sábado, 30 de abril de 2016

Tercera jornada



         —Tome asiento frente a la mesa don Sancho —se escucha la orden por un altavoz—. Y procure mirar hacia la cámara durante el interrogatorio. Se preguntará si le observan al otro lado del espejo. La respuesta es sí, sin embargo, no deje que eso le distraiga y procure concentrarse en las preguntas de mi compañera.
         —Veamos señor Panza —interviene la joven de uniforme sentada frente a él—. Es usted el gerente de un club de la nacional IV, La ínsula, cerca de Valdepeñas ¿Fue en ese lugar donde trabó amistad con don Alonso Quijano?
         El interrogado se remueve en su asiento y junta las manos bajo la mesa antes de responder. El borrón de su bigote suda como una jarra colmada de cerveza.
         —Mucho tiempo ha pasado desde aquel nuestro primer encuentro —responde con la mirada perdida en el techo—. No recuerdo bien el nombre del lugar, pero fue aquí, en La Mancha, eso es seguro, cuando él rondaba los cincuenta. Nos unieron los negocios. Yo, mediocre, quería prosperar y él, caballero de aparentes posibles, de lengua decidida que disfrazaba su locura, me aceptó de escudero.  
         —¿De escudero? Entiendo. Cómplice refiere —escribe la funcionaria con trazo firme y su alta coleta se agita como la pluma de un escribano.
         —Sin duda, algo la vida nos complicamos, sí —asiente con amistosa candidez el declarante.
         —Se les ha visto por la comarca a lomos de monturas arrogándose, a inquisitivas de la autoridad, el título de expedicionarios, cuando bien es sabido que son más nativos que el queso de oveja, que los molinos…
         —Mejor no miente estos últimos, señorita —interrumpe el manchego—, que, incluso de soslayo, citarlos agita mi pecho hacia el colapso. No pocos sobresaltos me ha llevado su encuentro. Sólo por evitarlos preferiría haber nacido en las vascongadas, por mucho que la siembra medre en laderas, casi verticales como sus frontones.
         De inmediato, un hombre entra en la estancia y se inclina al oído de la interrogadora. Finalizada la confidencia ésta apaga la cámara y mira al recién llegado.
         —Vamos Sancho —anima el hombre, apoyando sus puños sobre la mesa—, hicimos la vista gorda con el club a cambio de tu contribución como niñera. Convenimos que informarías, que racionarías el pienso de las cabalgaduras para evitar atropellos o revivir episodios pasados, sosegar la agitación que tanto trastorna a comarcas donde abunda el consanguíneo de fácil alineación. No queríamos imitadores y descubro que don Quijote vuelve a las andadas. La primera, la semana pasada: recibimos un aviso de un camionero camino de Ciudad Real. La puesta de sol reveló múltiples taladros en los cuartos traseros del toro de Osborne. La patrulla descubrió al pie de la valla una lanza y sus astillas. Rareza para los recién jurados, pero firma de hidalgos para esta comandancia. En seguida nos temimos la posibilidad de una recaída. Ya nos advirtió la doctora Alice Gould, que ante la avanzada edad de su paciente, sumada a la inquietud de Frestón, mano sobre mano desde que su juguete preferido se mostrara lúcido e ignorara sus citas, la confusión volvería a manejar la triste figura de don Quijote.
         —Me confié, mi teniente —asume Sancho—. Lo creí capaz cuando avistamos en la lontananza los molinos y los mencionó con desprecio. Los mismos que antaño confundiera con gigantes. Los apodó como hijos bastardos de Briareo y tiró de riendas hacia el este. En mi descargo quisiera referir que la noche anterior fue agitada en el club y  casi al alba retiré el embozo. Para mi desgracia y la del negocio, se presentó de madrugada la doña del alcalde en busca del electo y hubo que refugiar a medio ayuntamiento, y también a algún director espiritual. Ya sabe, por miedo al escándalo, pues el chantaje aquí se paga medido en arrobas, con lindes y horas de regadío, y a nadie le preocupa mover una estaca o abrir el grifo a medianoche, pero a más de uno, por repartir cariño, se ha encontrado, no con las maletas en la puerta, sino con la casa vacía y sin noticias de aquellos a los que llamó familia. Sin duda, la peor bofetada  desconocer el paradero donde poder llorar perdones. Así que a media mañana, en mi rol de escudero, traté de echar una cabezada en un aprisco después de dar un par de tragos a la bota. Antes de entregarme a la modorra, vi a don Alonso despreciando ramas en busca de una nueva lanza que supliera la astillada. Las pulgas no tardaron en despertarme, pero se me atragantaron los bostezos cuando, con la mano por visera, distinguí a mi señor cargando a paso de burra contra un aerogenerador. Cuando pude por fin llegar hasta él, juraba contra la talla de los nuevos gigantes, inalcanzables los brazos a la acción de su lanza, y la emprendía a espadazos contra la compuerta que da a los mecanismos, hasta llegar al chisporroteo. En plena acometida refirió que por el talón doblaría a esa enormidad como Aquiles rindió su leyenda.
         —Esa es la segunda —confirma el teniente—. Y las eléctricas pagan a letrados, paradójicamente, muy ajenos a las letras, incluso a la más universal obra de todas ellas. Jodido lo tiene nuestro querido Quijote, aunque, esta vez, tendrá compañía. Al sabio Frestón se le procesará por instigador o autor intelectual. Cuestión que ya dilucidará su señoría, el señor Benengeli. Don Miguel, el decano, le asignó el caso a pesar de que por guardia le correspondía a Avellaneda. Ojeriza le tiene al de Tordesillas, no hay duda. En cuanto a usted, don Sancho, supongo que el fiscal entenderá sus confidencias como leales. Trataré de protegerle.
         Con la mano tendida hacia la puerta, la cortesía cede el paso a la funcionaria, a quien el buen Sancho sigue de inmediato hasta que la otra mano del teniente se posa en su hombro.
—No se olvide de dar recuerdos a Dulcinea  —susurra—. Quizá me pase esta noche a invitarla a una copa.



