Aquella noche, en nada distinta a las anteriores, sentado en
el catre, ante el montoncito de tabaco acumulado en la mesilla, Inocencio
Carpanta decidió abandonar su miserable existencia sin sospechar que el golpe
calculado, aquel que habría de enriquecerle, se acabaría torciendo del modo
estúpido en que lo hizo.
Su plan surgió
de la tentación que representaba la baronesa de Olate y su relajada costumbre
matutina de pasear en soledad camino del parque de los tulipanes. Gran dama de
la alta sociedad, su preocupación por las varices la tenía esclava de una
actividad de la que siempre se burló cuando sus tirabuzones caían sobre sus
hombros y observaba a quienes, en su caminar, ceñían esos moños entreverados de
canas que ahora ella lucía. En su recorrido de cada mañana se hacía acompañar
de un sombrero anudado con una cinta, de visones o capa si la humedad espejaba
las aceras, de una sombrilla de punta acerada y tela negra con bordados en
relieve, de diversas joyas en cuello y muñecas para presumir de posibles, y de unos
botines de piel cuyas hebillas se escuchaban nítidas aún al paso de los
carruajes. Como toda ilustre de vida acomodada, ensimismada en su vanagloriada
existencia, la baronesa despreciaba todo acecho siempre que no partiera de una rival
presta a lucir joyería que rivalizara en esplendor con la suya. Altivez de la
que, durante días, Inocencio Carpanta se aprovechó para poder vigilarla desde la
atalaya de su invisible oficio como recolector de colillas.
En el diagrama del asalto dibujado
a vistazos, una vez conseguido el botín, Inocencio Carpanta había imaginado
recorrer los veinte metros que le separaban de la esquina más próxima y los
otros tantos del siguiente callejón. Superadas esas estrecheces y abandonado su
maltrecho abrigo, ya a la carrera, la calle colindante le llevaría a una amplia
avenida y, cruzada ésta, al paso subterráneo. De ahí, hasta las vías, con paso
tranquilo, se mezclaría con el tumulto habitual del mercado de abastos. Lugar harto
concurrido y donde se concentraba toda la actividad de los buscavidas, atentos
a una llamada del capataz que surgiera de las oficinas de contratación.
Esperaría entre ellos, retendría su costumbre recolectora y cuando en el suelo
no se descubriera nada más que el relieve de su adoquinado, tomaría dirección
hacia el barrio judío para canjear el fruto de su saqueo.
La idea y la víctima surgieron de
la casualidad, del hambre, cómo no, y de su habitual patrulla por las avenidas
de la zona noble de la ciudad, donde el tabaco a medio consumir aumentaba en
número y en excelencia. Atento siempre al paso de las carrozas, de la oscuridad
de sus ventanas surgían las incandescencias cual meteoros, en muchas ocasiones
viciadas al ser advertida su presencia merodeadora, lo que convertía a su
abrigo en diana habitual del desprecio de los fumadores y lo ulceraba en cada
impacto como la carcoma marca su visita. Separadas a pellizcos, rápidos y
precisos, una vez extinguidas las puntas de los humeantes proyectiles, el
tabaco restante representaba la moneda de cambio de su sustento, el cual vendía
a céntimo la onza una vez libre de vitolas, papel y filtro. La baronesa no fumaba pero
su palacete convocaba a tanto ilustre que las hostias por el derecho de zona
bien merecieron un par de narices rotas para preservarlo y un escalón perpetuo en los nudillos de
Inocencio.
La mañana señalada se inició del
modo esperado, al menos hasta el momento en que la áspera mano de Inocencio
Carpanta arrancó del cuello de la baronesa el collar que engalanaba su piel de
iguana. Cegado por el brillo nacarado de la joya despreció la consecuencia inmediata de su arrebato y
las cuentas rodaron por su pies y con ellas su equilibrio. La visión de la
primera esquina de su fuga perdió la verticalidad y el trompazo contra el suelo
le llevó a admirar de cerca las perlas desparramadas libres del hilo que aún
amarraba. Pronto, en esa somnolencia del aturdimiento, descubrió, junto al
lustre de los botines de la baronesa y el chillido de un horror
desacostumbrado, las botas y la vara del sereno que se anticiparon a la llegada
de nuevos pares de recio calzado, entre ellos, los de una pareja de fusileros
que no tardaron en prenderle.
En la mazmorra buscó el frío de
las rejas donde apoyar su chichón. Un mendrugo de pan cubría la boca de una
jarra de barro, un jergón la esquina y la desesperación su alma. El juicio se
celebró una semana después. Sentenciado a muerte, la baronesa pidió presenciar
la ejecución como desagravio y como muestra del alcance de su influencia.
Petición que le fue concedida y por aquello de las balanzas de la justicia al reo
se le permitió elegir la fecha dentro de la semana posterior.
Todos creyeron que elegiría el
último día, sin embargo, Inocencio Carpanta les confundió al despreciar la
oferta a cambió de poder elegir el lugar: la pared trasera del abandonado
convento de las Claretianas que presidía la loma del monte de las seis cruces.
