Pandero
orienta una oreja hacia el joven jinete y como buen burro simula acelerar el
trote con un leve brinco. La luna tiñe de grises senda, matorral y montura, de plata las galas del ansioso
zagal y de nácar el hocico del asno.
—¡Vamos, Pandero bonito!, que el Casimiro aprovechará el pasodoble para
arrimarse a mi Maite. Tarde salimos y pronto debemos regresar, antes de que el
sol bostece el primer rayo y el abuelo vacíe el orinal.
El anciano había quedado en cama y los ronquidos fueron la señal esperada para
iniciar la fuga. A oscuras se vistió de domingo el enamorado, pinzó los zapatos
y descalzo llegó a la cuadra. Cabezada y zanahoria para el borrico, cautela con
las bisagras y espuelas cuando la casa se perdió de vista en el primer meandro.
—¡Mira Pandero!, ese roble nos servirá para amarrarte. Descansa que la
vuelta será ligera; algo de pasto queda y las yeguas del tío Emilio por aquí
rondan al paso lento de los cepos. Me voy, Pandero; ya sabes que el Casimiro es
obstinado y se ha fijado en mi Maite. ¡Ay, mi Maite!
Hasta la llegada de la primavera, Maite siempre había sido la espigada amiga
de Ginés, el pasmado, el huérfano alojado con su abuelo y que buscaba los
rincones de los patios para devorar novelas. Ginés no tardó en despertar la
curiosidad de Maite, otra enamorada de las letras, y desde la entrada en la
escuela hasta la despedida pasaban la jornada juntos. Una amistad pura hasta
que la naturaleza le puso las curvas de una guitarra a la joven Maite y transformó
los vistazos del pasmado en la mirada de un centinela.
Feriantes, tumulto, luces y algarabía; paso procesionario, zigzagueante,
necesario para llegar sin empellones hasta la plaza. Allí bailaban parejas al
son de La morena de mi copla. Ni rastro de Maite entre la
muchachada, pero sí de las fornidas espaldas del Casimiro y, ceñido a su
cintura, un brazo femenino al compás del pasodoble.
Ginés revivió el mismo ardor que cuando probó el orujo con el que aderezaba
los postres el abuelo; sintió que sus narices se asemejaban más al hocico de Pandero
y, con alevosa determinación, despreció las consecuencias de abalanzarse hacia una
mole.
Los bailes tienen sus pasos y entre ellos los giros. En el último, cuando
Ginés ya apretaba dientes y puños, la espalda de Casimiro se retiró como un
telón y en el movimiento surgió Isabel, habitual pescado de orilla del
grandullón. La cara de Ginés desvelaba la crispación incluso para un bruto como
Casimiro, quien, sin esperar a que acabara el siguiente acorde, con los modales
de un mulo, agarró del brazo al pasmado y se lo llevó en volandas hacia lo
oscuro; lugar inmediato, a cuatro pasos de casi todas las plazas de los
pueblos.
El pasmado imaginó su ropa hecha girones, la nariz apuntando para siempre
al lado contrario del primer puñetazo y el desayuno con el abuelo. Pero cuando Casimiro le
soltó, con la misma mano le cogió del cuello para dirigirle la atención hacia
un coche estacionado entre las sombras.
—Golf GTI, descapotable, 16 válvulas; de Quique, el rubiales de los chalets
—detalló Casimiro.
Ginés torció boca y ceño. Conocía al guaperas y quizá vendiera su coche. Se
imaginó yendo a buscar a la Maite montado en él, pero, rápidamente, evaporó la
ensoñación extrañado por la ausencia de los mamporros y el giro explicativo. El
bruto asumió que su paisano no había terminado de entender.
—Mira, pasmado: los amortiguadores a prueba y los cristales empañados requieren
de mucha, mucha… ¿Cómo se dice?
—¿Transpiración?
—Bueno…, eso, transloquesea. Así que a la del Quique hay que sumar otra.
Ginés prescindió de arrimarse para certificar la identidad de la moza.
—Es lo que hay, pasmado. En los inviernos las suspiramos para que luego
lleguen los veraneantes y nos las chuleen.
Ginés caminó entre las sombras hasta que la vista se acostumbró a la
oscuridad y a la acuarela del llanto, dejando atrás bullicio, fracaso y a un bruto
que no le pareció tanto. Después de hacer un alto para enjuagarse la decepción,
se dirigió hacia el roble donde le esperaba Pandero. Durante una hora de trote el
borrico sería el confidente de su lamento. Tras desembridarlo, se acostaría y
pasaría el resto de la madrugada buscando en el techo una respuesta a su
desolación.
Pero la noche también es de las bestias y en sus planes, ante la llamada de
los instintos, no cuentan los apuros de los amos. Pandero seguía amarrado al
árbol, pero también encaramado a los cuartos traseros de una yegua en celo, de
talla árabe, a la que no alcanzaba a satisfacer a pesar de la disposición de la
hembra y los esfuerzos denodados del borrico por ganar la altura suficiente. A
los rebuznos lastimeros de Pandero, por encontrarse tan cerca y tan lejos, se
unían los chasquidos de las dentelladas por agarrarse a un aire que le aupara
hasta el objetivo, mientras su descomunal ariete giraba en círculos por si el
azar le llevara a culminar un imposible. Ginés supo de inmediato que amanecería
y su taxi seguiría allí empalmado hasta que a la yegua le diera por llevarse su
perfume a otros pastos.
—Vamos, Pandero. No desesperes. Ahora te acerco a esa loma y te arrimo a tu
pretendienta. Que al menos en esta fuga alguno regrese más contento
de lo que partimos, y vamos pensando por el camino de vuelta qué nombre le
pondremos al mulo que seguro nace de tanta pasión, y así me olvido de mis penas
preguntándome cómo salí de casa a hurtadillas soñando con amar a la Maite y
regreso estrenándome como mamporrero.