La
conocí un verano siendo un crío. Decían de ella que estaba gruesa. Poco me
importó el aviso. Nunca me importaron las apariencias. La entré sin
miramientos, a plena luz del día, me ahorré las presentaciones y me tiré de
cabeza a por ella. En el primer contacto me trató con calma y me envalentoné,
ahora comprendo su envite. No tardó en darme el primer revolcón a pesar de mi
alerta y encadenó unos cuantos más hasta que se cansó de mi insignificancia. Cuando
me rehíce de la humillación, me alejé de su alcance y me juré despreciarla. Me
dije que no merecía la pena, que ya encontraría algo mejor.
El verano
siguiente y todos los que le siguieron hasta hoy los pasé de pueblo en pueblo.
Y aunque remonté sus ríos hasta dar con las pozas más profundas, jamás pude
olvidar aquel revolcón en el mar.
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