lunes, 24 de abril de 2017

Lucas

           
 Después del accidente encontré en la literatura una nueva forma de vivir. Las novelas se convirtieron en mi mundo, mi refugio y formaron un universo al que ningún medio de locomoción conocido hubiera podido llevarme jamás. Y de existir tal artefacto, que me trasladara de los tiempos de Dumas a los imaginados por Asimov, exigiría una cabina de un solo asiento.
Cuando me recuperé de gran parte de las secuelas, mis primeras perlas de felicidad surgieron en la soledad de las lecturas. Y compartir el aire o espacio incluso en la más severa y desolada de las bibliotecas me afectó el ánimo hasta el punto de bloquearme en ese párrafo que siempre se atraviesa en todo libro cuando el entorno distrae. Como consecuencia de esta reciente obsesión por encontrar los lugares más inverosímiles donde nadie me interrumpiera, alarmé a mi familia y decidieron intervenir.
             A causa de mi todavía temprana edad y de compartir techo con mis padres, por consejo médico, según me recordaban a pesar de mi estupenda salud, que apenas se veía afectada por algunos mocos invernales, me obligaron a pasear los fines de semana. Me sacaron de mis rincones y me llevaron del brazo, mientras me recordaban el aporte vitamínico del sol y las virtudes del aire libre. Matraca que evitaba replicar, porque sabía que surgía desde el cariño, pero es que ante el grueso abrigo con que me vestían y que caminábamos por un parque rodeado de circunvalaciones me costaba reprimir la protesta que masticaba sin poder tragar, ansiosa por volver a sumergirme en los textos aplazados.
            Mis compañeras del nuevo colegio trataban de complacerme con propuestas que por el tono sonaban ilusionantes, pero que rechazaba de plano casi sin dejarlas terminar. Siempre encontraba una excusa perfecta y jamás la repetía. Quizá esa fuera mi mejor virtud, la improvisación, la retórica culebrera con la que escapa de los compromisos sin sonar a excusa y que evitaba el hartazgo de ellas, pues reconozco que, en el fondo, necesitaba sentirme parte de los planes de los demás. Pero es que por nada ni por nadie cambiaba el momento en que, terminadas las obligaciones, podía por fin sumergirme en la lectura. Ese instante placentero lo comparaba con el del frío pegado al pijama y el sueño repicando, cuando de muy niña me introducía y ovillaba en la cama del pueblo abrazada por el peso de las mantas. Por esa razón, cuando mis padres me presentaron a Lucas, mi acompañante de entre semana para los paseos por el dichoso parque, me sentí castigada y supe entonces que sólo robándole horas al sueño conseguiría tiempo para las novelas.
Al principio el trato con Lucas fue complicado. Nunca demandé su compañía ni la de cualquiera y sin embargo allí aparecía puntual cada tarde dispuesto a compartir camino. Me sentí como esas damas del XVIII sujetas a una relación concertada, por lo que traté desde el primer día demostrarle mi fastidio, forzarle a odiarme y convencer a mis padres de lo nefasto de su propuesta.
Y ocurrió lo que siempre sucede cuando una no descansa lo suficiente. Cuando llegó el viernes tropecé de tanto cansancio acumulado y me lastimé las muñecas. Escayolada hasta los codos, el lunes cuchichearon mi nuevo apodo: La Playmobil. Pero las lágrimas que derramé llegaron por la noche y no por la burla, sino cuando comprendí el verdadero alcance de aquella incapacidad temporal.
Por primera vez en cinco años no pude leer una sola línea y maldije mordiendo las sábanas a mis padres, a Lucas y a la virgen de la perpetua oscuridad.
Cuando por fin me dieron el alta reanudé los paseos con Lucas. Durante los veinte días de postración asumí que debía aceptar su compañía y respetar las horas de sueño para evitarme otro infortunio. Así que decidí convertir el parque en mi nuevo rincón, aprender a abstraerme, a dejar que los trinos, que las risas de los chiquillos, la hojarasca, el regadío, la brisa, la gravilla, una a una o en su conjunto decoraran mi imaginación dispersa entre capítulos. Mientras tanto, el bueno de Lucas se mantenía a mi vera, impasible, salvo cuando barruntaba con su excelente olfato de alsaciano alguna hembra en celo y gemía como único atisbo de indisciplina. Entonces, le resbalaba una caricia por la cerviz al tiempo que mis acostumbrados dedos lectores descifraban su angustia, su debate, siempre fiel a su cometido de velar mis pasos. Entonces, le soltaba la correa y sonreía como si tripulara junto a él el artefacto que surca el universo de las letras.


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