Aquella mañana de lunes, la lluvia me pilló desprevenido
al poco de salir de una remozada cafetería del Arenal. El chaparrón me obligó a
ceñirme a la fachada mientras, aligerando el paso, de puntillas sobre los
charcos, trataba de llegar al cobijo de los soportales de la Plaza Nueva. Allí
esperaría a que el viento dispersara la gran nube negra que inundaba la ciudad
y me diera la tregua suficiente para alcanzar mi despacho sin parecer que el
café me lo hubiera tomado nadando dentro de una enorme taza.
Llegué al primer pórtico y me sacudí la mojadura antes de
que ganara oscuridad en mis hombros. No era el único que había elegido aquel
refugio. Una pareja de jubilados, vestidos de primavera, cogidos del brazo,
miraban la arqueada porción del cielo, subrayada de tejados, buscando el
resquicio que indicara el fin de aquella cortina que nos retenía. Ella, con la
mano libre, se atusaba su plateado cabello buscando devolverle la forma
ahuecada y que, bruscamente, interrumpió. No pude escuchar qué observación
hizo al oído de quien asumí era su esposo, pero a pesar de la inclemencia algo
peor que no adivinaba les decidió a buscarse otro resguardo.
Me quedé solo vigilando el diluvio. Entonces lo percibí.
La humedad acentuaba el olor a orines de un rincón donde, tendido, un indigente
cubierto de harapos, con un cartón de vino sujetado como un tesoro y unos
periódicos como camastro, me miraba como quien descubre a un cervatillo en
medio de un sendero. Las barbas ralas y el cabello enmarañado camuflaban sus
rasgos pero su mirada me era tremendamente familiar. ¿Cuántos años? ¿Once?,
seguramente, ese fuera el tiempo que nos escupimos, empujamos, nos tiramos de
los pelos y nos hicimos buenos amigos de balón y cromos.
Cuando
uno comparte pupitre, patio y recreativos con un mocoso durante todo ese tiempo
nunca olvida su mirada por mucho que treinta años de por medio, el atuendo de
la miseria, un rincón de deshechos y un alcoholismo avanzado vidrien los ojos
de negación hasta el punto de la desmemoria. Cosa bien distinta era asumir lo
que veía y a quien veía, y evaluar en prevención que mi dignidad pudiera verse
amenazada como si la desgracia fuera contagiosa, como si ofrecer cierta
cercanía con un perdedor fuera un error que mi fortuna trataba de advertirme.
«Ten cuidado con las compañías» decía mi madre, pero Octavio, el hijo de la
panadera, el borracho que ahora me miraba, siempre fue de su aprobación. Claro
que mi madre no estaba ahora a mi lado para rectificar su arenga, seguramente,
con espanto.
A
punto estuve de seguir los pasos de los dos jubilados pero de inmediato me
sentí ridículo por creerme amenazado. Al fin y al cabo, era Octavio, mi amigo
de la infancia, y aunque mis dudas eran lógicas, me convencí en creer que él no tenía la culpa de que la vida no le hubiera sonreído.
Quizá todo comenzara después de que su madre perdiera el despacho de pan por
unas deudas, decían que el padrastro de Octavio sufría mucho por las grandes dudas que tenía a la hora de elegir entre la botella y las timbas. Octavio tuvo que cambiar de colegio a mitad curso.
Se fueron de la ciudad. Un mes después se acercó por los recreativos. Cinco
minutos estuvo y en el primero supimos que no era el mismo bravucón que a todos
nos cascó antes de darnos su amistad. No volvimos a verle después de aquel breve encuentro.
En
ese viejo recuerdo me había quedado ensimismado cuando Octavio se puso a gatas
y, trabajosamente, con ayuda de la pared, logró ponerse de pie. Había dejado de
fijarse en mí y ahora estrujaba el cartón buscando que las últimas lágrimas de
vino cayeran sobre su boca, abierta hacia el techo abovedado. Dos sacudidas
después lo lanzó al rincón de sus periódicos y se dirigió hacia mí con el
caminar de un marino en temporal. Mil preguntas se agolpaban en mi cabeza y
también mil pasos querían dar mis pies bajo la lluvia para alejarme de aquel fantasma. No hice ni una
cosa ni la otra. Cuando se detuvo frente a mí amagué con sujetar su
desequilibrio abriendo mis brazos, pero no tardó él en arquear sus piernas en una postura que manejaba
con arte, acostumbrada, que mantuvo algo más firme su sísmica figura. Me
sonrió y tuve que contenerme para no hacer lo mismo. Yo mantenía todas mis
piezas y él todas sus encías, me parecía un insulto evidenciar, con aquel
simple gesto, cuan distinta era nuestra suerte. Quise llamarle por su nombre,
quise recodarle nuestra primera pelea, los cromos de Mazinger; la panadería de
Anita, su madre, y esa palmera que nos regalaba los jueves para compartir; pero Octavio se adelantó, avanzó su mano como para estrechar la mía y fue entonces cuando decidió llamarme
por un apodo que nunca antes me me había dirigido: «Jefe» me dijo, y añadió: «¿Tiene
suelto pa darme?» Su palma, negra como la de un carbonero, temblaba abierta.
Al
billete extendido le sucedieron reverencias que me negué a seguir contemplando.
Me sumergí en la lluvia y anduve bajo ella hasta que sentí que la humedad me
empapaba más allá de lo que mi lamentable alma condescendiente se inundaba de
culpa.
Desde
entonces, a todo extraviado le regalo mi detenimiento, mi saludo
y mi caridad. Pienso que algún día tuvieron su tiempo de satisfacciones; que
fueron como Octavio y que me tuvieron como amigo.
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