domingo, 20 de marzo de 2016

Cultivos del mal

          La primera explosión fue la suya.
Se despertó sin su pijama de dibujos, entre máquinas y tubos, con pitidos constantes que correspondían con el ritmo de sus sienes. Necesitó unos minutos para recordar el anterior a su inconsciencia. Sumido en un recuerdo acuoso, revivió un vendaval de ruido y fuego, un brusco aterrizaje entre mandiocas y el aroma de los cafetales al incendiarse, penetrante como el torrefacto que tomaba el abuelo en el Cauca.
Asustado de revivir la tragedia, trató de encontrar cariño alrededor de la cama. Por la derecha, el monitor de sus constantes, por la izquierda sólo descubrió la ceguera. Para su horror palpó el vacío que presidía una de sus cuencas. Intentó incorporarse, los pitidos aumentaron, y éstos se redoblaron ante la ausencia de una de sus piernas. Las lágrimas mojaron la mitad de su cara. Fue entonces cuando un ojal acuoso volvió a abrirse. Rememoró los gritos de su madre, citando su nombre, lamentando su despiste. Luego vino aquel nuevo trueno que le ensordeció; después: la soledad.

Y mientras el calzado de la ronda médica aumentaba por el pasillo, sin otro llanto que el del corazón, se ovilló bajo las sábanas como cuando vivió en el vientre, y se entregó al refugio inexpugnable de recordarla siempre de la mano.




Imagen tomada de la red (Estación esperanza).