Hoy se cumplía el sexto
aniversario del asesinato de mi esposa y mis lágrimas aún no se habían secado.
Recuerdo con rabia que a
la semana de su muerte, con la fría soledad como abrigo, consumido el tiempo de
pésames y condolencias, tras un proceso de incineración de recuerdos y de
culpas, regresé a comisaría y encontré mi puesto ocupado por mi segundo. Mi sorpresa
inicial derivó en protestas y acabó en indignación. Volvía dispuesto a colaborar
y me encontraba relevado, destinado a cursar oficios. Querían protegerme,
decían, pero yo me sentía castigado. «Estás implicado;
molestarás; nos hacemos cargo; no te preocupes…», me repitieron mientras
cerraban sus puertas, no sin antes palmear mi hombro.
Pero durante la
media docena de años que me tuvieron relegado a oficiar papeles, cada diez de
marzo, desde la primera muerte, la de mi esposa, el cuerpo de una mujer
aparecía estrangulado en la isla de Lanzarote. Cinco víctimas en total. Cinco
casos sin resolver y en pocos minutos se cumpliría el plazo abierto para el
sexto. De momento, nadie del amplio despliegue policial había notificado el
hallazgo de una nueva víctima, sin embargo, los dientes se mantendrían
apretados hasta las doce de la noche. Yo me encontraba en mi antiguo despacho, convertido
en sala de coordinación desde que aterrizaran los expertos de Madrid. Se me
había permitido asistir pero hasta las cero horas debía permanecer mudo. Al
cabo de estos seis años, mi insistencia había conseguido un compromiso del
comisario: «Si al acabar el día el asesino sigue libre te cederé el mando de la
investigación». Mis tres compañeros de homicidios, venidos de la Comisaría
General de Policía Judicial, se repartían las tareas de la que sería su última
jornada. Sandra manejaba las transmisiones, Mauricio la señalización de los
indicativos sobre un plano y el inspector jefe, Nicasio, coordinador del
dispositivo, se frotaba las manos sentado tras la mesa viendo como el viejo reloj
de mi despacho movía las agujas hacia la hora marcada. Para él era un éxito que
nada sucediera en esa jornada. Era de los que si algo dejaba de acontecer pasaba
de ser un problema a convertirse en una caduca mala racha, aunque no se hubiera
resuelto nada de lo anterior. Un ejemplo más de la estirpe de inútiles que
abundaban en un Cuerpo donde no había degradación ni expulsión para tanto
incompetente. Inundar la calle de policías era un viejo recurso mediante el
cual se proyectaba la falsa imagen de que la delincuencia desaparecía. Los
jefes se felicitaban de la artificiosa normalidad conseguida y en cuanto se
retiraban los efectivos, como quien afloja un torniquete, la maldad volvía a
regar las calles sin olvidar una esquina. Sillón lustroso, el del comisario,
barnizado de inmejorables estadísticas, que entregaba al relevo entrante
ocultando los mil taladros de la carcoma.
«Sin novedad»,
repetían los indicativos a las consultas de Sandra.
Recuerdo que hasta
el tercer crimen no enviaron a nadie de homicidios porque a la segunda víctima
la metieron en el saco de las coincidencias. Tres años de muertes durante los
cuales me llevé miradas condescendientes, sonrisas de compromiso y una paradójica
medalla por mi larga entrega al servicio; pero siempre apartado, sumergido en
un despacho de papeles; consumiéndome de rabia. Tras el nuevo fracaso, el único
cambio en la investigación fue interno y consistió en la sustitución de mi
otrora amigo, el inspector Donadie, que fue relevado por el inspector jefe
Nicasio, un madrileño comisionado por la Central, molesto por la indeterminada
duración de su extrañamiento. Y, mientras tanto, la impaciencia daba cuenta de
mis uñas perdidas entre expedientes y legajos; enfadado con el mundo.
Tras un año de
pesquisas de la supuesta élite, el único vestigio hallado fue un nuevo cadáver,
el cuarto, y otra vez el décimo día de marzo. Salvo que eran mujeres y que morían
estranguladas, en nada más coincidían las unas con las otras. Ni edad, ni
complexión, ni formación, ni relaciones, ni parentesco, ni estilo; ni color del
cabello ni del iris. Tampoco los lugares donde fueron encontradas, unidos por
líneas, formaban cruces gamadas, estrellas de la muerte o símbolos animistas. Ningún
vínculo las unía que pudiera establecer un patrón para sospechar dónde y quién
sería la siguiente. Mis compañeros de homicidios concluyeron que la oportunidad
era la causa de la elección de las víctimas, revelando a los medios que el
asesino dejaba una lágrima de cera en las níveas mejillas de sus víctimas como
firma de desprecio hacia los allegados o como representación de su propia
tristeza. Negligente palabrería de psicoanalista que contentaba a la prensa
pero que con su propagación condenaba la paz de una isla. Y fue con la cuarta
estrangulada cuando el éxodo de féminas resultó proporcional a la llegada
masiva de periodistas, adivinos, paranormales y subnormales profundos ávidos de
carnaza. La psicosis alejó de la preciosa Lanzarote al turista de sandalias y
atrajo a un ejército de personajes repletos de abalorios que influyeron en el
discutible nuevo modelo de negocio. La isla de los volcanes, durante sus noches,
se había convertido en la nueva meca de lo tenebroso y en sus paisajes lunares
era frecuente toparse con restos de aquelarres celebrados a la luz de enormes
hogueras.
A pesar de que
el décimo día de marzo del quinto año las medidas tomadas fueron
extraordinarias, poco después de las nueve de la mañana, Gretel Larsson, una
periodista sueca aficionada al submarinismo, emergió de las aguas de Playa
Chica con el neopreno rasgado a la altura del cuello. En el interrogatorio, su
compañero de inmersión reconoció haberla perdido de vista en la Catedral, cueva
sumergida a más de treinta metros, donde era habitual coincidir con otros
grupos de idéntica indumentaria. La única relativa victoria que consiguió el
férreo dispositivo policial fue que el asesino, esta vez, no pudo dejar su
lágrima de cera en la piel de Larsson. No obstante, cuando su abatido compañero
regresó a la habitación del hotel, la encontró escurrida sobre la foto del
pasaporte de su malograda amiga. La noticia llegó a todos los rincones del
planeta y policías de otros países, incluidos los de la apacible Suecia,
ofrecieron sus servicios. Aproveché la agitación social para golpear sin
desprecios todas la puertas de la Jefatura Superior y fue entonces cuando
descubrí el apodo con el que me habían bautizado después de treinta años de servicio:
el Viudo. (continuará)
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