Pienso
en cómo pasa mi vida en este discreto apartamento de Lisboa. Desde su ventana
domino el estuario del Tajo y, gracias a los achaques de mi pasado como
corresponsal de guerra, apenas percibo el zumbido de la serpiente de motores del
cercano puente que lo cruza. Elegí esta capital de la historia para mi retiro
pues en ella, cuarenta años atrás, esperando la llegada del barco que habría de
llevarme al otro lado del Atlántico, escapé de una muerte segura. Desde aquel
entonces, me atengo a la creencia de hallarme en un santuario, en un lugar
mágico donde mis días se prolongarán hasta que sienta conclusas mis inquietudes
terrenales y me deje llevar por la negra sombra del descanso eterno.
Antes
de detallar aquel lance de la que fue mi primera visita a la capital lusa
debería comenzar por presentarme en mis tiempos de reportero de carrete, lápiz
y libreta. Tan atrevido como joven, con mis rizos alborotados de irreverencia, con
mi cuidado bigote, mi camisa de un sospechoso beige y mi Leica al cuello, bajo
el apodo del Lentejo, me jugaba el tipo por una instantánea en los rincones
donde la nariz se resecaba entre la mezcla de la pólvora y el escombro. Decían
de mí que acostumbraba a reírme, a contener la carcajada saltando entre las
simas creadas por los morteros. No desmiento mi nerviosa alegría en aquel juego
del horror entre brincos y lluvia de fragmentos, en busca de la atalaya
perfecta para mi cámara, pero tal desparpajo ante la muerte nacía de mi
doctorado con la fatalidad.
Mi
temeraria apuesta para el avance por aquellos humeantes socavones partía de la
veteranía convertida en ciencia impartida a desgana por un curtido sargento de
la legión de quien aprendí todo lo necesario para sobrevivir en un campo de
batalla. Aquel militar de barbas de chivo y tatuajes hasta en la ingle, cada
noche de retén, mientras esculpía a navaja cubiertos de boj y vaciaba una
cafetera recostado en el pilar más firme de la estancia, nos soltaba su
discurso a quienes, en principio, sólo buscábamos despojarnos de los horrores
del día antes de conciliar el sueño. Aquel legionario nunca nos miró a los ojos
en sus sermones, pero tampoco divagó por el simple hecho de sentirse entre los
vivos. Se permitía abroncarnos ante la obligada carga que le suponíamos y, como
un entrenador después del partido, nos señalaba los errores de la última
incursión. «¿Queréis
volver a casa en la bodega o en turista soñando con pellizcar esos muslos que
recorren el pasillo?» Iniciaba la reprimenda con esa pregunta u otras similares antes de
proseguir con un: «¿No? Pues atended.» De aquellas arengas aprendí que dentro del caos del fuego de
mortero existe un azar incierto, pues la ley de la probabilidad lo evidenciaba:
nunca una bomba aterriza en el mismo sitio donde otra acababa de firmar con su
detonación un cráter de fumarolas.
De
este modo, bregado en varios frentes y graduado en supervivencia, con el
estigma de temerario, pocos colegas me elegían como compañero de escaramuza. Mi
descarte no me evitó presenciar la caída de unos pocos gacetillas por el azar
del plomo y, en un par de ocasiones, acabar preso de milicias sin otra mella
que vestir la camiseta del miedo durante la primera noche. La misma que
lucieron mis captores, muda evidente a cuenta de los empujones de su desprecio
hacia mi suerte, al poder elegir la deserción sin otra consecuencia que un buen
rapapolvo de mi editor.
Con
varios premios y reconocimientos, en cuanto las fronteras silenciaron sus
cañones y afianzaron sus alambres, organicé exposiciones con una selección de
mis mejores trabajos para, después de una década de sosiego frente a un equipo
de redacción en un periódico local, jubilarme apenas nació mi segundo nieto.
Al
año siguiente enviudé. Y si la terquedad de Francisca consiguió alejarme de las
trincheras, con su pérdida sentí la necesidad de volver a retratar aquellas ciudades
donde la adrenalina fue el café de mis amaneceres.
De
aquellas ruinas que plasmé en blanco y negro, de aquella infamia cuyo hedor
tardé años en olvidar, de aquellos esqueletos de cemento, de fachadas vencidas
a sus pies, donde los muebles, amalgama de polvo y cristales, recordaban la
tranquilidad perdida, donde uno se imaginaba a familias reunidas frente a esa
mesa que ahora descolgaba sus patas al vacío, de toda aquella barbarie no
quedada ni rastro y me encontré con amplios paseos, plazas concurridas, engalanadas
ventanas presididas por geranios de un intenso color, cegador para mi memoria
pero de alegre traición al recuerdo con el que pude aquietar mi alma, tan
adherida a la crueldad que me costó mucho tiempo despojarme de las miradas
vacías de los soldados acostumbrados a la bayoneta.
