domingo, 10 de junio de 2018

Marca dos

A los pocos meses de la marcha de don Bernardo de Gálvez supe del éxito de sus hazañas por la noticia que me anticipó el Misisipi. Un casaca roja, cuyo rostro había sido pasto de los mismos peces que pretendía pescar, había decidido orillarse entre los manglares de mi rincón favorito. Un cadáver siempre asusta y más a un mozo como aquel que fui, pero a pesar del sobresalto algo me impidió apartarme de él. 
Permítanme antes presentarme. Mi nombre es John Quarles y antes de afincarme en Misuri y convertirme en un acaudalado empresario, y mucho antes de que mi sobrino Samuel me perpetuara para la historia por formar parte de las raíces de su árbol de vida, fui miliciano en defensa de la Nueva Orleans que don Bernardo nos confió antes de marchar contra los ingleses río arriba. 
Volviendo al asunto del macabro hallazgo, y de los quebraderos en que decidí meterme por esa causa, supe semanas más tarde que en la conquista de Manchac no hubo bajas en ambos bandos, pero que en Baton Rouge la pólvora y la sangre formaron la melaza que acartonó uniformes y apelmazó cabelleras. Con toda probabilidad aquel soldado formó parte de esa batalla y los caprichos de las corrientes quisieron que arribara junto a mi sedal. 
Acostumbrado a la fetidez de las aguas cenagosas y a las nubes de mosquitos, el hedor de aquel despojo no le desproveyó de la humanidad que decidió entregar al servicio de esa majestad por la que la mayoría de los británicos se enorgullecen. Humanidad y deferencia con los caídos que me obligó a no despreciarle como su pestilente descomposición obligaba.
Hasta entonces, convencido de que los funerales, bien en el mar o bien en la tierra, no eran más que un simple ejercicio de salud más allá de un ritual religioso, pensé de inicio en alejar al soldado con mi caña donde la corriente decidiera el momento en su camino hacia el océano. Y ese fue mi propósito final, pero antes, algo me decía que al igual que en casa me esperaban, aún sin la cena que mis anzuelos solían presumir, alguien, quizá río arriba o quizá en otro continente, bajo otra lluvia, de gotas gélidas sin vendavales que las apresuraran, pero pertinaces, acechando viviendas de ladrillos como los que tras los últimos incendios y huracanes don Bernardo ordenó construir en nuestra Luisiana, ese alguien, quizá una madre, una hermana, quién sabe, esperaba noticias de este muchacho que marchó un buen día para defender al imperio y terminó sin honores, y desaparecido por siempre si yo no lo remediaba.
Con el respeto o reparo que un igual produce aun cuando carece de alma y se convierte en el decrépito envoltorio de aquel ser lozano que fue, registré sus prendas en busca de esa individualidad que todo uniforme esconde de la rigurosa mirada de los sargentos más chusqueros. La respuesta ideal la encontré en su pecho, pero, entre la bayoneta que la atravesó y el agua, la carta se deshizo entre mis dedos y la tinta se desdibujó en lágrimas de cian como la cera ante la lumbre. Me maldije por precipitarme en abrirla. De haberla dejado secar quizá algo hubiera podido averiguar sobre el destinatario o el autor. Dejé de lamentarme cuando descubrí la cadena en el cuello y la medalla adjunta. Impoluta, como la entrega un orfebre, permitía leer una amorosa dedicatoria y el nombre del soldado. 
En aquellos tiempos de escasez los metales preciosos triplicaban las posibilidades de aumentar las raciones. A falta de presas que cocinar y con el hambre como primer reloj de nuestras necesidades, el dorado colgante hubiera supuesto una mejora a la familia Quarles, pero la decencia o tal vez la compasión me decidieron por proteger la joya hasta encontrar la forma de hacérsela llegar a quienes añoraban conocer la suerte del malogrado.
Al final de la contienda, en la esquela que remití edulcoré el aspecto del finado. También mentí sobre la inmediatez de su muerte. Un disparo certero, describí, y no la agónica asfixia que un pulmón perforado siempre produce. En lo que no hubo engaño fue en el lugar donde yace. Con esta franqueza busqué evitar ese empeño, esas peregrinaciones con que las familias se desgastan en busca de los restos de sus seres queridos. Por esa razón lo amarré a un tronco y dejé que el río se encargara de entregarlo al océano. Después empaqueté el colgante junto a la misiva que les describo, como únicos vestigios del adiós y refugio o paño para las lágrimas de quien los recibiera. Me ahorré detallarles que el caprichoso Misisipi precisa de dos brazas para resultar navegable y que tuve que esperar cinco días a que llegara la pertinente crecida. Marca dos, se grita por la ribera cuando la sonda anuncia los 3,6 metros de profundidad necesaria. Precisamente el seudónimo que con los años adoptó mi sobrino Samuel y con el que se dio a conocer al mundo. Fama que sin duda merece, como otro tanto y más si cabe mereció nuestro querido gobernador que contra todo consejo y a pesar de las pocas fuerzas de que disponía tomó la decisión de atacar al inglés. Acción heroica que nos salvó del asedio.

