—Necesito
que le cuentes lo nuestro. Me asquea y me asombro por permitir que esto
continúe.
—Imposible.
Concentrado con su selección, en las puertas de la gran final. Descubrirme merodeando
por las habitaciones ya supondría titulares. Sería mi ruina deportiva. Además,
le desestabilizaría… Espera a que acabe el torneo.
—¿Bromeas?
—Interroga sin esperar respuesta.
La ira le impulsa a salir corriendo, pero, ¿adónde?, es su habitación. Acaba buscando en la almohada y en las molduras del techo algo que distraiga la rabia que le invade. Tras un par de notorios suspiros, añade.
La ira le impulsa a salir corriendo, pero, ¿adónde?, es su habitación. Acaba buscando en la almohada y en las molduras del techo algo que distraiga la rabia que le invade. Tras un par de notorios suspiros, añade.
—No
encuentro ninguna diferencia entre su situación y la mía.
—Es
distinto. La organización me derivó a vuestro hotel.
—Y no has
perdido el tiempo para meterte en mi cama en ausencia de mi compañero. Estoy
convencido de que animas a los tuyos para que organicen las timbas de póquer.
Media plantilla ya se ha fundido la prima de una final que aún no hemos jugado.
Mucho silbato, mucho rigor y fuera del campo apuntas más a proxeneta que a
juez.
Sabe que
está herido y busca igualar los daños, pero tiene razón. Antes de la Eurocopa
le prometió romper la relación. Decisión difícil después de cinco años de amor
clandestino, y decidió dejarlo para
cuando a su equipo le apearan de la competición. Nunca imaginó que los tres iban a
coincidir y mucho menos en la final portando los brazaletes, y él, pitando.
—Esto es lo
que va a ocurrir —interrumpe el amante la reflexión—. Si antes de que comience
el partido no cortas con él, le describiré esa singularidad de tu entrepierna
que salvo tu madre y tus conquistas dudo que nadie la conozca.
Los himnos
suenan. Con el fin del último acorde y el inicio del griterío en las gradas, los jugadores se saludan en formación que rompen para
acelerar sus pechos a pocos minutos de comenzar la contienda. Los capitanes y
el trío arbitral pueblan el círculo central. Saludos, intercambio de
banderines, fotos y una moneda decide la elección de campo.
—¿Qué
elige? —pregunta el colegiado.
—¿Se lo has
dicho?
—¿Balón?
—Cobarde.
Expiado el
insulto y rompiendo el protocolo el despechado se lleva a un aparte a su rival.
Los linieres, descolocados por la insólita reunión, miran a su compañero a
quien parece sólo preocuparle que el reloj no sobrepase la hora establecida por
las televisiones.
—Elijo
campo —menciona, ignorando las últimas formalidades, para, de inmediato,
reunirse con sus compañeros.
Sin goles,
la primera parte finaliza y vuelve a reunir a los protagonistas en el punto
central a excepción del amante dolido. Esta vez, el árbitro es requerido por su
pareja. Ambos saben que deben ocultar sus bocas para evitar sordomudos a sueldo
y los micrófonos direccionales.
—Sé que
debes estar muy molesto —se anticipa el colegiado.
—No te
inquietes, sé que vamos a ganar.
—No
entiendo, pero no…
El capitán
se asegura que nadie pone la oreja antes de retomar la conversación.
—¿Recuerdas
ese favor que siempre te pospuse pedir, ese que me demostraría tu lealtad? Hoy
es el día.
—¿Esto es
por la conversación de tu rival?
—¿Eh?, no.
No entiendo su idioma. Me he limitado a sonreírle y desearle suerte. Supuse que es lo que pretendía, algo de honor, nobleza y de echarle huevos, pues se tocaba sus partes. Pero no cambies de tema. Ya sabes: un gol, no un penalti, un gol. Me lo prometiste.