A duras penas reconoció en el remite el membrete de la agencia que había contratado; despidió
al mensajero con un «hasta luego», cerró la puerta presuroso y se encaminó
hacia su despacho con el sobre en la palma como si fuera una bandeja. De pie, frente al
escritorio, con cierto temblor en las manos, rasgó el acolchado y, tras
extraer una fotografía, lo dejó caer en la alfombra. El primer vistazo a la
imagen le tambaleó lo suficiente las piernas como para obligarse a tomar
asiento. Estaba aterrado. Se palpó la chaqueta en busca de sus gafas pero no
dio con ellas. Recordó haberlas dejado junto al periódico, en la sala, cuando
el timbre le interrumpió la lectura. Renunció al paseo y afrontó el segundo
vistazo; al principio apoyado de codos, manteniéndola firme, luego, la alejó
para mejorar el enfoque de su vista cansada, pretendiendo encontrar en la
revisión otras respuestas a sus porqués. Pero solo aparecieron sus lágrimas
y le fue imposible contemplarla por más tiempo.
Comenzó
a desconfiar de su mujer desde que, hacía
exactamente un mes, una sonrisa que ya consideraba del pasado volvió a iluminar
su rostro. Se ausentaba muchas tardes para retornar más amable y cariñosa que
de costumbre. Si le preguntaba por sus quehaceres ella desviaba la conversación
a temas sin importancia. Había cambiado de perfume, canturreaba a solas; colgaba el teléfono cuando él llegaba…
Treinta
años, tres décadas juntos. Los cinco primeros, de novios, cuando esa sonrisa que había regresado a su cara era constante por aquel entonces. Pasado el tiempo, se fue
apagando como muchas otras alegrías que la madurez retira.
La
foto, en blanco y negro, no era de mucha calidad pero mostraba con nitidez cómo
ella besaba en la boca a un desconocido y le rodeaba con su brazo. El ángulo de
la toma no permitía identificarlo pero le resultaba conocido.
«¡Qué más da quién sea! Ella lo besa. No hay duda», se dijo.
Hundió
su cabeza entre las manos y las lágrimas dejaron de resbalar por su cara para
acabar engullidas en la alfombra. A un lado, junto a sus pies, el acolchado sobre mostraba por la comisura de su desgarro la esquina de otro documento: una carta. Esta vez, acudió a la mesa donde sus
lentes marcaban el artículo de prensa que había interrumpido.
En
la misiva, el director de la agencia se alegraba de la buena salud de su
matrimonio y le felicitaba por las bodas de plata que con tanto entusiasmo su
mujer le estaba preparando en secreto. Le adjuntaba, a modo de regalo, una
fotografía de ambos tomada al finalizar el baile al que acudieron el pasado
viernes. Le agradecía la confianza mostrada en su agencia de detectives y le
deseaba una feliz celebración.
En ese instante, otras lágrimas surgieron.
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