jueves, 5 de abril de 2018

Purgas

                        Después del terremoto en el Tíbet papá se olvidó de nosotros. Le llamaron y se largó. Ni besos ni mirada atrás. Se montó en el coche y condujo como si las réplicas que sacudían al planeta representaran una tormenta de verano.
         Las mensuales noticias que teníamos de él nos las proporcionaba el banco. Todo su afecto se había reducido a financiar nuestras necesidades. Y mientras a mi hermana y a mí el colegio nos refugiaba del cariño perdido, a mamá se le arrugó el corazón consumida entre las culpas que se impuso por el abandono. Las coplas que solía entonarnos con su buen ánimo se convirtieron en suspiros y su melena azabache, en el plazo de dos años, en un moño de plata.
                  A la semana de aquel adiós, cierto mediodía de gripe, un desconocido con acento de los Urales visitó nuestra casa. Que mamá me cerrara la puerta antes de pasarlo al salón me sacudió la fiebre y me animó a espiarles. Hablaron de mi padre. Más bien, él la interrogó por su paradero. Ese mismo mes, por la varicela de mi hermana, supe de otras tantas parecidas visitas y que todas terminaron con el mismo ruego de mi madre señalando la puerta: «Por favor, no sé nada y trato de olvidar.»
                  A pesar de que los ingresos seguían llegando con puntualidad, mamá se empleó de administrativa en una asesoría. Contrato que celebramos durante la cena y que le devolvió una ligera sonrisa. Mueca que pronto torcimos cuando la radio, compañera infalible y fondo en los silencios a la mesa, soltó la noticia: Había que desalojar la Tierra.
         Desde que la falla de Altyn Tagh decidió convertir el Himalaya en una escombrera, los sismólogos pusieron toda su atención en las nuevas cicatrices de la corteza. De entre todas, una surgió imponente para unir la de San Andrés con la de Motagua. El noticiario anunciaba la fragilidad, la inminente fractura y se extendía en detalles sobre el cataclismo que arrasaría con toda forma de vida.
                  Sin embargo, nadie entró en pánico. Los temblores ya formaban parte de nuestro día a día. No había árbol al que subirse ni puente o puerta que cruzar. No existía un cobijo ni punto planetario libre de las consecuencias. La gran ola arrasaría los cinco continentes. La resaca los remataría. La atmósfera irrespirable, nuevos volcanes, incesantes terremotos, centrales nucleares descontroladas… El fin. En cambio, la ansiedad sí que cundió entre los inmortales, como así se comenzó a denominar a los pudientes. Líderes mundiales o simples billonarios con capacidad o influencia para opositar a un billete en los transbordadores a Marte. Lanzaderas que los embarcaría en el crucero directo al planeta rojo. Sesenta millones de inmortales peleando por una de las diez mil plazas que admitía el Insolitus, mientras siete mil millones de resignados espectadores de esa fuga quedaríamos condenados a una muerte segura.
                  Dos días después de la noticia, los miembros de los clubes más elitistas del mundo, desacostumbrados a toda contrariedad, se reunieron de urgencia en Suiza. La cumbre pretendía organizar la construcción de más cruceros que permitieran salvar a todos los socios. En la tercera y última jornada, la de la deliberación, cuando ya se había escuchado al comité de expertos sobre la inviabilidad del proyecto, los reunidos descubrieron lo que ya advirtió Maquiavelo: «Es mejor ser temido que querido. Pero sólo temido, a largo plazo, genera un odio de consecuencias imprevisibles.» Ninguno salió vivo del incendio que asoló el hotel donde se concentraban. En una cuenta atrás incierta, ante un mañana improbable, el dinero había dejado de servir para comprar lealtades y el odio había bloqueado las puertas.
         La barbacoa alpina precipitó el despegue de las lanzaderas. La mitad, las que partieron del este, lo consiguieron. El resto se malograron en la guerra intestina que libraron los inmortales al tratar de abordarlas. Diezmados, en un mundo sin lacayos, despertaron de la ensoñación y descubrieron que la única riqueza se encontraba en disfrutar del tiempo restante.
                  Si bien la noticia del fin del mundo supuso un espaldarazo para los agoreros, prelados y demás profetas, una gran parte de la humanidad, creyente o ausente de fe, asumida la efímera existencia, decidió sacudirse catecismos y rezos y se dedicó a dejarse llevar por los placeres a su alcance.
                  Para muchos supuso regresar a aquellos lugares donde fueron felices, para otros consumirse entre drogas y orgías, y para un gran resto emprender un viaje iniciático sin otra preocupación que saciar el hambre. Para nosotros supuso volver a ver a nuestro padre en el umbral de la puerta.
                  Acabo de cumplir los treinta y hace veinte desde la declaración oficial del fin del mundo. Desde ese día decidí continuar con la labor oculta que nos confesó mi padre. Trabajo en el mismo centro de investigación que él y muchos de mis compañeros son hijos de otros geólogos. Todos juramos guardar el secreto de nuestros ancestros, dedicarnos, como el resto de científicos implicados, a mejorar la vida en el planeta y a prevenir catástrofes o pandemias.
           La vida del investigador es discreta, casi oscura, dependiente de subvenciones, del mecenazgo. Se nos considera pusilánimes, raros, y lo preferimos. Porque en nuestras convenciones, fuera de agenda, las noches las ocupamos en la captación de nuevos lumbreras que formen parte de nuestra red. Nunca hemos despertado recelos, pero permanecemos alerta para cuando el mayor depredador de la historia traspase los límites. En mi caso, en mi especialidad, esperamos las nuevas señales telúricas para decidir si ha llegado el momento de exagerarlas e iniciar una nueva purga. La última fue la del Insolitus. La primera surgió en el siglo XIV, cuando nuestros fundadores liberaron por los palacios de media Europa el virus de la Peste. Hemos aprendido de aquel error y de ignorar genocidas que luego marcaron la historia. Ahora somos más selectos, más precisos, confeccionamos listas. Somos la conciencia de los inconscientes, el demonio sobre el hombro del ángel. Nuestra ciencia ya venció al cáncer, ahora extermina a quien lo es.

