viernes, 30 de diciembre de 2016

Aquel hombre

—Sé que te hierve la sangre, hijo, y que buscas una satisfacción inmediata, pero déjame antes, mientras el hielo alivia el dolor, que te cuente algo. Llámalo secreto si lo deseas, pues es bien cierto que reúne todas las características como tal, aunque nunca quise ocultarlo por intriga, vergüenza o riesgo sino por respeto. Eso sí, a partir de este momento deberás prometerme que guardarás la debida discreción y ni siquiera a tu madre podrás revelar parte alguna de lo que te cuente.
—Lo prometo —asiente el muchacho con la mano en cazo sobre su maltrecho ojo.
—Mucho antes de que tú nacieras, un día de nochebuena como el de hoy, me batí en duelo por la honra de una dama, la más hermosa que jamás conocí. Te ahorraré los detalles de la esgrima y acudiré al final, cuando con mi rival tendido en la nieve y la punta de mi sable a un palmo de su garganta vi en sus ojos reflejarse una vieja rendición de los míos. Le había vencido en buena lid y apenas encontré rastro en su derrota de aquel odio que le llevó a retarme la tarde anterior. Su mirada había perdido el velo de la rabia, la mía, la concentración por sobrevivir. Y en el receso, en las puertas de poner fin a una vida, me vi representado en la figura de aquel hombre a mi merced, herido en un costado, tiñendo la albura con la hemorragia que sus manos apenas podían contener. «A primera sangre», me recordó vacilante su padrino. Pero yo ya no estaba allí, me encontraba en otro diciembre como el de hoy, en mi infancia, inmerso en una guerra de bolas de nieve, de agudos gritos, de risas y torpes carreras, de largas bufandas y rodillas al aire; en concreto, en la batalla en la que una piedra oculta a modo de escasa gracia rasgó mi frente hasta el aturdimiento y me precipitó al suelo. Y desde ese reposo vi el plomizo cielo, y cómo los leves copos pretendían unir mis pestañas. Y vi a una orla de amiguetes, mocosos, sonrosados, jadeando vapores, agolpados en círculo ante mi descanso, en silencio, asustados por el hilo de sangre que extendía un rojo cojín tras mi cabeza. Creyeron verme morir y con lenta ceremonia descubrieron sus cabezas, y yo acepté la fatalidad con el advenimiento de la primera nebulosa, la de la antesala del desmayo. E imaginé el traslado a mi casa, y la noticia que con voz desencajada anticiparía la llegada de mi cadáver, y cómo invadiría ésta los recovecos del portalón, se filtraría por los goznes, llegaría a las cocinas, sobrevolaría por encima del hervor de los pucheros, detendría cucharones, alegrías, preparativos; arrugaría mandiles, enflaquecería rodillas, silenciaría las conversaciones ahumadas de tabaco y circularía entre la porcelana y las copas de la mesa, dispuesta para una noche que perdería por siempre con cada aniversario de mi adiós su bondadoso apellido. Nadie merece morir en Navidad. Incluso en las guerras entre presuntos paganos se establecen treguas llegada la fecha. Se reparten mendrugos generosos y circula el licor con un silencio que apenas sí interrumpe el descanso de los correajes y el acomodo de las armas. Alguien se atreve, apenas en un susurro, al canto de algún villancico. El resto se anima como una mecha humedecida. Voces rotas, arenosas, se suman y recorren la trinchera. Las lágrimas de algunos se abren camino entre la máscara de barro, otorgando a los rostros el aspecto de un encarcelado a la sombra de los barrotes que lo separan de la luz intensa de la libertad, de la vida, de los algodonados tiempos donde un abrazo maternal lo significaba todo. Aquel hombre en la nieve me recordó a mí. Nadie debería morir en Navidad. Incluso él, que, cegado por los celos, se negó a aplazar el desafío, o como tú, en este momento, herido en tu orgullo y en manos del arrebato.
—Sólo pretendo darle su merecido a ese abusón…
—Ven, hijo, acerca tus dedos, toca mi cicatriz. Las arrugas ya la confunden, pero aún se distingue al tacto. Heridas, dientes mellados, fisuras, tabiques torcidos... Hay una franja en la vida, en la mocedad prevalece, en la que la experimentación, el desconocimiento de los límites de nuestra natural armadura nos lleva a osadías que pasan factura y nos sellan de forma indeleble. Muesca, señal de advertencia, que nos acompañará más allá del último aliento y cuyo repaso, palparla, evocará el momento preciso de lo que fue un drama por aquel entonces y que, hoy, se convierte en placentero recuerdo al transportarnos a un pasado de inquieta emoción como lo es tu actual presente, a pesar de los matones que aguardan en las esquinas de la vida.
—¿Y qué fue de aquel hombre? ¿Renunció a una revancha?

