Observo durante el desayuno cómo
un infante se pega a un ventanal. Vidrio que lo separa de un caos de artefactos
y prisas, de paisajes vertiginosos y lo aleja de abismos fatales. No tarda en
empañarlo de babas con la máscara de su curiosidad y cuyo rastro permanecerá indeleble
hasta que el paño de quien se ocupa de la excelencia lo borre con el chasquido
del desprecio sin reparar cuánto gozo almacena esa huella.
Me recuerda la
portada de muchos diarios con la fotografía de una niña encaramada al ventanal
que acorcha el trajín de carretillas, vehículos de cabinas grotescas y
reactores de las pistas de un aeropuerto internacional. Sus palmas, a la altura
de sus hombros, parecen reclamar la atención de un mundo soberbio de
luces y dimensiones, cuya novedad es incapaz de asimilar. Imagino la siguiente
instantánea, la que aborda al adulto que la inmortaliza y con quien quiere
compartir su descubrimiento, aliarlo en su emoción. Quiero creer que su tutor asintió
con una sonrisa o, al menos, con una caricia o mirada cómplice antes de
rogarle que no se alejara mucho de donde habían decidido esperar la llamada de
su vuelo.
Sospecho
que antes de embarcar enviaron por internet a algún allegado un compendio de
fotografías donde su tesoro, su orgullo y su futuro enreda, prueba, escala, se
golpea y aprende en un escenario donde la seguridad censa y desviste de amenaza
a todo pasajero, y permite relajar la atención que tanto desgasta a los tutores primerizos.
Asumo
la preocupación de esos mismos padres ante el enigma de cómo aceptará su retoño
el primer vuelo. La asegurarán al asiento con primor y, al verse prisionera, sus pies se empeñarán en patalear el respaldo que eclipsa su horizonte, y suspirarán
para que ese resfriado, que nunca termina de irse, no le tapone los oídos y le
lleve al llanto continuo, a la incomodidad ajena, a la presión ambiental de
quienes proyectan su odio a cuenta de verse obligados a compartir cabina porque
su escasa fortuna no les dio para un avión privado.
Sé
que por el tiempo transcurrido, la altura alcanzada y la ausencia de
turbulencias el comandante liberó de cinturones a sus pasajeros. Las noticias
permiten pensar que la vida a bordo transcurrió con normalidad durante cerca de
media hora y que la enana paseante pudo curiosear hasta la
cortina que vela una sonrisa uniformada provista de las suficientes golosinas
para frenar a las más tercas visitas de la clase turista.
Sé que fue
feliz en su aventura aérea aunque a sus pocos meses tamaña novedad no registre
recuerdo alguno, aunque su existencia sólo almacene alegrías, con altibajos de
frustración en esa trabajosa continuidad de ensueño que sus papás procuran abastecerle. Del mismo modo que nunca las cajas negras registran los
detalles de las vidas de aquellos que surcaron los cielos y en ellos se
quedaron.