sábado, 17 de marzo de 2018

Sueños


Nunca fui rico ni aspiré a serlo, pero reconozco que cuando sueño y me veo reinar en las cimas de la opulencia disfruto de los lujos con tanta fidelidad como si los poseyera. No obstante, a pesar del gozo me siento vulnerable. Quizá sea por la falta de costumbre de verme desprovisto de esa humildad que obliga una vida de anónimo asalariado. Desde hace una década soy un contable más en el edificio de una firma de diez plantas donde cinco rotulan mi oficio.
Horario fijo de lunes a sábado, transporte público, fichar y fichar, y vuelta al autobús. Me recibe un portal que huele a cocido, un quinto sin ascensor, una puerta sedienta de barniz que dibuja de tanto rozar media sonrisa en la baldosa, y una gata, Carla, frotando su lomo en mis perneras rogando su comida. Sé que en mi ausencia se fuga por el patio, que riega macetas a su manera, asusta a los canarios hasta el desplume y marca su territorio afilando las uñas en marcos ajenos, para, a media tarde, retornar calmosa y poblar de pelos el mullido de su cesta hasta que me presiente en el rellano. Una cena frugal, la mía, un tanto metálico el sabor del filete, al límite de su caducidad supongo, ni siquiera recuerdo haberlo comprado, y Carla expectante a los restos. Sé que la odian, sobre todo, Renata, la portera. Nadie me confiesa abiertamente su hartazgo, pero las miradas vecinales, la sequedad en los saludos, denotan rabia contenida. Todas las semanas Renata me busca para largarme la crónica de las tropelías de Carla, pero omite en la queja sus intentos por darla caza. Termino la ingesta y dejo medio filete y las ternillas para Carla. Plato y cubiertos al fregadero. Un agua rápida y el jabón escurriendo por la loza como todo rastro de mi paso por la cocina. Cepillo dientes, pijama y una novela de lomo tatuado por la biblioteca que la cede. Lectura ritual, cuatro páginas mínimo antes de entregarme al sueño. Apago la lámpara de la mesilla y escucho el posterior tintineo de la cadenita balanceando, ya libre del estirón. Tres roces: ding, ding, ding. Dentro de un rato vendrá Carla a moldearse un hueco en el edredón, rara resultaría su demora. Es entonces cuando me entrego al azar del descanso y éste me franquea el acceso, no siempre, al mundo del lujo y la pompa. Me complace saber que con suerte despertaré con el regusto casi material de haber pilotado deportivos que conozco de marquesinas o del aparcamiento para directivos, o me recrearé con haber caminado por cubiertas de yates anclados en aguas turquesas al otro lado del mundo. Me veré disfrazado, nunca vestido, con ropas de vergonzante elegancia. Rodeado por personas de lentos ademanes y sonrisas perennes, siempre serviciales. Las puertas se abrirán a mi paso, ni un mal olor, ni una brisa que despeine un solo cabello. Todo estará en su sitio y todo impecable, aburridamente impecable, permanecerá en mi recuerdo hasta que a la mañana siguiente entre en el edificio de diez plantas.
Subo el embozo hasta el mentón y siento que mi sonrisa se estira. Al poco tripulo un Mercedes de alta gama, sin embargo, lo conduce un chofer de sobria elegancia. El mullido es impecable y el olor a nuevo, a matices de pino, colma la sensación de estrenar. El silencio se agradece durante el trayecto, apenas se percibe la rumorosidad del motor alemán y los anchos neumáticos rodando a un ritmo tranquilo. Silencio que se interrumpe cuando el vehículo invade una entrada alfombrada por piedras. Como cuando el mar bravo se retira de una playa de cantos. Imagino la mansión, el sendero nacarado que finaliza alrededor de una fuente con una escultura de ángeles trompeteros. Huele a ciprés o puede que a ese seto frondoso y de alta cota, debidamente podado, que evita la curiosidad plebeya. Algo no encaja, suelo dirigir mis ensoñaciones y donde esperaba un pórtico con mayordomos descubro un arco y a su sombra un capellán. De nuevo escucho el motor alemán o eso creo. Rugidos huecos, son mis tripas y una punzada estomacal, la primera, que pronto abre el camino a la segunda y que me retuerce y me ovilla. Tiro de la cadenita y la luz me golpea como una bofetada. Me mareo al incorporarme, pero mi boca, seca como la cecina, implora agua. Camino por el pasillo apoyado en las paredes, el dolor abdominal se asemeja al de una quemadura, nueva punzada. Cerca ya de la cocina tropiezo, luego resbalo y caigo. Veo a Carla, inmóvil, muerta, junto al vómito que me ha llevado al suelo. Mis ojos se cierran y vuelve el olor a ciprés por encima del aroma a pino y a mullido nuevo, el que acolcha mi reposo, y veo al capellán esparciendo agua bendita sobre mi rigidez y, a su vera, Renata, de luto, compungida, con su manojo de llaves, cual rosario, apretado al pecho.