—Desde aquel día, cada año, intenta desquitarse a su manera con tercos silencios o desplantes. Aquel hombre cenará esta noche con nosotros, como lo viene aceptando desde que me casé con su hija, la más hermosa dama que jamás conocí.

jueves, 29 de diciembre de 2016

La cesta

           Mi padre trabaja todas las noches, incluso en nochebuena, pero esa ausencia tiene algo de especial, porque cuando regresa al alba trae una cesta repleta de estuches con la que pasamos la tarde jugando a las adivinanzas. Nos sentamos junto a la vela, nos apretamos las piernas bajo la manta, esperamos a que pase el tren para poder oírnos y agito los estuches tratando de adivinar el contenido. La más fácil es la piña, porque apenas se desliza y humedece el cartón. Se complica con los trozos de polvorones y mantecados, aunque si me equivoco padre nunca me niega el pedazo más grande. Todos me saben a gloria, ahora bien, el que me apasiona con locura es el turrón de chocolate en su envoltorio dorado; lo malo es que, según dice mi padre, es muy delicado, enseguida mengua y se deshace en migajas, así que cuando me da el estuche abro la boca al cielo y dejo que caigan como una lluvia de delicias, como acostumbro con los cubos de palomitas que la gente abandona en los cines.

Siempre dejo ese dulce aguacero para el final, así, cuando el sueño me vence, con las encías embadurnadas de cacao, escucho a mi padre soplar la vela y desearme a oscuras antes de su marcha una feliz Navidad, que sonrío, porque gracias a él siempre lo es.

