Marzo 2022, a las afueras de Kiev, Ucrania.
Esta mañana es la segunda que mamá me lleva
en brazos. Formamos parte de una columna de vecinas del raión de Podil. A cada
paso por el barro endurecido la respiración sé que esconde una queja. Hemos ido
abandonando bultos y maletas como Hansel las migas. Nosotras nos hemos quedado
con una manta cruzada como un rifle, documentación, comida, bebida y un retrato
familiar protegido en un sobre de burbujas. Papá nos acompaña, pero en la foto.
«Me quedo, hija. Me necesitan», dijo y me dio un beso que pareció dolerle.
Aunque le añoro, encuentro curioso este viaje
por el campo. El silencio en la hilera me permite escuchar el crujir de los
charcos helados, el roce de las ropas, la viscosidad del barro y los truenos.
Estampidos que dejamos atrás, al igual que las casas que esquivamos, como si
los carámbanos que lucen los aleros fueran enormes dientes de un peligro dormido.
Me encanta dormir al raso y señalar las
estrellas y esperar a alguna fugaz; siempre pidiendo el mismo deseo y siempre
en secreto para que se cumpla. Sé que mamá lo desea igual, porque cita a papá en
los descansos y reza cada noche con nuestro retrato entre las manos.
Al amanecer, al iniciar la marcha, me entretengo
con sumar el vapor de mi aliento con el de mamá y pienso que mandamos nubes
blancas que compiten con las grises del invierno. A pesar del frío, aferrada a los
hombros de mamá, me siento en el lugar más cálido del mundo, donde sé que nada
malo nos puede suceder. Me ha recordado el cuento de La tetera, al menos
la parte que más gusta, la de un corazón que le creció dentro.
Disfruto cuando hacemos un alto y, al recolocarme
sobre su espalda, mi cara se pega a la suya. Entonces, le busco la mirada y espero
su sonrisa. Aunque hace un rato, me la ha regalado con el mismo brillo en los
ojos que le dedicó a papá en la despedida. No sé porqué, pero he sentido una
punzada en el estómago, distinta a la que me ronda desde que salimos.
Es mediodía y estamos cerca de Khomutets,
donde residen unos primos. El viento saca de las calles un fuerte olor a
barbacoa. Mamá me propone un juego: debo cerrar los ojos y adivinar hacia dónde
giraremos en el siguiente cruce. Mientras medito la respuesta y calculo los
pasos recorridos, me sorprende descubrir que el olor desaparece, que nos estamos
alejando del pueblo en un silencio distinto al sigilo habitual. Al parecer,
dicen, ya nadie vive ahí.
Cada hora solemos parar unos minutos y cada
dos mamá me ofrece su trozo de pampushka, pero los truenos se acercan y
hemos corrido hacia una arboleda sin probar bocado. «Son tormentas sin nubes,
cariño», describe, al tiempo que busca un rincón donde escondernos. «No te
preocupes», añade, mientras trata de ocultar mi flequillo dentro del gorro y me
cubre de besos para evitar que observe cómo tiembla. Acurrucadas bajo un viejo
árbol caído, descubro que su tripa suena parecida a la mía. «Son otras
tormentas», afirma, y me canta Котику сіренький, Gato
gris, mientras me arropa y mece envolviéndome con su abrigo. Ya no caminaremos
más por hoy. Las tinieblas relampaguean a la espalda de las colinas.
Anoche nevó y no hay más camino que el
que nuestros pasos dibujan. El juego de las curvas lo hemos cambiado por una
venda. «Tus ojos grises; hay que cuidarlos» advierte ante la inmensidad blanca
que nos espera. Pero la venda cede y me permite ver columnas de humo que surgen
de un pueblo sin tejados. Vuelve el olor a barbacoa. Sé que ahí tampoco
descansaremos. La entrada la bloquea un camión ennegrecido. Tras la cabina, de
una jaula que estiraba un toldo, penden girones como arañados por mil gatos.
Las ruedas parecen hundirse en una abultada alfombra de carbón.
El gélido viento exige un techo, pero una
mujer de pelo blanco sugiere bordear el pueblo. Los comentarios siempre han
sido en voz baja, pero esta vez ya nadie habla. Sin saber porqué yo también
susurro; mamá sonríe, me ajusta la venda, pero al incorporarme una rendija
surge y no tardo en descubrir a un grupo de hombres, tumbados en la nieve, al
pie de una pared arruinada de agujeros.
─Se van a resfriar.
Mamá se arrodilla y me coloca frente a
ella. Mi ojo libre refleja el miedo en los suyos. Se apresura con la venda, me
sube a los hombros y acelera el paso.
─¿Mamá?
─Son angelitos, cariño… y están
esperando a desplegar las alas… Sí… alguien les hará una señal y todos
extenderán sus brazos y piernas, y las agitarán… Y dibujarán sobre la nieve las
alas y faldas de los ángeles. Esta noche te enseñaré cómo.
Los imaginé moviéndose; también, subiendo al
cielo.
Cuando oscureció, la temperatura había
descendido tanto que decidieron encender una hoguera, la primera en tres días
de camino. Las llamas alegraron el ánimo de todas. Después de que manos y pies
adoraran la lumbre, alguien con la voz rota arrancó a cantar nuestro himno.
Mamá coreó la estrofa final «…somos la nación cosaca», de pie, junto a mí, y
descubrí a la luz trémula el orgullo en su cara. Entonces se tumbó y me enseñó
la huella que deja un ángel. Luego, se incorporó, sacudió la nieve y me invitó
a hacer lo mismo. Desde el suelo la vi más gigante que nunca, aplaudiendo mi acierto.
Reímos las dos. En ese instante, surgieron cientos de estrellas fugaces,
distintas, más veloces. Silbaban a su paso con un tableteo lejano al final. Todas
terminamos sobre la nieve.
Mamá cayó en su huella. Esperé a que alguien
diera la señal, pero sólo se percibía un leve crepitar. El frío me llevó a mamá
y me envolví con sus brazos. Ya no rugían sus tormentas y mis nubes blancas
ascendieron solas hacia un cielo oscuro, nuestro firme cielo cosaco.