Ya
desde muy pequeñita jugaba a adivinar profesiones en el autobús. Cogida de la
mano a mi madre, en cada parada, durante la demora en el pago del billete,
atribuía oficios a los pasajeros que se iban incorporando.
Mucho
más tarde, en mi adolescencia, aquella costumbre evolucionó y se dirigió a
imaginar maridos de entre aquellos guapos muchachos del instituto. Mi mejor
amiga, aún conocedora de mis fantasías, se enfadaba conmigo cuando, al paso de
los mozos, me olvidaba de ella y me sumía en un trance en el que los peinaba,
les cambiaba la vestimenta y los colgaba de mi brazo para presumirlos por el
barrio de la envidia.
Unos
cuantos años han transcurrido desde aquel entonces y mi licenciatura me llevó a
una empresa al otro lado de la ciudad. Dos autobuses, un metro, además de un
largo paseo a pie, separaban mi dormitorio de la mesa de trabajo.
De
lunes a viernes compartía ojeras y malograba mi perfume con desconocidos
habituales. La rutina repetía un decorado de rostros anónimos, fieles a su cita
con los medios de transporte. La coincidencia horaria nos convocaba en tropel, pero,
a pesar de nuestra apariencia de horda, acostumbrábamos a repetir el mismo
sitio del angosto espacio por esas razones que quizá provengan de la escuela,
de cuando ocupábamos un pupitre por las reglas del alfabeto o, tal vez, del
barrio, en aquel macetero, tal esquina o cual portal, a dieta de regalices,
ascendiendo en el escalafón de la infancia según el rincón frecuentado. O, ya
en la facultad, en ciertos lugares del campus, en aquel banco lacerado con
nuestras iniciales o en ese tramo de escalera, moteado de viejos chicles, que
nos dejaba adormecidas nuestras jóvenes posaderas y la lengua reseca de la
charla y los pitillos. Sin embargo, estoy convencida de que la nariz es la que
manda en las estrecheces de nuestros viajes en soledad y guía nuestros pasos
hacia aspectos semejantes al nuestro y, por ende, de afines aromas.
Puse
nombre y oficio a Lola, la elegante cuarentona oficinista, perfumada de Chanel
hasta el mareo, a quien le gustaba ganar el espacio entre los respaldos y la
mampara, junto a la puerta. En la barra central: Fermín, universitario, flaco, mochila a un hombro,
de pecho hundido, cadera adelantada, cabizbajo, parecía una interrogante coronada
por unos descomunales auriculares que aplastaban su peinado ocultándole media
cara. A su
lado, Marco, el amigo empollón, empeñado en hacerse oír y relatar cada mensaje
que le llegaba a su móvil, graso de huellas de mil dedazos. Carmen, la
limpiadora, en el asiento de la esquina. Roberto, comercial de seguros, en
tierra de nadie. Jaime, desempleado, junto a la ventana, distraído en el negro
cambiante de los túneles. Cristina, dependienta, pegada siempre a un libro
tocho donde sumergía la nariz. Y así hasta una veintena, la mayoría mujeres, que
ilustraba mi álbum de rebautizados.
Pero si
alguien me alegraba las tostadas que bailaban en mi estómago ese era Marlon, mi
atractivo banquero, siempre impecable con su traje de corte italiano. Cuando el
vagón se desahogaba, una parada antes de la mía, él tomaba asiento en los
todavía calientes como nidos, liberaba el ojal de su chaqueta y mostraba la
línea de botones de su camisa, apenas visible bajo la sombra de su corbata de
seda, donde se intuía ceñido su torso de gladiador. Jamás tuve el arrojo de
mirarle directamente, pero el juego de reflejos de los cristales, desde el
ángulo de mi sitio, me permitía admirarle sin parecerlo.
