierro de esa mañana. La realización y la edición fueron mis enemigas a la hora de encontrar a mi protagonista, aún así, durante un segundo, aunque de espaldas a la cámara, pude distinguirlo entre la multitud. Luego, la tertulia y las imágenes se dedicaron a reiterar la noticia del fallecimiento de un joven, islandés de origen, y en los trámites consulares para repatriarlo.
         En Pamplona nos conocemos todos o, al menos, sabemos de alguien que nos puede avalar frente a un tercero si necesitáramos su singular ayuda. A través de un buen amigo pude llegar a la redacción del Diario de Navarra y entrevistarme con el decano de los reporteros gráficos. Joaquín Azurmendi me recibió en su mesa y me ofreció una silla junto a la suya. Calvo de los de brillo, consolaba su alopecia con atusarse su profuso bigote, a modo de recurso de meditación, mientras atendía mis inquietudes con el desdén de quien escucha por compromiso. Me abstuve de referirle que había visto a un fantasma, a un joven de mi infancia con el mismo aspecto del pasado, y le abordé con la falacia de querer revisar sus archivos en busca de un viejo amigo. De ninguna manera iba a confesarle que aquel desconocido, durante el encierro, parecía estar esperando a que llegara el islandés para tocarle, como señalando su turno con la muerte.
Puede que quien está acostumbrado a mirar al mundo que le rodea a través de un objetivo adquiera una capacidad para descubrir las imposturas, lo cierto es que supo que mis inconcreciones buscaban aburrirle para que me dejara a solas. Y así lo hizo, me dijo que se iba a una reunión y me dejaba enredar en su ordenador, en unos archivos que apartó en el escritorio. Pero a los quince minutos de repasos, lo descubrí a un metro de mi espalda, nunca se había ido. Le confesé la verdad y su rostro se volvió tan sombrío que no supe interpretar, en un principio, si por desprecio o por alianza.
         —Acompáñame —dijo—, aquí todos somos porteras y a quien buscas se encuentra oculto bajo la mejor de las llaves, la del desprecio.
Se puso la chaqueta, que ya había recogido en el amago de la reunión, y me señaló el camino hacia las escaleras. Llegamos al sótano y allí recorrimos varios pasillos entre anaqueles brillantes de humedad arqueados por documentos de variopintas escalas, alineados en una galería de techo artesonado por hileras de canalizaciones. Las enjauladas bombillas teñían de escaso amarillo la pared que las sustentaba. Entre la anterior y la siguiente cinco pasos de ciega sombra ralentizaban mi marcha. No así la de Azurmendi, que a cada nueva luz lo descubría alejarse. Por fin llegamos a una bóveda de ladrillo donde el perfecto silencio destacaba sobre el bullicio editorial del que proveníamos. Las aristas de un cúmulo de cajas me recibieron en una especie de entrada a un laberinto del desorden, y en seguida comprendí que formaban el inicio del almacén de las historias olvidadas. No dudó Azurmendi en localizar la pretendida. Me pidió ayuda por el peso y la depositamos en una mesa pegada a la pared.
—Algunos, unos pocos, confesaron haberse topado con un fantasma —me refirió mientras desplegaba el contenido: viejas y abultadas carpetas que compartían densidad con otras nuevas—. Le encuentro cierto parecido con un retrato de Michelangelo Buonarroti de 1490 —agregó, aún así, me parece un exceso apodarle el Divino. En total somos cuatro, contigo cinco, los que alguna vez nos hemos topado o hemos descubierto su existencia. Por mi parte, aunque lo busco en cada encierro, es mi Nikon, antaño en el cuarto oscuro, ahora en el Mac, quien me lo descubre casual entre el gentío. Como puedes comprobar —añadió, al tiempo que extendía viejas fotos en blanco y negro sobre la mesa, imágenes difusas pero evidentes, de la existencia impertérrita del Divino—, guardo registros del siglo pasado y ya aparece en ellos, pero tú eres la primera persona que confiesa haber tratado con él.
—Me acompañó a casa cuando era un crío, eso es todo y es mucho, pues, aunque mantuvo la boca cerrada durante el trayecto, supo llevarme, sin que yo le indicara, hasta la misma puerta de mi vivienda.
Azurmendi se unió a la contemplación de lo allí extendido y al cabo de un minuto comenzó a recogerlo.
—¿Y ahora qué hacemos? —pregunté.
El veterano reportero estiró media sonrisa al tiempo que terminaba de apilar la documentación en la arrugada caja. La elevó de un extremo con lo que me invitaba a que el otro fuera para mí. Y mientras la devolvíamos a su rincón y sacudíamos nuestras manos del polvo adherido, me respondió:
—Nada. No hay nada que hacer.

Y, efectivamente, nada hice al poco de sentir la fría mano que se apoyaba en mi hombro.