Promontorio sito al norte de la provincia y donde jorobas de granito espaciaban
el robledal que lo enfundaba dándole un aspecto de enraizado sarpullido y que
coronaba la derruida edificación sobre el claro de su achatada cima. El
condenado arguyó la relación del sitio con el fusilamiento de un lejano
familiar en tiempos de la guerra y el tribunal selló el compromiso para la
tarde siguiente sin más miramiento.
La comitiva de verdugos, testigos
y autoridades comenzaron a arrepentirse cuando las primeras rampas acrecentaron
el ritmo del resuello y el sudor comenzó a bruñir frentes y a oscurecer axilas.
La baronesa pretendió los primeros metros disimular su fatiga. Acostumbrada a
llanear, la pendiente se le atragantó y sus constantes paradas ralentizaron el
ascenso. Unos y otros, en algún momento del tramo, miraron a Inocencio Carpanta
por si en el brillo de sus ojos pudieran descifrar la verdadera intención de
haber elegido aquel lugar para acabar sus días. Los más creyeron en la búsqueda
del infarto en la noble dama, los menos, en un protagonismo de quien nunca fue
nada y pretendía asentarse en la memoria de quienes certificaron su última hora.
Cuando el grupo franqueó la
última línea de árboles, antes del claro, descubrió casi la misma sombra que
bajo las hojas del robledal. El cielo, ennegrecido por las nubes, abovedaba las
ruinas bajo un viento que agitaba las copas y erizaba el cabello. Una vez
reunidos junto al paredón, conforme al protocolo, el secretario judicial se
dispuso a leer en voz alta la sentencia y la primera gran gota venida de las
alturas emborronó parte de la firma. El silenció se apoderó de su discurso mientras
miraba hacia la procedencia por si el chaparrón diera muestras precisas del
momento de su descarga. El resto miró a su alrededor a sabiendas de que no
existía lugar alguno donde guarecerse salvo la escasa frondosidad del arbolado.
El sargento, al mando de los fusileros, apremió con un gesto al secretario ante
el bufido de la duquesa bajo su sombrilla de bordados. El delegado judicial plegó
de inmediato el edicto bajo su abrigo y asintió con la cabeza.
Inocencio Carpanta se sacudió el
agarre de uno de los fusileros, empeñado en conducirle a empellones, y se
dirigió por su propio pie hacia el paredón que ya dibujaba en su sequedad los
trazos de los goterones como las pinceladas gruesas de un van Gogh. Cuando
creyó encontrarse en el lugar adecuado se giró, levantó la cabeza y esperó a
que el sargento iniciara con marcial ademán las indicaciones que su sable
pautaba.
Siempre se acude a un paisano de
la zona para preguntar por el origen de los nombres curiosos con que se cita a
los lugares que han llevado al caminante hasta ellos. El monte de las seis
cruces cambió de nombre después de la ejecución de Inocencio Carpanta. A decir
verdad, varió al aumentar la cifra en ocho más, las mismas que el número de
fallecidos encontrados al día siguiente por un pastor en busca de los brotes
verdes que la lluvia propició la tarde anterior.
Entre ellos no se encontró al
condenado de quien nunca se supo cómo adivinó que una tormenta eléctrica
descargaría su energía sobre el sable del sargento, los fusiles de los
uniformados, la sombrilla de la baronesa y, por fatal cercanía, en el
funcionario de los juzgados. Quizá no hubiese sido necesario nada más que
preguntar al pastor para encontrar la respuesta a tanta tragedia.
Existen vórtices en la naturaleza
donde un fenómeno se reproduce constante, como el Maelström o el Caribdis y, ante lo inexplicable de su frecuencia y la
atrocidad de sus efectos, el ser humano sólo puede temerlo y alejarse. Pero
cuando la ignorancia o el atrevimiento dirige los pasos la fatalidad sorprende
y abate a quienes se cruzan en su trayectoria. El convento fue edificado y
llegó a terminarse sin que nadie descubriera que la muerte acechaba cada tarde
cuando el sol había calentado lo suficiente el día y las nubes se concentraban
sobre la vertical de la montaña con la negrura de los lutos. Seis monjas
murieron a cuenta de los relicarios que de sus cuellos prendían y ningún
albañil supo de la amenaza, pues dedicaron las mañanas a la construcción del
monasterio y dejaron las tardes al trabajo en la ciudad que sí les rendía
salario, ya que en aquellos tiempos de fe la labor se canjeaba por bulas o bendiciones.
Nadie podría saber que sor Raimunda
emparentaba con Inocencio pues el apellido se perdía una vez se ingresaba en la
orden. Tampoco que fue una de las pioneras en adquirir los hábitos en la
familia Carpanta y una de las malogradas en aquella cima. Ante la maldición por
aquellas muertes sobrevenidas, el abandono y la intemperie se dedicaron a
derruir lo elevado, y su escarpado acceso y apartada ubicación, propiciaron que,
salvo para quienes sufrieron la pérdida de alguna de las monjas claretianas,
nadie pudiera ser advertido de las razones por las que no medraban los
brotes en lo alto del monte de las seis cruces.
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