miércoles, 2 de noviembre de 2016

Directo

En cuanto le dieron el alto sintió cómo su estómago buscaba desaparecer.
Detuvo el vehículo, respiró profundo, apagó la radio y se miró en el retrovisor en busca de la expresión que tantas veces había ensayado en los camerinos de Noche sin tregua.
—Buenas noches. Su documentación y la del vehículo, por favor.
De la cartera la una, de la guantera la otra, por la ventanilla entrega ambas y se someten a la linterna del agente.
—Bien, señor Fontana, ¿sabe por qué le he parado?
—Porque… ¿puede?
Los destellos del coche patrulla azulan la sonrisa con la que trata Fontana aderezar la ocurrencia. Es innato, imposible en un cómico mantenerse serio más de cinco minutos, incluso ante espectadores tan difíciles como un agente de la autoridad ejerciéndola. Pero esta vez necesita aparentar naturalidad y su esencia, su firma, es la chanza. Sabe que los policías de zapatos gastados huelen las mentiras como los perros el miedo. Mostrarse diplomático, sumiso, deferente, le resultaba tan forzado que bromear con el cadáver del maletero le parecía más una distracción que una temeridad.
—Veo que se considera gracioso.
—Vivo de ello, más bien de que otros se convenzan —apostilla.
El agente sospecha del derrotero que pretende Fontana, así que esgrime el bolígrafo, cumplimenta el boletín y, tras un breve repaso a lo escrito, devuelve las credenciales del reconocido humorista como antesala a la reglamentaria explicación.
—Invadir la línea continua. Doscientos euros y cuatro puntos ¿Va a firmar? —pregunta al tiempo que tiende bolígrafo y libreta.
—Nunca autógrafos pasadas las doce. Recomendación de mi representante desde que rubriqué un incunable en la feria del libro. Además, sufro de la vista a partir del segundo güisqui. Acabaría usted con un emoticono en la muñeca, mi querido hombre de la ley. Descuide, no he bebido, no, aunque sé que les entrenan el olfato y dominan el momento exacto de desenfundar el alcoholímetro. Pero no quiero parecerle impertinente, responderé a su pregunta. Mire, aunque me encanta engrosar mi lista de seguidores, en este caso presiento que su admiración no es sincera. Lo siento pero no firmaré.
El agente niega con la cabeza como mecanismo para evitar que una sonrisa desdibuje la hierática faz que acostumbra cuando viste el uniforme. Por un instante la situación le ha recordado una escena de la célebre Annie Hall: el encontronazo de Allen con un patrullero.
       Neutralidad, ni enfados ni alegrías. Primera norma del buen policía. El blindaje perfecto frente a los excesos de la confianza ajena. Devaneo habitual de los infractores no violentos que pretenden en décimas de segundo erigirse en amigos del alma del proponente para revertir las consecuencias, confiados en que una sobreactuada sumisión convencería del grave error que supondría sancionar a un colega.  En cambio, en cada intervención, en el rápido e inevitable balance, el policía nunca encuentra afinidad con el transgresor más allá de la siempre vejada nacionalidad, y socorrida cuando pintan bastos.
El uniformado anota la renuncia y se abstiene de entregar la copia, pero no de una última observación.
—Cuando el cartero le entregue el aviso espero que también se lo tome a broma, y si volvemos a encontrarnos recuerde: no seré tan indulgente. Le revisaré hasta el último tornillo. Buenas noches —concluye con un saludo militar al tiempo que le abre paso con la otra mano.
Durante media docena de curvas, y ya con los destellos policiales engullidos tras los riscos, Fontana mantiene al volante el mismo gesto que acostumbra ante el micrófono. Pero en cuanto se sabe a salvo, el estómago decide desplazarse hacia la boca y le obliga a detenerse a un paso del mirador donde antaño contempló atardeceres junto a quien tanto amó como acabó odiando. Y a quien esa misma mañana, tras las tostadas, prometió brindarle un paseo, acomodándola en la rueda de repuesto, y rematar el viaje con un vuelo nocturno por aquel mismo acantilado, no sin antes haberla dado como despedida un fuerte abrazo en la tráquea.
Fontana vacía las entrañas a un palmo de los zapatos. Los lagrimones del esfuerzo, como vidrieras catedralicias, tornasolan la visión hacia un vivo cian, parpadeante, en progresión; el cual, para cuando lo quiere restregar ya invade por completo su estremecimiento.
El foco del radio-patrulla encuadra la sudorosa palidez del rostro del cómico y la redención frente a lo que debió ser la cena. Fontana renuncia a erguirse y se limita a soportar la ceguera, esperanzado con que, en ese instante, otra luz, venida del cielo, le eleve hacia un artefacto con matrícula de un planeta sin convenios de extradición.
—Estoy esperando algo ingenioso —dijo el agente detrás del foco—. Aunque estimo —añade— que quizá la gracia resida en la razón que oculta para simular encontrarse en otro lugar.
Dicho esto, la megafonía del vehículo, tras el molesto acople inicial, amplifica el programa de radio donde Fontana divierte a la audiencia con su puntual monólogo de los jueves.
El cómico acusa el amargor en su garganta producto, a partes iguales, del reciente tránsito inverso y la angustia del acorralado. Trata de salivar antes de tomar la palabra. Se enfrenta a la actuación más decisiva de su carrera: doblegar con la risa a un insobornable policía. Salvo el foco, como reconocido atrezo en sus tiempos de teatro, el entorno, el rocoso espectador y la proximidad del cadáver poco ayudan en el ritual.
—Un fulano del IRA, un tal Brehan —nombra Fontana—, acuñó algo así como que «nunca había visto una situación tan deplorable que un policía no pudiera empeorar». Pues bien, aquí estamos los dos: usted para darle la razón y yo para contrariar al irlandés. Así que, venga, no sea rencoroso y acérqueme ese boletín que se lo dedico. ¿Tiene hijos? —añade, al tiempo que, a intervalos, mira hacia el cielo.


martes, 1 de noviembre de 2016

¿Juegas?