Instalado
en la permanente desconfianza de quien se siente ratón en una gatera recorrí el
mundo y sus conflictos con la mochila cargada de atrocidades, pero nada fue
comparable al episodio que hubo de acontecer e iniciarse en los salones del
hotel Avenida Palace de Lisboa, una tarde de mayo del sesenta y tres, mientras
contaba las horas para la llegada a puerto del buque que me llevaría a husmear
las tensiones en Cuba. Aquel trance cambió mi perspectiva de las batallas y el
azar de la muerte.
En
aquel escenario de ciudad neutral se libraba una contienda de cuellos subidos,
sombreros calados y esperas a la sombra de los zaguanes, donde la ausencia de
uniformes convertía a la amenaza en impredecible y su esquiva en una quimera.
La Lisboa en aquellos años se convirtió en el casino de los servicios secretos.
La supuesta neutralidad portuguesa sirvió de casa de citas para los trapicheos
de las agencias y una feria de identidades circuló por los registros de
hospedería sin que nadie se molestara en comprobar la veracidad de los
documentos.
En
toda gran ciudad para comer como un rey a un módico precio si se pregunta lo
suficiente siempre se descubren uno o varios lugares recomendables, pero para
alojarse al mismo nivel no existen fondas con sábanas de palacio. Para lo
primero era hábil en las pesquisas, para lo segundo, cuando estrenaba ciudad,
acudía a los mejores hoteles como premio a las incomodidades pasadas y a las,
sin duda, venideras. Nunca antes Lisboa fue presa de mi cámara, pero desde su
puerto partía mi barco y dos noches debía aguardar en sus calles hasta que
soltara amarras rumbo al Caribe.
Todo
comenzó con un inocente click. Mi dedo, siempre dispuesto a captar rutinas de
mí alrededor, decidió retratar los contrastes de luces y sombras que los
cortinajes de los grandes ventanales del Palace tamizaban a quienes, ocupando
su salón, se sentaban junto a ellos en un ideal contraluz de sepia y de grises,
taza de café en mano. Con el tiempo supe que aquella pareja de mirada cómplice
y pasión contenida, que refugiaba su intimidad en una de las mesas del rincón,
la componían dos miembros del cuerpo diplomático. Para su desgracia el amor que
se profesaban surgía opuesto a las banderas de sus distintas legaciones y a los
anillos de sus respectivos matrimonios. Ella traductora en la embajada
Británica y él, adjunto en la Democrática Alemana.
Ajeno
a esa disparidad, desde el confortable mullido de mi asiento, mi objetivo quiso
posarse en el bello perfil de la dama y retratar la brillante línea que la
intensa luz reverberaba sobre su cabello. En un inicio, aquella distracción me
mantuvo disperso y no reparé en la agitación que de entre las sombras se venía
sucediendo y en cómo cuatro pares de ojos, a partir de ese instante,
depositaron parte de su interés en mí y en mi cámara.
Con
el aburrimiento próximo a asomarse, entre tanta finura aromada por el
torrefacto reparé en que los posos de mi café ya cicatrizaban en la loza y mi
asiento adormecía la raíz de mis posaderas. Decidido a darme un paseo por la
ciudad en busca de esos edificios, monumentos y esquinas con esa historia que
si sabes escuchar a las piedras imaginas a quienes tropezaron con ellas, al
ponerme en pie se me ajustaron las presiones y el bajo vientre me pidió paso hacia
el aseo, y allí me encaminé recordando la grifería de bronce que califiqué de
soberbia en mi urgencia del día de mi llegada.
El
olor a desinfectante peleaba por reinar contra varios ramilletes de espliego repartidos
en cántaros de latón distribuidos por las esquinas del lavabo. Cuatro pilas de
mármol, bajo un espejo corrido donde se reflejaban las otras tantas puertas de
los excusados, se mostraban relucientes a mi derecha. En uno de ellos, él
último, me encerré con cierta premura cuando escuché la entrada de un calzado
de hombre que se solapaba sobre la liberación de mi bragueta. La alta bisagra
de mi puerta me permitió evidenciar su paso vacilante entre lavabos y retretes,
pero no tardó en girar bruscamente sobre sus tacones ante la repentina aparición
de un tercer usuario. Como consecuencia de su quietud, entendí que se hallaban
frente a frente. El silencio contrajo mi vejiga y sólo se vio interrumpido por el
chasquido parecido a los elásticos de una carpeta al golpear su plana
superficie.
