Esta
noche la tormenta ha sido de las más fuertes, casi tanto como la que cambió de
sitio la escuela la semana pasada. Una lástima ya no poder preguntarle al
maestro. Seguro que existe una palabra que define al pitido constante que
invade mis oídos. Sin embargo, lo que más me inquieta es la certeza con la que me
acosté anoche. Mis amigos se están marchando, ya no tengo con quien jugar,
apenas recibimos visitas, ni siquiera de los abuelos. Sé que padre les excusa
con una mentira sobre un largo viaje. La misma travesía que muchos vecinos
emprenden cada nuevo amanecer. Ninguno confiesa adónde va, todos dicen que
lejos, pero parten cargados de maletas precipitadas. Tanta despedida me inunda
de tristeza y ha terminado por desvelarme, o quizá haya sido el ataque de tos por
el polvo que invade la habitación, que también busca asentarse en mis ojos. No
lo sé. Parpadeo para ventilarlo y paso de la plena oscuridad al negro del más
profundo de los pozos. Al menos los truenos parecen alejarse y también los
resplandores. Son tormentas mágicas. Así las definió padre cuando aparecieron por
primera vez. Van cambiando de forma la ciudad, me dijo, cerrando calles y
abriendo nuevas, me aseguró con su mano puesta en mi cabeza. Ahora no me
importaría que alguno de esos fulgores recortara la silueta de madre en el
umbral, como acostumbra cuando vigila mi descanso. Yo siempre finjo que no la
veo, me hago el dormido, pero ella lo sabe, pues no puedo reprimir la pizca de
placer que me otorga su presencia y necesito removerme, además se me escapa
siempre un leve gemido al abrazar la almohada. Necesito llamarla y me surge una
voz ronca. ¿Mamá?, digo, pero sólo escucho ese pitido que preside mi atención.
Insisto en convocarla, esta vez a medio grito, y es el polvo el que acude a mi
garganta. Nueva tos, más acusada, apenas sin recorrido. Sé que a padres les
molesta que los despierte en plena noche. El descanso es tan importante como
calmar la sed, el abuelo repetía. Decido sujetar los terrores bajo esa
sensación de encontrarme cubierto por el peso de un millar de mantas. Debo
dormir. Parece que el polvo se asienta y que la tormenta se extingue. En
cambio, surgen por una esquina del techo estrellas imposibles. Su visión debe
ser por el sueño que me vence. Quizá mañana, la escuela haya regresado y tape el
enorme agujero que dejó en su despedida. Quizá entonces el maestro regrese y con
él mis compañeros. Quizá pueda preguntarle por la palabreja sobre mis oídos, antes
de que retome la clase de historia con el pasado amorita, hitita, asirio,
persa, griego, romano, bizantino, árabe, mongol y otomano de nuestra fabulosa ciudad,
Alepo.
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