         

martes, 5 de abril de 2016

El contestador

         Enemigo de los interrogatorios y la conmiseración de escalera, Rufino prefería llegar al vecindario cuando el camión de la basura ya había vaciado los cubos, aunque la espera le obligara a esquivar la escoba del camarero mientras apuraba el último vino.  Con la persiana del bar rugiendo a su espalda y el paso afectado por el alcohol, superado el portal, elegía los peldaños para evitar silencios o preguntas incómodas de algún vecino con mascota de collar y vejiga relajada. Le consumía la paciencia el tiempo que duraba la encerrona en el ascensor hasta la segunda planta. Una vez en el felpudo, Rufino se daba un par de aspiraciones antes de que la llave girara y se abriera al abrigo y al aroma singular del propio domicilio.
         A Rufino le sobrecogía recorrer el pasillo en la penumbra y distinguir las leves rendijas de oscuridad que las puertas de los dormitorios ofrecían como invitación y a la vez reserva. Con sumo cuidado arrimaba la oreja hacia el quicio con la pretensión imposible de escuchar la respiración del descanso ajeno por encima de la suya. Rendido a la imposibilidad, se refugiaba en el salón donde la lámpara de pie alargaba su sombra hacia el sofá, donde sabía que acabaría desplomándose.
Jubilado de los altos hornos por cierre de la fundición, la costumbre de madrugar se había petrificado en su hábito a causa de los muchos años en el primer turno, por lo que, a pesar de las horas, prefería apurar el sueño hasta que éste le venciera casi hacia el desmayo, y, últimamente, le sorprendía vestido en el sofá, acurrucado junto al contestador, con la mano estirada, y el índice vencido de tanto rebobinar el mismo mensaje.
«Hoy nos recoge Mari Carmen, que estrena coche. Tienes la cena en el horno. Beso de los niños». ¡Beep!