miércoles, 21 de febrero de 2018

Tormentas mágicas


                  Esta noche la tormenta ha sido de las más fuertes, casi tanto como la que cambió de sitio la escuela la semana pasada. Una lástima ya no poder preguntarle al maestro. Seguro que existe una palabra que define al pitido constante que invade mis oídos. Sin embargo, lo que más me inquieta es la certeza con la que me acosté anoche. Mis amigos se están marchando, ya no tengo con quien jugar, apenas recibimos visitas, ni siquiera de los abuelos. Sé que padre les excusa con una mentira sobre un largo viaje. La misma travesía que muchos vecinos emprenden cada nuevo amanecer. Ninguno confiesa adónde va, todos dicen que lejos, pero parten cargados de maletas precipitadas. Tanta despedida me inunda de tristeza y ha terminado por desvelarme, o quizá haya sido el ataque de tos por el polvo que invade la habitación, que también busca asentarse en mis ojos. No lo sé. Parpadeo para ventilarlo y paso de la plena oscuridad al negro del más profundo de los pozos. Al menos los truenos parecen alejarse y también los resplandores. Son tormentas mágicas. Así las definió padre cuando aparecieron por primera vez. Van cambiando de forma la ciudad, me dijo, cerrando calles y abriendo nuevas, me aseguró con su mano puesta en mi cabeza. Ahora no me importaría que alguno de esos fulgores recortara la silueta de madre en el umbral, como acostumbra cuando vigila mi descanso. Yo siempre finjo que no la veo, me hago el dormido, pero ella lo sabe, pues no puedo reprimir la pizca de placer que me otorga su presencia y necesito removerme, además se me escapa siempre un leve gemido al abrazar la almohada. Necesito llamarla y me surge una voz ronca. ¿Mamá?, digo, pero sólo escucho ese pitido que preside mi atención. Insisto en convocarla, esta vez a medio grito, y es el polvo el que acude a mi garganta. Nueva tos, más acusada, apenas sin recorrido. Sé que a padres les molesta que los despierte en plena noche. El descanso es tan importante como calmar la sed, el abuelo repetía. Decido sujetar los terrores bajo esa sensación de encontrarme cubierto por el peso de un millar de mantas. Debo dormir. Parece que el polvo se asienta y que la tormenta se extingue. En cambio, surgen por una esquina del techo estrellas imposibles. Su visión debe ser por el sueño que me vence. Quizá mañana, la escuela haya regresado y tape el enorme agujero que dejó en su despedida. Quizá entonces el maestro regrese y con él mis compañeros. Quizá pueda preguntarle por la palabreja sobre mis oídos, antes de que retome la clase de historia con el pasado amorita, hitita, asirio, persa, griego, romano, bizantino, árabe, mongol y otomano de nuestra fabulosa ciudad, Alepo.

