Mi abuelo me
despertó con el simple peso de su mano. Hasta entonces yo dormía en el mercurio
del profundo descanso y la interrupción me llevó a cabecear un fugaz sueño
protagonizado por él. Tránsito breve en el que confundí la realidad con vívidas
interpretaciones propias de mi mente todavía crisálida, infante,
desacostumbrada al ajetreo sin ese sol colándose por las rendijas de los
postigos, despertador habitual de mis vacaciones de verano en la aldea de mis
antepasados, lugar donde mi abuelo enjuagaba su viudedad a golpe de azada y
ordeño, y esperaba nuestra visita, la de sus nietos, para tratar de ilustrarnos,
libres de la veleidosa influencia de las prisas entre escaparates.
En cuanto se aseguró de mi
desvelo inició su camino hacia el pasillo. Con cada uno de sus pasos la
estancia tembló y trasladó la zozobra a la mesilla que albergaba el vaso donde
apagaba mi sed nocturna. La vieja casa de mi abuelo apuntalaba sus tres alturas
sobre parches de argamasa, piedra, ladrillo y vigas de madera. Las cuadras, abajo;
dormitorios y cocina, encima; baúles, enseres y aljibe coronando el ático, cuya solidez fue puesta a prueba durante más de un siglo de nevadas y jamás llegó a doblegarse a pesar del
descuadrado aspecto que las vistas desde una colina cercana permitían columbrar. Su fachada se confundía entre la docena que orillaban la calle principal y sus dimensiones se apoyaban en el
costado de sus vecinas, donde el
fluido eléctrico flaqueaba los tardes de tormenta y obligaba a revolver gavetas
en busca de candelabros y a desempolvar juegos de mesa de cantos mutilados, de
colores rancios, ajados de mil partidas, mientras las nubes empujaban su
negrura en las alturas y rifaban los rayos por los bosques.
Mis párpados, unidos por el
pegamento fibroso de la pereza, apenas me permitieron distinguir la silueta de
mi abuelo perderse por el quicio, pero mi estómago, ya despierto, vibraba por
la emoción de una promesa tanto tiempo deseada: cazar. Cazar junto a
quienes un verano tras otro escuché, debajo de la mesa, durante el ritual que
ahumaba el final de las cenas, acordar los planes para escabullirse de la
vigilancia cetrera de los forestales y poder cobrarse piezas en cotos vedados.
A pesar de las contraventanas,
las dos campanadas del ayuntamiento recorrieron las vacías calles de la madrugada.
Recordaban la hora convenida, la perfecta según los furtivos para iniciar la
incursión en busca de la más escurridiza de las bestias: el jabalí. Tras
calzarme las botas me acerqué a la escudilla para refrescar mi aturdimiento, el
chorro provocó una advertencia en mi abuelo: nada de jabón ni perfumes, al
tiempo que señalaba su chaqueta, la que dejó al pie de mi cama.
La prenda, de pana gruesa y codos
desollados, para mi talla chica representaba ser un tres cuartos algo faldón y, además
de apestar a granja, picaba por el heno reseco alojado en sus costuras. Una vez
puesta tuve que doblar las bocamangas. Un cordel ciñó mi cintura y descarté ver
mi reflejo bajo aquel disfraz ante el gesto de aprobación de mi mentor, quien
ya retiraba la pesada tranca que nos separaba de la calle.
Tuvimos que caminar a hurtadillas
hasta que el alumbrado de la aldea supuso una cresta de fulgor tras los
árboles. Cuatro hombres más se nos unieron durante la marcha; nadie habló,
manos a las gorras por todo saludo, y el metálico enganche de las correas, que
procuraba un sonido marcial a nuestro sigilo, revelaba el número de escopetas
al hombro. Tras media hora por senderos conocidos, a tientas en zonas espesas
donde la ausencia de luna confería a las penumbras la negrura de las cuevas,
llegamos hasta un todoterreno escondido entre los matorrales. Lo abordamos con
cautela y sus faros sólo iluminaron la senda cuando nos aseguramos de que el
rugido de nuestro motor roncaba en solitario rumbo a los rastros habituales del
puerco.
Nuestra suerte dependía del
sacrificio de uno de los nuestros. La semana anterior, la brisca se había
encargado de elegir a quien debía vigilar la casa del guarda. Una construcción
de piedra al final del pueblo desde donde partía un ramal con acceso a las vías
principales. Ubicación estratégica para que nadie supiera de sus andanzas.
