domingo, 10 de junio de 2018

Marca dos

A los pocos meses de la marcha de don Bernardo de Gálvez supe del éxito de sus hazañas por la noticia que me anticipó el Misisipi. Un casaca roja, cuyo rostro había sido pasto de los mismos peces que pretendía pescar, había decidido orillarse entre los manglares de mi rincón favorito. Un cadáver siempre asusta y más a un mozo como aquel que fui, pero a pesar del sobresalto algo me impidió apartarme de él. 
Permítanme antes presentarme. Mi nombre es John Quarles y antes de afincarme en Misuri y convertirme en un acaudalado empresario, y mucho antes de que mi sobrino Samuel me perpetuara para la historia por formar parte de las raíces de su árbol de vida, fui miliciano en defensa de la Nueva Orleans que don Bernardo nos confió antes de marchar contra los ingleses río arriba. 
Volviendo al asunto del macabro hallazgo, y de los quebraderos en que decidí meterme por esa causa, supe semanas más tarde que en la conquista de Manchac no hubo bajas en ambos bandos, pero que en Baton Rouge la pólvora y la sangre formaron la melaza que acartonó uniformes y apelmazó cabelleras. Con toda probabilidad aquel soldado formó parte de esa batalla y los caprichos de las corrientes quisieron que arribara junto a mi sedal. 
Acostumbrado a la fetidez de las aguas cenagosas y a las nubes de mosquitos, el hedor de aquel despojo no le desproveyó de la humanidad que decidió entregar al servicio de esa majestad por la que la mayoría de los británicos se enorgullecen. Humanidad y deferencia con los caídos que me obligó a no despreciarle como su pestilente descomposición obligaba.
Hasta entonces, convencido de que los funerales, bien en el mar o bien en la tierra, no eran más que un simple ejercicio de salud más allá de un ritual religioso, pensé de inicio en alejar al soldado con mi caña donde la corriente decidiera el momento en su camino hacia el océano. Y ese fue mi propósito final, pero antes, algo me decía que al igual que en casa me esperaban, aún sin la cena que mis anzuelos solían presumir, alguien, quizá río arriba o quizá en otro continente, bajo otra lluvia, de gotas gélidas sin vendavales que las apresuraran, pero pertinaces, acechando viviendas de ladrillos como los que tras los últimos incendios y huracanes don Bernardo ordenó construir en nuestra Luisiana, ese alguien, quizá una madre, una hermana, quién sabe, esperaba noticias de este muchacho que marchó un buen día para defender al imperio y terminó sin honores, y desaparecido por siempre si yo no lo remediaba.
Con el respeto o reparo que un igual produce aun cuando carece de alma y se convierte en el decrépito envoltorio de aquel ser lozano que fue, registré sus prendas en busca de esa individualidad que todo uniforme esconde de la rigurosa mirada de los sargentos más chusqueros. La respuesta ideal la encontré en su pecho, pero, entre la bayoneta que la atravesó y el agua, la carta se deshizo entre mis dedos y la tinta se desdibujó en lágrimas de cian como la cera ante la lumbre. Me maldije por precipitarme en abrirla. De haberla dejado secar quizá algo hubiera podido averiguar sobre el destinatario o el autor. Dejé de lamentarme cuando descubrí la cadena en el cuello y la medalla adjunta. Impoluta, como la entrega un orfebre, permitía leer una amorosa dedicatoria y el nombre del soldado. 
En aquellos tiempos de escasez los metales preciosos triplicaban las posibilidades de aumentar las raciones. A falta de presas que cocinar y con el hambre como primer reloj de nuestras necesidades, el dorado colgante hubiera supuesto una mejora a la familia Quarles, pero la decencia o tal vez la compasión me decidieron por proteger la joya hasta encontrar la forma de hacérsela llegar a quienes añoraban conocer la suerte del malogrado.
Al final de la contienda, en la esquela que remití edulcoré el aspecto del finado. También mentí sobre la inmediatez de su muerte. Un disparo certero, describí, y no la agónica asfixia que un pulmón perforado siempre produce. En lo que no hubo engaño fue en el lugar donde yace. Con esta franqueza busqué evitar ese empeño, esas peregrinaciones con que las familias se desgastan en busca de los restos de sus seres queridos. Por esa razón lo amarré a un tronco y dejé que el río se encargara de entregarlo al océano. Después empaqueté el colgante junto a la misiva que les describo, como únicos vestigios del adiós y refugio o paño para las lágrimas de quien los recibiera. Me ahorré detallarles que el caprichoso Misisipi precisa de dos brazas para resultar navegable y que tuve que esperar cinco días a que llegara la pertinente crecida. Marca dos, se grita por la ribera cuando la sonda anuncia los 3,6 metros de profundidad necesaria. Precisamente el seudónimo que con los años adoptó mi sobrino Samuel y con el que se dio a conocer al mundo. Fama que sin duda merece, como otro tanto y más si cabe mereció nuestro querido gobernador que contra todo consejo y a pesar de las pocas fuerzas de que disponía tomó la decisión de atacar al inglés. Acción heroica que nos salvó del asedio.

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