Sara eligió ese noche porque
la lluvia arreciaba y confiaba en que la inclemencia tiñera las calles de soledad. Aún así tuvo que esperar
en un soportal a que otras como ella, pero más decididas, terminaran de
abandonar a sus tesoros recién paridos. Durante la espera la niña gimió, gimió de amor al saberse
apretada contra el pecho que reconocería entre un millón aún sumida en el
jolgorio del último carnaval; cuando fue concebida bajo la influencia de los
vapores del vino y de la perseverancia de un canalla sin rostro, que por aquel
desahogo tan sólo se llevó el rasguño de la primera bofetada. La que le propinó
la adolescente antes del desmayo.
Cierto convento veneciano ideó un buzón como forma de
entrega ante la avalancha de niñas indeseadas que eran abandonadas a la
intemperie de sus muros. La mayoría eran fruto del desenfreno anterior a la
cuaresma, pero fue tal la fama de cuidados y el nivel de docencia de la
congregación, sobre todo musical, que algunos pudientes también entregaron a su
descendencia sabedores de que nunca recibirían mejor instrucción sin perder en
el empeño unos buenos reales.
Aquella reputación llevó a la peregrinación de doncellas
todavía preñadas hasta las puertas de la abadía,
y, también, a oídos de Roma. Por ello el Papa ordenó grabar sobre el muro que
ceñía el buzón, una orden de excomulgación sobre toda alma que abandonara el
fruto de su vientre en aquella rendija de la vergüenza como se apresuró a
nombrar.
De
nada sirvió la amenaza pues, si acaso el llanto, la cobardía o la nocturnidad
ya cegaban la desesperación de aquella madres, el detalle que tildaba de inútil
aquel bando era no haber considerado el analfabetismo reinante en los fondos de
la húmeda Venecia.
Desde
que resoplara el último esfuerzo y escuchara el primer llanto a la vida, Sara no
quiso mirarla. Durante la semana que amamantó a su hija y mientras recuperaba
fuerzas, se desenvolvió a tientas bajo una venda que solo se retiraba cuando,
al tacto, estaba segura de no poder ver ni un asomo de piel de aquella criatura
que pronto despediría.
Por
eso eligió la noche, por eso esperó a la lluvia, por eso aguardó a la soledad,
sin otra mujer detrás que la apresurara, por eso también pudo escuchar el gemido de
aquella tierna vida gozando del abrigo de los mejores brazos. Y con aquella
condolencia bajo su manto, su caminar entre los charcos se volvió errático
hasta que llegó frente al buzón, donde con su negra boca la esperaba insaciable.
La lluvia resbalaba por el muro y se reunía en gruesas gotas antes de perderse
en la comisura. Un simple gesto y el fruto de una desgracia, la losa sobre su
espalda se perdería en un tobogán definitivo hacia una vida sin penurias.
—Enfermarás
si te demoras —pudo escuchar de una voz a su lado.
El
enrejado de la mirilla mostraba una sombra tremolar tras la luz de los cirios.
Una sombra que volvió a hablar.
—Aquí,
salvo que sea frágil de salud vivirá entre algodones, aprenderá un oficio y si
su voz es virtuosa tendrá su sitio en la coral. Conocerá la música, aprenderá
del maestro Vivaldi y crecerá entregada a Cristo. Jamás su rostro se mostrará en el
coro pues una celosía confunde facciones para evitar que la iglesia sea un
centro de visitas de madres arrepentidas o curiosas.
El
agua había empapado hombros y coronilla, y a la luz de la candela se distinguía
el oscuro brillo de un manto que iba ganando peso y perdiendo su función. Sara
acababa de escuchar de aquella monja lo que ya conocían todos los hijos de Venecia
y aún así sus brazos seguían aferrando aquel latido que trepidaba como
barruntando el adiós del marino que se hunde en la galerna.
—Pasará
frío y hambre —repuso Sara entre sollozos—, y otras muchas penas que la miseria atrae. Y quizá
no prospere. Es posible que nunca llegue a peinar sus cabellos. Creí que era
amor darle lo mejor posible, creí que entregándola recibiría lo que nunca jamás
podría llegar a darle, y pensé que por pobre carecía de ello. Pero ahora sé que
me equivoqué. Tendrá una madre, me tendrá hasta que me consuma. Como yo la
tuve. Y es el recuerdo de su enorme cariño el que ante la adversidad
de haber nacido plebeya consigue que apriete los dientes y me gane cada
mendrugo de pan todos los días. Ahora sé que la oportunidad está en este lado
del muro. Debo obrar el milagro de aumentar mis pechos cada mañana para
entregarme al ser al que debo amar por encima de todas las cosas y al que nunca
abandonaré. Espero que algún día me perdone este paseo y la flaqueza con que me
dejé guiar hasta aquí.
La
mirilla se cerró y la luz de las rendijas dejó de filtrarse hasta la extinción.
La boca del buzón parecía ahora más pequeña. La lluvia aumentó su castigo, los charcos se unieron y nunca más
rindieron su nivel convirtiendo ciertas calles de la ciudad en navegables.
El aguacero de aquella noche no pudo con los huesos de una joven que salió asustada
con una niña oculta en su regazo y regresó a su miseria con la fortaleza y la
salud de la que se sabe irremplazable.
Diecisiete
años después la abnegada Sara residía en el Palacio Contarini del Bovolo. Un regalo de su
hija tras las nupcias. Desde lo alto de su escalera de caracol contemplaba el
ajetreo de las calles de Venecia. Sonreía como cada vez que un espejo reflejaba las ropas que siempre pensó propias de la realeza. Su hija insistió en que
debía vestirlas porque aunque no frecuentara la vida de palacio ni los
circuitos nobles siempre podría recibir una visita inesperada de la familia
Contarini y confundirla con el servicio. No dejó de sonreír cuando advirtió desde su atalaya a
un par de mozas perseguidas en la distancia por una legión de jóvenes que, entre
grescas y empujones, competían por encontrar el momento adecuado para presentar
sus respetos.
Mucho
florete reflejó las calles inundadas de Venecia batirse por las escasas damas
de la ciudad. El convento aglutinó durante tanto tiempo los nacimientos de niñas que la proporción descomunal de varones puso a los pies de aquella minoría a los mejores
herederos, aún siendo los orígenes de aquellas mozas muy alejados de las hidalgas procedencias de sus pretendientes.
Así fue como la hija de Sara en cuanto sus cabellos se dejaron peinar por el viento que avivan las esquinas, captaron la mirada del primogénito de los Contarini, quien sintió la necesidad de dejarse enredar por ellos como el abrazo definitivo de una madre. Como el de Sara en aquella noche de charcos.