A
pesar de la simultaneidad del sonido pude distinguir por dos veces ese eco
característico de las pistolas silenciadas y, algo más separado, el impacto
contra el suelo y su rodar, de dos casquillos de 9mm. Supe el calibre de
inmediato pues uno de ellos vino a detenerse en la arruga de mis pantalones.
No
tardé en comprobar las consecuencias del plomo a alta velocidad. Noventa kilos
enfundados en un abrigo beige, perforado a la altura del pecho, habían
resbalado por el azulejo de la pared dejando el escabroso rastro de sus últimos
segundos de vida. Al otro lado, junto a la puerta, con menos kilos, boca abajo,
el último en llegar también lo hacía en morir. A diferencia del primero, su
abrigo de negro cuero disimulaba la hemorragia y, pretendía, en el último acto
de su existencia, acabar con la mía dirigiendo el alargado cañón de su
automática. Su exangüe mano demostraba la imposible tarea y pronto se rindió a
la fatalidad de su herida en el cuello.
La
parálisis inicial ante un escenario inesperado impidió que ni una sola
instantánea recogiera del evento, pero en cuanto sorteé el cadáver y la puerta
se cerró a mi espalda mis sentidos se agudizaron como acostumbraban en las
trincheras. Así, con esa alerta instalada encontré mis manos dispuestas sobre la
cámara, algo agazapado, con la nuca arrugada y un pie adelantado dispuesto a
correr de esquina a esquina hacia la salida.
Quizá
fuera el piano o el sonido eventual de las cucharillas contra la loza, que el
largo pasillo acorchaba, las que sosegaron mi ligereza y, tomando aire como un
escalador ante la siguiente pared, decidí sumirme en hipótesis sobre las
razones de aquel encuentro con asesinos mientras mi astucia descubría desde el
umbral, a ambos lados del salón, separados por muchas mesas y sus refinados
ocupantes, los hermanos de idéntico abrigo de los dos fallecidos, cuyas
delatadoras prendas, bien beige, bien cuero, doblaban sobre el respaldo de las
sillas de los ausentes ante sus tazas todavía humeantes.
El
respingo inicial de su descubrimiento pronto se vio sujetado cuando descubrí
que sus miradas se mantenían fijas en dirección contraria hacia mi posición. Me
intrigó ese desprecio ante un encargo tan importante, mi muerte, y me extrañó
que no secundaran con algún vistazo hacia el pasillo aunque sólo fuera por la
demora en regresar de sus colegas. Devaneos aparte, si quería salir de allí me
veía impelido a cruzar el salón por alguno de los pasillos de entre las mesas.
Semejante paseo me descubriría a la mínima ojeada de aquellos dos centinelas,
sin embargo, como estatuas, como perdigueros a un palmo de la presa, para mi
suerte, sus miradas no perdían detalle de un rincón en concreto de la estancia:
el de la pareja de tórtolos que había fotografiado.
Quizá
confiaron su espalda a la escolta que yacía en los lavabos o, tal vez, no
querían perder detalle del más mínimo movimiento de la pareja. Lo cierto es que
poco a poco gané el vestíbulo no sin sentir que el sudor, retenido por la tensión,
fluía liberado y adhería mi camisa a la piel como el papel de las obleas. Aunque
valoré ganar la calle de inmediato y correr sin dirección, la propia puerta
giratoria, al recordarme las hélices del barco, me invitó a demorar la huida y
a recoger mis pertenencias dado que mi pasaporte me aguardaba en la mesilla del
dormitorio. Documento vital del que jamás me separaba en mis periplos bélicos y
del que nunca pensé necesitar con tanto apremio cuando tomé posesión de mi
lujosa suite.
Sopesé
los riesgos y decidí que, anulados los dos matones, sus compinches desconocían
mi suerte y mi paradero, por lo que podría acudir a mi habitación y recoger lo
necesario sin el agobio de un fugitivo. El botones del elevador corrió con
presteza la puerta a mi señal y cuando la mitad de mi cuerpo recibía el
resplandor de las bombillas, escuchamos un grito lejano y las carreras
inmediatas de algunos miembros del personal del hotel en dirección a los
lavabos. Apremié al botones para que la curiosidad no detuviera su oficio y
cerró la puerta algo contrariado. Pulsó la planta que le indiqué y el silencio
en la caja contrastaba con el apagado escandalo que borboteaba a nuestros pies.
Me
costó atinar con la llave en la cerradura y allí quedó bailando a las inercias
del llavero. Obvié la maleta, recogí el pasaporte, una chaqueta y me largué tan
deprisa como había entrado. Reconocía que mi ventaja se había disipado con el
descubrimiento de los cadáveres y que, en esos momentos, dos asesinos sedientos
de venganza me buscaban sin ninguna opción para poder explicarles el
malentendido, la confusión a la que les habría llevado señalarme como objetivo.