domingo, 7 de enero de 2018

Los padres

                  ─Conclusiones finales de la defensa. Tiene la palabra, señor letrado.
                  ─Con la venia, su señoría. Ilusión, ilusión bajo el empleo de inocentes tretas. Engaño, si es la palabra que buscan, pero con el único ánimo, repito, de ilusionar. Esa es y fue la única intención de mis defendidos y nadie ha podido demostrar que causaran daño alguno a sus tutelados. Por lo tanto, solicitamos la libre absolución. Eso es todo señoría.
                  ─Señor fiscal, su turno. Conclusiones.
                  ─Con la venia, señoría. Hemos demostrado a lo largo de la vista, y así lo han reconocido los propios autores, la reincidencia y el nulo arrepentimiento. Así mismo, se ha evidenciado que siempre han actuado con nocturnidad y uso de disfraz prevaliéndose de la superioridad que la ley les concede como tutores. Por otra parte, han violado la correspondencia dirigida a personalidades de la realeza, para modificar a su conveniencia el contenido de lo pretendido con un claro ánimo de lucro cesante. Ante lo expuesto, nos encontraríamos con un concurso de delitos que agravaría la pena a imponer, por lo que solicitamos que sea establecida en su tramo superior, dados los antecedentes que ya suman por otra usurpación de identidad, ya juzgada, del conocido roedor de apellido Pérez.
                  ─Escuchadas las partes y antes de pronunciar la sentencia quiero aclarar varios aspectos, pues no puedo negar mi consternación. El menor se encuentra especialmente protegido por la legislación vigente, ahora bien, jugar con las decepciones de las personas y quebrar la inocencia desvelando o poniendo en riesgo un secreto que lleva preservándose desde hace tantos milenios sólo me obliga a tomar la más severa de las decisiones: Cadena perpetua sin derecho a revisión.
                  ─Recurriremos.
                  ─Está en su derecho, letrado, pero no es a usted a quien le corresponde.
                  ─Desde la fiscalía y a nuestro técnico entender, no entendemos lo que quiere decir, señoría.

                  ─Muy sencillo: cadena perpetua, señor fiscal, pero para usted. En este juzgado siempre hemos tratado de llegar a la verdad y usted, con su insistencia, ha conseguido llegar hasta ella y demostrarla indiscutible. Se ha cargado para siempre la más hermosa de las mentiras y con su empeño ha confirmado las sospechas que ya tenía de mi padre. Llevo ya unas cuantas navidades que le escucho de madrugada arrastrar las zapatillas por el pasillo. Ya no les pone galletas a los reyes porque dice que tiene alta el azúcar, me he encontrado lencería en mi zapato con un tique de regalo a su nombre y sigue empeñado en poner un botín de mamá, para a la mañana siguiente besarlo mirando al techo mientras la cita como su querida cómplice y que la echa de menos. Lléveselo de mi vista, agente. Se levanta la sesión.