La ropa cara
ni da estilo ni elegancia. El porte, los ademanes, los complementos y las telas, las menos evidentes, anuncian el alma de
quien las viste. Ni qué decir del calzado. Los zapatos indican si al llegar a casa
descansan o se hacinan. Revelan orden y, la dosis precisa de betún y cepillo, su
cuidado. Aunque todo lo anterior se diluye sin la conversación adecuada a la
que el momento invite. Pero el momento nunca se había producido y nadie conocía
el tono de Marlon, ni siquiera en los encontronazos propios del metro se
escuchó un disculpe, pues su media sonrisa ya derretía cualquier asomo de
litigio.
Marlon, como así nombré a mi morenazo por la
forma de su cráneo, se peinaba como un galán del cine mudo pero inundado de color,
pues sus intensos ojos verdes relegaban a un puente de autopistas al más
fastuoso de los arcoíris y, efectivamente, vestía para desfilar por la alfombra
roja de Cannes y anular a la estrella más rutilante del celuloide.
Con el vagón ya
supernumerario en mujeres, las advenedizas que se sumaban en las estaciones
centrales, al descubrir a mi galán, metían codos para ganar proximidad, pero
pronto se encontraban encaradas ante una legión de perplejas veteranas de
acusado rímel que, si alguna intrépida insistía en la maniobra, bien podrían arruinarla
su peinado con un simple parpadeo.
Sé que él se
reía por dentro. Los guapos de serie apenas dan un vistazo, el justo para no
tropezar cuando llegan a una estancia donde otros ya la ocupan. Ahora bien,
adquieren el don de dominar el entorno sin aparentar interés, porque mirar dos
veces al mismo rincón, y si éste lo habita una aspirante, puede llevar al
equívoco y al acoso inmediato.
Por ese motivo
me puse en su lugar e imaginé su dificultad para encontrar un sitio donde distraer
la mirada sin descuidarse en coincidir con las atentas e infatigables de su
ejército de embelesadas, centinelas del mínimo brillo de su lacrimal.
Mi suerte partía
porque viajaba no muy lejos de él pero sentada, espiándole a sorbitos a causa
del ajetreo, y sólo abandonaba mi asiento unos segundos antes de que el vagón
se detuviera en mi parada. Instantes en los que presentía que Marlon me
observaba, sonriente, sabedor de su influencia y de que mi sonrojo no era
producto de un esguince en la muñeca con el colorete. El nerviosismo de esos
instantes me llevaba a estirarme la falda a pellizcos, a alisarme la chaqueta,
a recolocarme el tirante del bolso, a atusarme un mechón sin caer en la
tentación de rizarlo. Todo un ritual de inseguridades para no ofrecer un primer
plano de fácil juicio aderezado con el temor de la frenada inminente y siempre
brusca del tren cuadrando su longitud con la del andén. Sería el colmo perder
el equilibrio ante sus narices en los cuatro pasos que me separaban de la
puerta. Remota contrariedad pero posible que me obligaba a caminar como un
pingüino con la congestión de un exceso de tabasco.
Una vez fuera,
fingía mi salida a favor de la dirección del tren sólo por verle marchar a
través de los cristales, ajena al elevado zumbido de los transformadores del
metro, creyéndome la Bergman en el anden, entre los vapores de viejas locomotoras
agitando mi pañuelo hacia un Bogart de cuellos subidos y cigarro a medio labio.
En cuanto las
luces del último vagón se perdían por el túnel, giraba sobre mis pasos,
suspiraba y tomaba la dirección correcta hacia la salida, hacia el paseo a la
oficina.
En el regreso
me entretenía radiografiando a los escasos anónimos pues mi horario de becaria
me devolvía a unas horas en las que los servicios de limpieza eran mayoría y
mis presuntos desconocidos, infrecuentes.
Hay días en
los que el primer café, ese que tomas mirando de reojo el reloj de la cocina y
con las llaves en la mano, te manda de nuevo al baño. Del imprevisto apretón
sales desfondada, con más urgencia de la habitual y con un fuerte dolor de
cabeza que palías con una pastilla que, a causa de las prisas, se atraviesa en
la garganta y sientes que ahí permanece cuando ganas la calle. Y aunque, finalmente, Newton y su ley logran su desencaje, de vez en cuando, la evocas moldeada en
el lugar exacto donde se atravesó. Pero aquella mañana estaba convencida de que
se encontraba diluida por mi organismo, pues una sensación de euforia sacudió
mi cuerpo y me sentía dispuesta a correr los sanfermines a contracorriente. En
el autobús, traté de recordar qué frasco debí haber abierto por error, qué
sustancia dopante debí ingerir capaz de conferirme el arrojo de los bomberos.