Te lo ruego, no leas el relato del finalista. Sé que el jurado ha relacionado esta advertencia con sus recientes padecimientos y habrá sopesado otorgar la plata a un relato menor, incluso, me consta, anular el concurso. Para aumento de su desgracia ellos desconocen cuál ha sido, de entre todos los que han valorado, el que ha comenzado a arruinar sus vidas. Dará igual la determinación que tomen. Ella, sí ella, será la finalista y su magnífico relato parecerá inocuo, discutible, original, pero será leído, aplaudido, publicado, y he aquí la verdadera intención: obtendrá el alcance suficiente para convertirse en una pandemia. Aún así, si te empeñas en leerlo, quiero advertirte de las consecuencias y de cómo sé que estas se producirán. Comenzaré por el cómo, empezaré por explicarte lo de la vibración. Algo que jamás he confesado y es mi desesperado intento para tratar de convencerte.
Nombré así a un sentido que quizá tú también poseas, ese que en alguna ocasión te ha alertado para que renuncies a continuar con una actividad, permanecer en un sitio o acudir a una cita. Como una especie de corazonada pero explícita para situaciones de peligro. En mi caso descubrí esta capacidad, esta alarma, recién cumplidos los treintaitrés.
Una mañana gris de domingo, tras cumplir con mi turno de noche, regresaba a casa en motocicleta por la costa del Garraf. Dicha carretera serpentea su estrechez entre los riscos y en una de sus primeras curvas —todo un balcón hacia el Mediterráneo—, de un vistazo, se pueden observar tres kilómetros de sinuoso asfalto sobre la vertical del mar. Advertí en la ojeada que, muy a lo lejos, un solitario vehículo se dirigía en mi dirección. ¡Despejado! Nadie por delante. Todo un premio para los cantos de las ruedas pilotar sin que ningún dominguero me interrumpa el ritmo. Negociadas ya unas cuantas curvas fue en la siguiente ciega cuando la vibración me dijo que me ciñera al casi inexistente arcén. No lo dudé. En ese instante, un Audi de carburadores conducido por un anciano invadía mi carril. Sin tiempo para maldecir y por un dedo de separación evité el impacto. De haberse producido imaginé las consecuencias y me vi cayendo al vacío como un escombro.
La segunda vez, quince años después, sentí idéntica la vibración momentos antes de embarcarme para una inmersión en las tranquilas aguas de Lanzarote. Desprecié la advertencia y a treinta metros de profundidad el regulador falló. Sigo vivo gracias a mi acompañante. Una vez más mi eterna gratitud Álvaro.
La tercera surgió cuando leí las bases de este concurso, aunque el aviso se mostró de una forma muy distinta a los dos anteriores.
Me encontraba delante del ordenador imaginando la trama: un cómico que pelea con su sentido del humor para salir airoso de un crimen, y en la ensoñación vi unas manos teclear. Unas manos que no eran las mías. Al principio sí lo parecían, pero en cada pulsación se transformaban en pezuñas de un color terracota, fugaces, algo borrosas, pero indudables patas de un animal desconocido. Extrañado, más bien asustado, me separé del teclado y permanecí inmóvil frente al monitor recreando lo que taché de alucinación, hasta que decidí sacudirme el pensamiento. Y fue entonces cuando el salvapantallas fundió a negro la página del navegador y me devolvió el reflejo de un rostro inesperado.
 Vi a una bestia, vi el horror, y entendí su propósito.
No leas al finalista, no lo hagas. Sumérgete en las lecturas de tu escritorio, las que presiden tu mesilla. Lee pasquines, letreros, facturas, incluso, si te atreves, por aquello de contrarrestar la osadía que te niego, revisa las minúsculas condiciones de tu tarjeta de crédito. No dejes de leer nunca, pero por lo que más quieras, tras mi punto final, si decides leer miedo en el siguiente relato emergerá el tuyo. Se inoculará en tus entrañas por haber sido escrito con la tinta de quien aquieta a los muertos. Como un abrigo imposible de despojar te acompañará durante el día, para que cuando llegue la noche y te rías de esta absurda advertencia, en cuanto concilies el sueño, algo que se acerca y no se deja ver, como una losa invisible, te inmovilizará. Lucharás por despertar, sentirás a la bestia encima de ti, lenta, imparable, buscando llegar a tu cuello, trepando por tu perlesía. Y cuando creas que nada puedes hacer para librarte de ella, reunirás todas tus fuerzas y las emplearás en abrir un párpado, y lo lograrás, ella lo quiere. Y buscarás la más mínima luz, la rendija que te separe de las sombras. Entonces, en ese momento en que pretendas relegar lo vivido al mundo de las pesadillas, despreciar la advertencia, distraerte para olvidar; en resumen, cuando acudas a tu teléfono móvil, porque la bestia sabe que lo harás, lo primero que descubrirás en la pantalla, para tu desdicha, me dará la razón.
Y es que todavía es de noche, te has desvelado, en unas horas tienes que levantarte, te espera una jornada muy dura pero temes volverte a dormir. Aún crees que el relato del finalista no oculta ninguna cábala ni la maldición del Gusano que nunca muere, pero por de pronto tu día comienza fatal. Corre al espejo y mira que ojeras. Es sólo el principio. Ya te lo advertí.