jueves, 4 de enero de 2018

La última emboscada

          ─Vamos, muchacho, deja el móvil y levanta la cabeza. Apuesto el café a que desconoces por dónde patrullamos.
          ─Los caimanes, perdón, ¿los veteranos no celebráis la Navidad? En estas fechas el ajetreo es demencial en las redes. Hay que estar al quite. Breve, eso sí, más de tres líneas saturan. Además, es el momento idóneo para recuperar relaciones marchitas y, por otra parte, atreverse a borrar, por fin, esos contactos que ya no soportan otro scroll de la agenda.
          ­­─Mira muchacho, no comprendo ni la mitad de lo que me dices, pero lo único cierto es que a mi lado ya han patrullado más de veinte tipos que se han creído muy listos, y cuando el servicio se ha torcido me han buscado como el hijo entre el gentío la mano del padre. Por suerte y por empeño nunca he tenido que lloraros a ninguno.
─Pronto te ofendes, caimán, pero asumo mi culpa y me abstendré de anglicismos. ¡Ah! Y me apetece ese café. Rodamos por Goya hacia Velázquez. Fácil, las luces navideñas reflejan su colorido en mi pantalla. ¿La mejor iluminación?, por si te apetece derivar hoy tu habitual conversación insulsa, la del tramo entre la Puerta de Alcalá con Cibeles. Aunque me temo que acabarás, como siempre, repasando quites magistrales de figuras del toreo o mencionando batallitas por cada esquina que doblemos, donde me recordarás esas carreras detrás de los roba gallinas de tus comienzos. Puede que no te des cuenta, pero me paseas por tu particular túnel del tiempo como a un aborregado turista. Razón por la que no cedes el volante. Sólo te falta el micro, el acento de un erasmus y descapotar el coche.
          ─Muchacho, no desprecies la veteranía por muy licenciado que seas en ciencias infusas y aprende. Patrullar es algo más que dar vueltas luciendo rótulos, placa, uniforme y esa vena en los bíceps que os empeñáis en cicatrizar los «viceversas». Patrullar es detectar a quién incomoda tu presencia, advertir lo extraño donde el resto asume normalidad, es ver más allá. En definitiva, anticiparse para actuar con firmeza, decisión y prudencia. Los malos podrán surgir en cualquier momento, pero nunca sorprendernos. Jamás pierdas la iniciativa, aunque la fiesta la comiencen otros.
          ─Lo que usted diga don firmeza, decisión y prudencia. No seré yo quien contradiga a quien le resta un día para jubilarse. Por cierto, gran putada cumplir años el mismo día de navidad. Toda una vida compartiendo fiesta con Santa Claus. Quizá esa sea la causa de tu mala leche a cuenta de un déficit de regalos. Y quizá del complejo del secundario surja la razón de tu barriga. ¿Buscas equipararte con tu rival? ¿Vas a dejarte barba?
