—Mucho has tardado —sanciona Maruja
desde la penumbra de su lado de la cama.
Manolo resopla y renuncia a la
cautela con la que se había desplazado hasta ese momento por el dormitorio,
pero no al esmero con el que dobla su pantalón y camisa sobre el respaldo de la
silla, alinea los zapatos, bajo las patas, y se abrocha hasta el último botón
del pijama. Por último, guarda la cartera en el cajón de la mesilla.
—Para
clavar una sombrilla y plantar una tumbona, tres horas dan para hacerlas de
obra —recalca Maruja hacia la rechoncha silueta de un hitchcock cabizbajo.
Manolo suspira sentado en la arista
del colchón. Mira de reojo a la espalda y a la celosía de rulos que la corona.
Decide tumbarse hacia la ventana abierta.
Aún no ha perdido el mullido la almohada cuando
Maruja vuelve a la carga. Esta vez con exageradas inspiraciones que anuncian el
preludio de un exabrupto.
—¡Hueles a garito!
Manolo responde a la afrenta
incorporándose, prendiendo la lamparilla y rescatando las gafas de presbicia
que arquean las páginas de lecturas donde acostumbra a atrincherarse cuando
Maruja desata sus tormentas: novelas de Mclean; pocas faldas.
—¿Quién es la pelandusca con la que
charlas? Porque queda claro que hasta ahí llegan tus citas. Con que te escuchen
ya te colmas, ¿verdad? —insiste Maruja.
Manolo desiste con Navarone, vuelve
a ser funda de las lentes, y mira hacia el aspersor de bilis con quien se casó.
—Cariño, me jubilé como cabo de
zapadores. Asumo que nadie guisa y mete codos en el mercado como tú, pero en
estrategia de incursiones los comandos me pedían consejo…
—¿Batallas a estas horas, Manolo?
—interrumpe Maruja—. Mi padre sí que caló bayonetas en el Rif, no como tú que
blandiste cuchillos, pero en las cocinas de Carabanchel Alto. Escobando en la
cantina, ahí pusiste la oreja entre quienes calzaban el barro del frente.
Batallitas, Manolo, eso cuentas, pero las de otros. Lamparones de marmitaco,
eso luciste en la pechera.
La brisa irrumpe y otorga la
ligereza de un velo a la vieja cortina, que gana altura hasta acariciar la
colcha. Bandera blanca que franquea el paso al rumor de las olas.
Manolo procesa la afrenta. Veterano
en tallas grandes de calzón, se toma los recados de Maruja como una suerte, una
tregua, un descanso a tanta injuria. Son licencias para silbarle al aire,
curiosear sin censura, pasear dando rodeos a modo de pueril desobediencia,
aunque siempre retorna puntual a la hora del rancho. Innegable el talento de
Maruja entre fogones, cada plato suyo compensa ese carácter sancionador. «De la
panza sale la danza», se repite Manolo como terapia, mientras se ríe de prisas
y fiambreras ajenas.
—Necesitaba establecer la rutina de
los policías —expone Manolo—. Como bien es cierto que no tengo edad para
esconderme entre parterres, decidí elegir como atalaya la cervecera. Aunque
escaleras abajo, de madrugada, se transforma en karaoke, desde su terraza dominas
playa y paseo, aparte de que tiran las cañas que te relames los bigotes. Pues
bien, cuatro jarras me vi obligado a tomar hasta que presencié la última
requisa de sombrillas. Serían las tres y arramplaron con una docena, entre
ellas, la de los Morales, esa de estampados de ballenas que tanto te indigna.
Imagínate a Matilda cuando mañana busque la sombra donde hojear su manojo de
revistas. ¡Pobre Andrés! Tus desprecios se me antojan melodías en comparación
con la bronca que le espera.
Supo que el apunte, incluso el
atrevimiento, estiraría la sonrisa de Maruja hasta los implantes, y algo más
debió de satisfacerla pues, al poco, retozó la cadera.
—Aproveché el intervalo —prosiguió
Manolo— para plantar tus bártulos donde
más te gusta, justo en el rompiente. «Culo seco y callos a remojo», como sueles
decir. Mañana tendrás el mejor sitio, te lo garantizo. Incluso he calculado el
horario de mareas. A las diez te sentirás como en la proa de un crucero. No
habrá mascarón más envidiado en toda la costa.
El ronquido que emerge se lo toma
Manolo como un cumplido y devuelve a Mclean a la mesilla, y la cadenita, con el
tintineo contra el tallo de la lámpara, suena a retreta. Mañana podrá aletargarse
hasta las once, pues, a y media, Maruja espera su refresco y los pertinentes
hielos.
La luz de la mañana inunda el
dormitorio. En una esquina de la cama el sol gana presencia y las piernas
dormidas de Manolo se recogen ante el avance. El portazo no lo despierta y los
bufidos de Maruja, previos a un gimoteo, tampoco mellan el sueño de Manolo. Pero
cuando su admirada cocinera comienza a abrir armarios, el trajín debió
recordarle sonidos parejos de sus tiempos de imaginaria en el cuerpo de
zapadores y, al fin, un ojo desprecinta las legañas para descubrir a su señora lanzando
sin norma toda suerte de prendas hacia las bocas abiertas de las maletas.
—Te lo garantizo —dijiste—. Pues yo
a ti que se acabó el verano y que en este alquiler ya me han visto el pelo.
Jamás he pasado tanta vergüenza. La madre que te trajo, Manolo, ¿pagaste?
Maruja se sienta en la cama y se
lleva los nudillos a la frente. De nuevo comienza con los ahogos.
Manolo trata de refugiarse en
Navarone, pero la presunta congoja de Maruja se transforma en un zarpazo felino,
tan veloz, que gafas y libro vuelan hacia el pasillo. Acto seguido, abre el
cajón e indaga en la cartera.
—¿Cincuenta euros?
—Resta las cañas… —infiere Manolo,
que, sin lectura donde refugiarse, mira la hora como recurso.
—Pagar a una pareja para que
custodie mi tumbona. En pelotas me los he encontrado, con mi sombrilla como
perchero de un tanga, atrincherados tras un cerco de condones y botellines…
—solloza Maruja.
—Entonces, ¿partimos después de
comer? —cuestiona Manolo, lívido.
Maruja recoge las gafas y al rato regresa
con ellas embutidas en un ajado libro: Mujercitas.
Y, lanzándolo al pecho del zapador, concluye:
—¡Y un mes a bocatas, cabo!
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