domingo, 28 de agosto de 2016

Mujercitas

—Mucho has tardado —sanciona Maruja desde la penumbra de su lado de la cama.
Manolo resopla y renuncia a la cautela con la que se había desplazado hasta ese momento por el dormitorio, pero no al esmero con el que dobla su pantalón y camisa sobre el respaldo de la silla, alinea los zapatos, bajo las patas, y se abrocha hasta el último botón del pijama. Por último, guarda la cartera en el cajón de la mesilla.
—Para clavar una sombrilla y plantar una tumbona, tres horas dan para hacerlas de obra —recalca Maruja hacia la rechoncha silueta de un hitchcock cabizbajo.
Manolo suspira sentado en la arista del colchón. Mira de reojo a la espalda y a la celosía de rulos que la corona. Decide tumbarse hacia la ventana abierta.
 Aún no ha perdido el mullido la almohada cuando Maruja vuelve a la carga. Esta vez con exageradas inspiraciones que anuncian el preludio de un exabrupto.
—¡Hueles a garito!
Manolo responde a la afrenta incorporándose, prendiendo la lamparilla y rescatando las gafas de presbicia que arquean las páginas de lecturas donde acostumbra a atrincherarse cuando Maruja desata sus tormentas: novelas de Mclean; pocas faldas.
—¿Quién es la pelandusca con la que charlas? Porque queda claro que hasta ahí llegan tus citas. Con que te escuchen ya te colmas, ¿verdad? —insiste Maruja.
Manolo desiste con Navarone, vuelve a ser funda de las lentes, y mira hacia el aspersor de bilis con quien se casó.
—Cariño, me jubilé como cabo de zapadores. Asumo que nadie guisa y mete codos en el mercado como tú, pero en estrategia de incursiones los comandos me pedían consejo…
—¿Batallas a estas horas, Manolo? —interrumpe Maruja—. Mi padre sí que caló bayonetas en el Rif, no como tú que blandiste cuchillos, pero en las cocinas de Carabanchel Alto. Escobando en la cantina, ahí pusiste la oreja entre quienes calzaban el barro del frente. Batallitas, Manolo, eso cuentas, pero las de otros. Lamparones de marmitaco, eso luciste en la pechera.
La brisa irrumpe y otorga la ligereza de un velo a la vieja cortina, que gana altura hasta acariciar la colcha. Bandera blanca que franquea el paso al rumor de las olas.
Manolo procesa la afrenta. Veterano en tallas grandes de calzón, se toma los recados de Maruja como una suerte, una tregua, un descanso a tanta injuria. Son licencias para silbarle al aire, curiosear sin censura, pasear dando rodeos a modo de pueril desobediencia, aunque siempre retorna puntual a la hora del rancho. Innegable el talento de Maruja entre fogones, cada plato suyo compensa ese carácter sancionador. «De la panza sale la danza», se repite Manolo como terapia, mientras se ríe de prisas y fiambreras ajenas.
—Necesitaba establecer la rutina de los policías —expone Manolo—. Como bien es cierto que no tengo edad para esconderme entre parterres, decidí elegir como atalaya la cervecera. Aunque escaleras abajo, de madrugada, se transforma en karaoke, desde su terraza dominas playa y paseo, aparte de que tiran las cañas que te relames los bigotes. Pues bien, cuatro jarras me vi obligado a tomar hasta que presencié la última requisa de sombrillas. Serían las tres y arramplaron con una docena, entre ellas, la de los Morales, esa de estampados de ballenas que tanto te indigna. Imagínate a Matilda cuando mañana busque la sombra donde hojear su manojo de revistas. ¡Pobre Andrés! Tus desprecios se me antojan melodías en comparación con la bronca que le espera.
Supo que el apunte, incluso el atrevimiento, estiraría la sonrisa de Maruja hasta los implantes, y algo más debió de satisfacerla pues, al poco, retozó la cadera.
—Aproveché el intervalo —prosiguió Manolo—  para plantar tus bártulos donde más te gusta, justo en el rompiente. «Culo seco y callos a remojo», como sueles decir. Mañana tendrás el mejor sitio, te lo garantizo. Incluso he calculado el horario de mareas. A las diez te sentirás como en la proa de un crucero. No habrá mascarón más envidiado en toda la costa.
El ronquido que emerge se lo toma Manolo como un cumplido y devuelve a Mclean a la mesilla, y la cadenita, con el tintineo contra el tallo de la lámpara, suena a retreta. Mañana podrá aletargarse hasta las once, pues, a y media, Maruja espera su refresco y los pertinentes hielos.