Una manta sobre los hombros y el
lomo apoyado en el manzano del huerto desde donde se dominaban las ventanas
del dormitorio, ese era el puesto y la guisa del vigía desafortunado con los
naipes. Tenía prohibido fumar para evitar descubrirse, pero el chisquero siempre
dispuesto como recurso por si el sagaz funcionario iniciaba su particular batida
nocturna. Contaba nuestro frustrado tahúr, bien protegido de la humedad, con uno
de los cohetes apalancados de la última romería de nuestra patrona, santa
Isabel. La detonación llegaría a nuestros oídos con la suficiente antelación para
que nos diese margen a retirarnos. Y aunque hubo un tiempo en que las llantas
del Land Rover, a disposición del servicio de guarda forestal, amanecían en el
pilón, desde que Rufo, un mastín de noventa y cinco kilos, unía su pescuezo al
parachoques ni siquiera lo gatos maullaban por la zona. Pudieran parecer
exageradas las medidas de prevención tomadas, pero si mi abuelo pasaba por ser
el furtivo más escurridizo de la comarca, nuestro forestal contaba con más
multas impuestas y escopetas intervenidas que piezas cobradas por todos los
cazadores de la zona.
No abandoné la azorada emoción
con la que me sacudió la mezcla del frío
y la transgresión de las normas hasta que las ocurrencias de los tripulantes, a
cuenta de las sacudidas de los baches, provocaron la primera carcajada. Risa
que el chirrido de los frenos solapó en cuanto llegamos a un recodo de un
camino donde se percibía el manto oscuro del frondoso robledal
que nos esperaba. De nuevo los nervios se instalaron en mis axilas y mis pasos
se convirtieron en falderos de la escasa sombra de mi abuelo. Nuestros
compañeros de acecho conocían el bosque y se dispersaron sin otra luz que la
orientación de quien ha crecido al mismo tiempo que cada brote convertido, ahora, en la rama que enmarañaba su camino. Sin embargo, bajo el extremo de sus
cañones, disponían, unidas con cinta adhesiva, de alargadas linternas para
cuando, intuida la bestia al alcance de las postas, iluminar su recio pelaje,
el rizo de sus colmillos y el reflejo de su sorprendido cristalino, justo en el
momento previo a la deflagración.
Dicen que el jabalí herido de
muerte huye a la carga sin sopesar el obstáculo que se interpone en su carrera.
Y con esa prevención senté mi intranquilidad en la piedra que mi abuelo había
elegido como lugar de espera. Los grillos, alguna lechuza, estrellas fugaces y
el cimbreo de las hojas al son de la brisa laminar, junto con la humedad que
trepaba por mi asiento, formaban la aspereza del acecho del cazador al paso
incierto de la presa. No existe conversación, todo es quietud y silencio, y lo
más importante para evitar la fuga temprana del marrano: disfrazarse con los
aromas familiares del entorno que frecuenta. De otro modo, cualquier molécula
de civilización eriza su lomo y espanta su aparente parsimonia. Es ahí donde el
viento toma una importancia vital, pues si la dirección es contraria a su avance
puede llegar hasta tu escondrijo sin llegar a descubrirte.
Con frecuencia levantaba la vista
hacia la presencia de mi abuelo, inmóvil como los troncos donde apoyaba su
corpulencia. El firmamento azulaba las grisáceas sombras de su curtido rostro,
impertérrito, mientras atendía al más leve sonido proveniente del claro elegido
hacia donde apuntaba su veterana paralela acunada en el antebrazo. Sumido en
las imaginaciones desbocadas de un chiquillo ante todo nuevo acontecimiento, volví
a sentir su pesada mano, este vez, en mi cabeza, la cual orientó con mimo hacia
un determinado punto del claro. Tardé un instante en descubrir una sombra
moverse entre las sombras, el mismo tiempo en que mi corazón comenzó a golpear
mi pecho como si hubiera estado corriendo detrás de un balón por un barranco
interminable. Mis ojos se abrieron a la penumbra cuando descubrí el perfil
plateado de una hembra hocicar la atmosfera nocturna antes de continuar su paso
olisqueando bellotas o lombrices. Cuando la mano dejó de dirigirme comprendí que
la detonación no tardaría en zumbar mis oídos, pero al demorarse ante un
disparo tan sencillo desvié mi atención de la presa y descubrí a mi abuelo, de
nuevo, imperturbable en su postura junto al árbol. Quise preguntarle el motivo pero la evolución del animal, a escasos metros de los matojos que me ocultaban,
acabó por responderme cuando, con una especie de silbido, atrajo la presencia
de tres jabatos, con sus características rayas longitudinales, cuyos gregarios
pasos y su nerviosa desubicación delataban su imposible subsistencia sin su
madre.