Opté
por las escaleras en detrimento del cómodo ascensor por aquello de evitar el
suspense de encontrarme de bruces con mis perseguidores. El descenso mantuvo
las mismas pulsaciones de mi alteración, pero a pesar de que la sangre fluía
hacia mis piernas mi mente trabajaba oxigenada en el detalle, en la razón de
encontrarme por primera vez en mi ajetreada vida en el punto de mira y no como
espectador de los conflictos que tantas veces reporté.
A
pesar de mi prestigio entre colegas, era un donnadie. De orígenes humildes, ni
como heredero merecía tanta atención y menos que un par de sicarios se hubieran
matado por cobrarse mi vida. No manejaba información. Lo mío era la fotografía
de hechos consumados, nunca fotografié una triste instalación militar a pesar
de sobrevolarlas. Conocía mi profesión y los límites. A los espías se les
ejecutaba sin juicio previo. Bastaba una imagen de absurda interpretación o caminar
entre fronteras fuera del paso para que un pelotón concentrara sus miras en mi
pecho. Supe en ese balance fugaz que la inocente foto a los amantes del rincón fue
cualquier cosa menos inocente.
Las
mismas escaleras de las habitaciones se prolongaban hasta el sótano. Nivel
donde almacenes, cocinas y vestuarios del personal se repartían entre los
cimientos desnudos del edificio. Elegí las cocinas pensando en el acceso a
proveedores y en el callejón trasero del hotel. Debí reflexionar un poco más
cuando, tras llevarme los desaires de los cocineros a cuenta de mi irrupción en
su templo de fogones, di con una salida y me encontré en la suma estrechez de
un pasadizo adornado de canaletas, cubos de basura y desperdicios derramados,
acotados por sendas paredes de ladrillo que parecían unirse en una apenas
perceptible vírgula brillante del cielo. La espalda del hotel parecía acumular
la sordidez que su fachada principal rehuía a base de excelencia y continuos
cuidados. El olor del alcantarillado me golpeó nada más chapotear en los
charcos perpetuos de un pasillo donde nunca incide el sol. Aquella bofetada me
sacudió la pausa y me apremió a tomar la única dirección posible: la doble
esquina que abría el callejón a la avenida por donde veía pasar fugaces
vehículos y peatones como una absurda, por angosta, pantalla de cine donde la estrechez
y negrura que la enmarcaban me instalaban en un sala imposible de un única hilera
de butacas.
Mi
paso se aceleró a medida que ganaba la luz proveniente de la avenida. Como el
ahogado que busca la superficie, el aire, y patalea con las fuerzas del último
estertor corrí hacia la protección que entendí definitiva entre la muchedumbre,
entre el cardumen, pero, de repente, la línea recta de una de las comisuras que
formaban la esquina tomó el perfil de un sombrero, un abrigo y unos brazos
alargados, uno más que el otro a cuenta de un objeto que lo prolongaba, objeto
que pronto apuntó hacia mí, sabedor el pistolero, de mi imposible escapatoria y
de la certeza de su puntería. Al matón le suponía disparar a un embudo y quizá
por eso pude distinguir el brillo de su sonrisa en la demora que me ofreció en
su deleite antes de apretar el gatillo. El acto de pánico ante mi inminente fin
fue detenerme y la brusquedad me llevó a resbalar, y al decir resbalar quiero
describir el vuelo en horizontal de quien patina en hielo por primera vez,
cuando los tobillos superan en altura la propia nuca y los brazos se extienden
cual alas tratando de aminorar el seguro costalazo. De nuevo sonó el elástico
sobre la carpeta, de nuevo por dos veces, pero, esta vez, magnificados por la
acústica del escenario que actuó como un desfiladero y su buscada aminoración
se vio prolongada rebotando su chasquido por entre los ladrillos, mientras
aterrizaba sobre mis costillas y me quedaba sin aire.
Esa
noche no volví a respirar con la cadencia acostumbrada hasta que encontré mi
cabina, dejé mi equipaje y salí a cubierta a impregnar mis pulmones con el aire
salado de la inmensidad oceánica que me abrazaba rumbo a Cuba. A mi espalda
veía empequeñecer las luces de Lisboa y, de entre aquellas sombras, las que la
noche vestía el sueño de la ciudad, en la más oscura, en la del callejón de mi
fuga, dos cadáveres se tendían frente a frente con la mueca de la sorpresa
dibujada en su rostro al encontrar la muerte de forma inesperada cuando
dispararon sus armas y mi resbalón dejó paso libre a sus proyectiles, los que
buscaron mi cabeza por ambos lados y silbaron su final en las suyas.