          ─De la panza sale la danza, muchacho, y ya descubrirás la felicidad en los guisos cuando del ombligo para abajo superes tus obsesiones de jinete. Pero si quieres guerra, como mangos de paraguas. Así tenéis los jóvenes las cervicales de tanta pantalla. Y hablando de paraguas. Mi señora se dejó el suyo en el obrador de Pardiñas y me ha insistido. Voy a parar en la esquina. Bájate y lo recoges, pero asoma el morro antes de entrar y mira a los ojos como un tahúr a los que estén y sin despreciar a los que entren después de ti.
─¿Me tomas por un escudero? Vete tú.
─Si tengo que pagarte un café al menos gánate la sacarina.
          «Buen chaval, aunque hay que pulirlo», define al muchacho al verle caminar y meterse en la panadería, otra vez distraído con el móvil. Los andares le recordaron cuando él tenía esa percha y las manos ocupadas por la absurda gorra de plato y el equipo de transmisiones, y un uniforme que, quien aprobó su diseñó, estaba convencido, nunca se lo puso. Zapatos de cordones, corbata, camisa y pantalones de pinza. Ideal para desfiles y para vaciles de las putas. Vestido de primera comunión no se acude a los poblados a tratar con yonquis ni se persigue a tironeros.
          Cinco minutos más tarde, la demora del muchacho la evalúa con dos hipótesis. Una, que, a cuenta de las fechas, hoy atienda la hija del dueño. Toda una preciosidad que hasta al más pintado donjuán llevaría al tartamudeo. O, dos, que el WhatsApp registre un pico de imbecilidades y ande media España deseando agradar de inmediato con el reenvío de un gif ocurrente que dentro de un cuarto de hora ya se habrá quedado obsoleto.
Lo negaría, pero es cierto. A unas horas de cumplir los sesenta y cinco se encuentra al día en los avances de un mundo frívolo y de prisas digitales. Y aunque presume de ignorante, la curiosidad le ha llevado incluso a visionar los videos del Rubius. Sin manual, a pelo, dispuesto a estrellar la mentalidad encallecida por los años y aceptar las consecuencias. Mentalidad, por otra parte, inquieta a cuenta de la atenta escucha de las inevitables conversaciones en las muchas horas de patrulla junto a mozos con derecho, también, a usar de diván el estrecho asiento que marginan Franchi, mampara, emisora y salpicadero.
Sin esperar otro minuto decide bajarse del coche. La gorra queda en el asiento. Con disimulo prueba el empuñe del arma aún en la funda. Nunca se sabe si una tercera hipótesis, la indeseada, aguarda en un interior apacible. Asoma la cabeza. No hay luz. Un cartel advierte del cierre temprano: Nochebuena. Sin embargo, por ese umbral perdió de vista la espalda del muchacho. Raro. Alerta. La puerta cede al empuje y al instante los fluorescentes parpadean antes de fijar la intensidad. Iluminan al dueño, a su preciosidad y a toda una sonriente congregación de muchos de los compañeros con los que compartió servicio. Toda una vida de uniforme ahora representada en tipos de abultadas cinturas y desfasadas chaquetas, coronados con diferentes grados de alopecia. Todos, copa en mano, alrededor de un roscón culminado por una vela, escoltada por esposa e hijos, y una lágrima común que asoma al brindis por la última emboscada.