Pero ¿Cuánto tiempo durarían sus efectos? ¿Mi desinhibición aguantaría hasta el
momento de mi encuentro con Marlon? ¿Me atrevería a mirarle a la profundidad de
sus ojos como los boxeadores en la presentación del árbitro? Nunca pude
comprobarlo.
Los tres
minutos en el lavabo supusieron cinco más para el siguiente autobús, tres más
para el que me enlazaba con la boca de metro y otros cinco hasta que compareció
el siguiente convoy. En total un cuarto de hora de retraso, a quince minutos de
distancia del vagón que transportaba a Marlon y su séquito de admiradoras.
Cuando esa
misma noche regresé a casa, el primer lugar al que acudí fue a la alacena donde guardo los
medicamentos, Al no descubrir desorden alguno, mientras cenaba mi habitual e
insípido sándwich de pavo, me entretuve en leerme todos los prospectos y la
única conclusión positiva que saqué fue, que más de la mitad estaban caducados, por lo que los tiré a la basura.
Defraudada, me
metí en la cama y sin mucho esfuerzo me dormí. Placidez que no evitó mi
sobresalto al sonar la alarma del nuevo día. Mi alteración en nada tenía que
ver con mi temor a llegar tarde a mi cita con mi vagón y sí con el sueño que me
persiguió durante toda la noche.
Sin llegar a
la definición de pesadilla, en mi sueño se reiteraba la ingesta de pastillas de
un color desconocido, y de las que nunca dispuse, que, tras ingerirlas,
trasformaban mi crónica timidez en el desparpajo más osado de las vedettes.
Sin demora
alguna en el aseo, salvo las de higiene íntima habituales, esa mañana crucé los
dedos para que ningún atasco ni caída de tensión en las catenarias incidiera en
mi rutina de trayectos, y el metro de las 7:15, fiel a su puntualidad, se
detuviera en el andén con el resoplido habitual que precedía a la apertura de
sus puertas.
Una uña
castigué con los mordiscos de mi ansiedad en las estaciones previas a la suya.
Sin malestar alguno, había decidido esa mañana que a mis tostadas le acompañara
una de las píldoras de mi alacena, una al azar, pero que anoté en el cuaderno
de recetas para evitar repetirla. Sus efectos solo consiguieron una mayor
transpiración en mis axilas y, en consecuencia, mi mayor apuro a la hora de
buscar apoyos en las barandillas, cuando él, estaba convencida, me seguía con
su verde mirada.
Durante las
siguiente semanas seguí consumiendo las diferentes pastillas en busca de
aquella que me devolviera el arrojo de la primera. El resultado fue el del
placebo salvo una, una bastante amarga que me mandó al baño de inmediato y
varias veces más a lo largo del día, y a volver a casa sin bragas.
Esa misma
noche, cuando en mi cuaderno de recetas descubrí haber completado la lista, el
sándwich de pavo ganó algo de alegría con el salado de mi paladar a causa de
mis lágrimas absorbidas. Tonta como una adolescente me sentí cuando me sumergí
entre las sábanas. Y mientras el sueño me ganaba me acordé de las broncas de mi
amiga del instituto por mis habituales desconexiones y con ella soñé envuelta
en la nebulosa de los recuerdos lejanos.
Ese fin de
semana tocaba comida familiar. Nadie me defraudó en su vulgaridad y tuve que soportar el examen
y los juicios de mi hermana la casada, la retahíla habitual de mi madre sobre
mi delgadez, los vaciles de la benjamín hacia mi soltería y los consejos fuera
de época de mi padre con respecto a los hombres actuales, según los dictámenes
a los que llegaba con sus compañeros del dominó.