La luz de la mañana inunda el dormitorio. En una esquina de la cama el sol gana presencia y las piernas dormidas de Manolo se recogen ante el avance. El portazo no lo despierta y los bufidos de Maruja, previos a un gimoteo, tampoco mellan el sueño de Manolo. Pero cuando su admirada cocinera comienza a abrir armarios, el trajín debió recordarle sonidos parejos de sus tiempos de imaginaria en el cuerpo de zapadores y, al fin, un ojo desprecinta las legañas para descubrir a su señora lanzando sin norma toda suerte de prendas hacia las bocas abiertas de las maletas.
—Te lo garantizo —dijiste—. Pues yo a ti que se acabó el verano y que en este alquiler ya me han visto el pelo. Jamás he pasado tanta vergüenza. La madre que te trajo, Manolo, ¿pagaste?
Maruja se sienta en la cama y se lleva los nudillos a la frente. De nuevo comienza con los ahogos.
Manolo trata de refugiarse en Navarone, pero la presunta congoja de Maruja se transforma en un zarpazo felino, tan veloz, que gafas y libro vuelan hacia el pasillo. Acto seguido, abre el cajón e indaga en la cartera.
—¿Cincuenta euros?
—Resta las cañas… —infiere Manolo, que, sin lectura donde refugiarse, mira la hora como recurso.
—Pagar a una pareja para que custodie mi tumbona. En pelotas me los he encontrado, con mi sombrilla como perchero de un tanga, atrincherados tras un cerco de condones y botellines… —solloza Maruja.
—Entonces, ¿partimos después de comer? —cuestiona Manolo, lívido.
Maruja recoge las gafas y al rato regresa con ellas embutidas en un ajado libro: Mujercitas. Y, lanzándolo al pecho del zapador, concluye:
—¡Y un mes a bocatas, cabo!


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