No tardaron en desaparecer por el
otro lado del claro, momento en el que mi abuelo encerró su boca con las manos
e imitó el sonido de un abejaruco. Timbre que se repitió en la lejanía hasta
volverse imperceptible. Al cabo de veinte minutos ocupábamos de nuevo los
asientos del todoterreno y tres cuartos de hora después la tranca volvía a cerrar la puerta.
A la mañana siguiente mis ojos no
se abrieron hasta el mediodía. Licencia que mi abuelo no se concedió pues el
campo es enemigo de las legañas. Me salté el desayuno y merodeé por la cocina
mucho antes de la hora del almuerzo. Sin embargo, no hubo plato en la mesa hasta
que el reloj marcó la establecida para la comida. Ensalada, caldo de gallina,
que repetí, y chuleta de cerdo con patatas. Mi abuelo rió cuando media luna de
la hogaza desapareció en mi constante rebaño. Luego, tras el postre, me invitó
a recorrer la casa. Entramos en habitaciones de difuntos. Cerradas al poco del
deceso y cuyo hedor a naftalina recordaba el respeto a dominios de las almas
que se fueron. Subimos al ático y me permitió curiosear bajo las lonas, los
armarios y los baules. Hubiera enredado toda la tarde pero el polvo saturó mi
inquietud y no tardé en regresar junto a la silla donde mi abuelo leía sus novelas
de vaqueros.
Lo encontré ensimismado en la
lectura de una de ellas y, al descubrir mi presencia, la cerró sobre sus gafas
y la dejó junto al resto. Luego, me señaló una silla, la acerqué, y, cuando terminé
de acomodarme en ella, comenzó a contarme la primera vez que fue de cacería.
Quien caza por trofeos extingue
su pasión. En esa frase podría resumir todo lo que él me enseñó del arte del
acecho. Mi abuelo se inició por necesidad pues el hambre se agudizó durante la guerra y
las requisas carecían de cuadrantes, de bandos y de frecuencia. Todo hombre de uniforme enseñaba el fúsil como
cartilla de impunidad antes de asaltar la despensa ajena. El monte se convirtió en la
única fuente de proteínas, pero las bestias recelaban más que nunca a cuenta de
la artillería y de los incendios de los bombardeos. Aprendió a dormir al raso,
a trampear y a dar muerte con sigilo para evitar a las patrullas, pero sobre
todo aprendió a seleccionar sus capturas, como el buen setero que da descanso a la vereda.
En aquel ya lejano bautizo, él también vio a una
hembra, pero reparó más en sus ubres espesas, en la hilera de pezones, y en que tres meses distan a julio de abril, mes señalado para alumbrar a sus jabatos. Buscaban al macho, carne más recia pero con inmediato sustituto en la estirpe, y esa noche debió barruntar nuestra presencia.
El paseo por la casa del día siguiente tuvo su significado. Salvo por las
escopetas, cananas y morrales retirados en el cuarto de la escalera, y bajo
llave, nadie afirmaría que allí residía un cazador notable. Y aquella misma tarde, después de la charla, fui en busca de mis amigos. La ronda de visitas por sus
casas me descubrió cornamentas convertidas en percheros, cabezas disecadas
presidiendo chimeneas, colmillos colgando de llaveros y alfombras de pieles
curtidas, incluso en un felpudo me topé con las rayas características de los
jabatos. La muerte fácil, sin riesgos, como ornato de una afición de apariencia intrépida cuyo rastro en forma de trofeos demuestra cuan débil y alevoso fue su ejecutor.
A partir de entonces, cada tarde de tormenta, recurrí a la luz de una vela para perderme en las lecturas sobre diligencias, indios y cuatreros, y deseché los juegos de mesa, sobre todo los de cartas, ante todo los de cartas. Quién sabe si ya de adulto, adquirida cierta habilidad con los naipes me llevaría a frecuentar compañías de esos cazadores de gatillo fácil que disparan a las sombras.
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