La noche de
sábado, las dos copas que pedí me supieron a lavavajillas y me retiré pronto con
la sensación de que una enorme pompa peleaba por salir y, con ella, la
macedonia de pastillas de dos semanas de experimentos.
El domingo
transcurrió con mis habituales horas de sofá en compañía de sus majestades el
rey chocolate y la reina pereza. Caja de bombones y pijama, y, cualquier
distracción sin esfuerzo, la mejor aliada.
Con la tele de
fondo y un libro abierto sobre mis piernas, cuando el sol ya escondía su brillo
por las azoteas del vecindario y su reflejo se extinguía en los envoltorios de celofán (vestigios
de mi atracón a bombones), a cuenta de un párrafo de la lectura
apoyada en mis muslos, mi mente divagó hacia mi reciente y estúpida
intoxicación en busca del valor de las descaradas y reparé en que el viernes
pasado había completado la lista de píldoras a consumir. ¿Entonces, cuál fue la
causa de que aquel día mi extraordinaria timidez desapareciera?
Un nuevo lunes
y mi profundo estertor se interrumpía con el saludo siempre impertinente de mi
despertador. Inseparable durante mis madrugones universitarios, su tecnología
se había quedado obsoleta y había que perseguirlo en la oscuridad, y oprimir la
tecla exacta si quería disfrutar de esos cinco minutos de cortesía que me
regalaba cada mañana en rebelión hacia un placer expirado.
Fue al untar
las tostadas cuando descubrí mi error con las pastillas, mejor dicho, el
detalle importante de las que mantuve: no estaban caducadas.
Vacié la
alacena sobre la mesa y busqué las fechas de caducidad. La que menos vencía al
cabo de un año y medio. Al momento, sopesé acudir a la farmacia con la lista y
solicitar aquellas que almacenaran cerca de su vencimiento, y con esa misma
inmediatez reparé en lo ridículo de mi propuesta.
Cuando me
introduje en el primer autobús supe, al depositar las monedas en el mostrador del
chófer, que mi enojo dominaría mis actos ese día, pues la réplica del conductor
hacia la violencia de mi desembolso hizo referencia al mismo estilo con el que
ensordecían sus gastados tímpanos los colegas de mi padre con sus fichas de
dominó.
En el
siguiente transbordo decidí respirar hondo y de forma acusada, pero debió
parecer tan evidente que un par de críos no dejaron de mirar mis tetas el resto
del recorrido por si mi camisa cedía. Así que tuve que renunciar a mi yoga
casero y buscar mi tranquilidad contemplando por las ventanillas el caótico
tráfico de esas horas.
En el metro, a
pesar de viajar sentada, sentí un agobio desconocido con los pasajeros que se
iban incorporando. Y cuando Marlon entró en el vagón, como siempre guapo a
rabiar, el eclipse de una lanzadora de peso se interpuso en mi juego de espejos
y tuve que dedicarme a contar las bolitas de su jersey raído, tan numerosas
como enormes sus carnes.
Y llegó mi
parada, y me incorporé, e inicié mi ritual de quiebros, como el mejor de los
magos, para que nadie se fijara en mi sonrojo: mano a la falda, a la camisa, al
bolso, al mechón… Hasta que ahogué un grito que peleaba por salir y, sin
pensarlo, dirigí mi mirada hacia la profunda y verde enmarcada en unas cejas
negras y espesas que se clavaban en la mía.
—¡Déjame
tranquila! —le dije al tiempo que me tambaleaba a causa del frenazo.
Acto seguido
descendí del vagón y obviando mi parodia habitual de la Bergman tomé mi camino,
marcando mis tacones en el andén, deseando que las baldosas se desencajaran.
«¡Déjame
tranquila!» Jamás pensé que tendría que repetírselo, jamás pensé que volvería a
reproducir esas mismas palabras y, mucho menos, mientras buscaba mi vetusto
despertador con mi mano libre, al tiempo que la otra trataba de separarse, sin
muchas ganas, de su maravillosa desnudez.