El hombre, sueco o finlandés, no
hablaba español. Vikingo atávico por hechuras, de bruces entre rocas, su cráneo
aun partido le permitía balbucear mientras hilillos de sangre le iban
recorriendo las facciones como una máscara destejida. En medio del barranco, a
los pies del puente que unía las colinas del valle Esperanza, yacía su
desgracia envuelta en un río de atenciones que su fea herida impedía asistir apenas
con señales en la frente. Caer en tierra ajena gran tormento, ocasión fatal para
la redención si en la multitud congregada nadie amigo la puebla. No hablaba
español ni tampoco sueco, ni finés, ni idioma terrenal conocido ante aquella
curia de vernáculos, atenta a su lamento, que lo comparaba con la huida entre
zarzales al paso del caminante. Balbuceaba el idioma de los entregados en una letanía
agotada, con el tono áspero de los moribundos, porque el que se despide no conversa,
se aleja en voces hacia el quebranto, sorprendido, descreído de su suerte. Y la
espera, siempre larga, despunta la guadaña y afila el silencio; inquietud que pisa
la misma huella del desconocido, que enluta al entorno en una agitación
reprimida por el reflejo de la propia decadencia. El escandinavo no hablaba
español, sin embargo, sus lágrimas mezclaron la acuarela y expresaron la
asunción de la derrota, la necesidad de una migaja del más leve consuelo. Y
mendigó en algún dialecto de los fiordos la última caricia, esa que cierra los
párpados, esa que une procedencias, esa que nos da sepultura incluso en las imposibles
cumbres del Himalaya. Y así se lo llevaron para velarlo, porque aunque no
hablaba español, el sueco o finlandés, era un hombre.
Microrrelato creado para el I Certamen Internacional Los Alephs
Era un hombre, y había que velarlo. Buena reflexión.
ResponderEliminarAbrazos cuentistas.
Gracias, Lola.
EliminarTe sigo la pista, tu talento obliga y tu correspondencia, más.
Un abrazo.