sábado, 2 de enero de 2021

El rey mago Borrón

          

Quizá alguna vez habéis oído hablar de niños que recibieron regalos que nunca citaron en su carta a los reyes magos. O tal vez a vosotros os sucedió. 

Sea como fuere, la mayoría piensa que quizá se debió a la mala letra o a que con tantos regalos que reparten sus majestades es normal que se equivoquen, pero lo cierto es que ninguna de esas razones son la causa de esta contrariedad. 

Voy a hablaros del culpable de esta desdicha. Tiene un nombre que nadie se ha atrevido a mencionar hasta ahora, pero ha llegado el momento de revelarlo. Debo confesaros que mi corazón se encoge al pensar en él, pero debo sobreponerme por el bien de la Navidad. Se trata del rey mago Borrón. Un monarca cuya maldad comenzó a extenderse a partir del nacimiento de un niño que marcó la historia de la humanidad para siempre. 

Hace más de 2.000 años, cuando los hombres supieron que aquella inmensa estrella de larga cola anunciaba el nacimiento del rey de reyes, los más altos representantes de los reinos decidieron seguir la estela sin importarles la distancia que habrían de recorrer con tal de honrar al recién nacido. 

Conocida la noticia del advenimiento, todos los monarcas de la tierra quisieron formar parte de la feliz caravana, pero se decidió que tan sólo tres serían los afortunados, uno por cada continente conocido. Pero en el preciso momento en que se descartó al resto fue cuando surgió la maldición, fue cuando algunos de los regalos de la noche de reyes dejaron de ser los esperados. 

En aquella histórica elección de los tres embajadores se decidió que, el rey Melchor, con su codiciado oro, viajaría desde Tartessos representando a Europa. El rey Baltasar, con la preciada mirra, atravesaría los desiertos de la lejana África. Y el rey Gaspar, desde la exótica Asia, llevaría el venerado incienso para quemarlo ante el futuro rey de todos los hombres. 

Los demás monarcas asumieron la elección y esperaron pacientes al regreso de los tres afortunados, para escuchar de su propia voz las maravillas que los halcones reales avanzaban en los mensajes sujetos a sus garras. 

Sin embargo, Borrón, alteza de un reino de la lejana Mongolia, hombre de mal perder, nunca aceptó que la sabrosa pimienta negra, de la que presumía cultivar con sus manos, fuera descartada frente al incienso del rey Gaspar. Maldijo la expedición y dispuso toda su magia oscura para que aquellos regalos se malograran. 

Pero aquella maldición no consiguió transformar el oro ni deshacer el incienso ni alterar la mirra al polvo en el que pretendió convertir esas ofrendas. Pero sí logró que, con el paso del tiempo, en la tarde noche de la recepción de las cartas, algunas de las que rebosan las sacas de sus majestades, se emborronen por la acción de la especia maldita y la redacción se altere, y, con ella, las ilusiones de muchos niños. 

Por eso, a causa de ese conjuro, a veces, los Reyes magos, a pesar de su eterna bondad, dejan junto a los zapatos regalos que jamás fueron deseados. 

Pero lo que nunca pudo sospechar el rey mago Borrón es que, gracias a su magia negra, los niños se esforzarían por escribir mejor, y los más aplicados conseguirían que, a pesar de la maldición, los tres reyes magos leyeran mejor las cartas y, a día de hoy, continúen llenando de felicidad la noche más mágica de todos los tiempos.

El segundo enigma

Aquel grupo de renos surgió de la nada.

E instintivo fue el volantazo posterior.

Parte de las compras de la nochebuena saltaron del asiento.

Algunas terminaron bajo los pedales.

Los faros primero alumbraron al bosque.

Luego a la nieve.

Luego a las estrellas.

Luego, oscuridad.

Desperté en mi habitación; la cama era distinta, pero era mi cuarto.

El mismo villancico sonaba, pero ahora en la radio de la cocina.

La estancia olía a cordero y a mazapán.

Dos enfermeros discutían al pie de la cama.

Algo se jugaban a los chinos.

Mi sonrisa se estiró al reconocer las voces tras las mascarillas.

¡Eran mis hermanos!

Toda una sorpresa que el mayor se hubiera presentado a la cena.

Se le suponía en Afganistán.

Descubrieron mi despertar y uno salió corriendo.

─¡Madre, madre! ─gritó por el pasillo.

Esforcé la vista hacia el rostro de quien acariciaba el mío.

─Hermana, ¡por fin! ─suspiró.

Las canas veteaban las sienes de nuestro soldado; las arrugas acechaban su mirada. La guerra, aparte de arrebatar vidas, consumía la de sus testigos.

Volví a cerrar los ojos complacida.

La radio se hizo más presente; pasos; arrastre de sillas; emoción.

La neblina que acompaña al despertar de un sueño profundo me asomó a un escenario donde a los rostros enmascarados de antes se sumaba el de mi madre, próxima, primorosa, pero nadie más.

Con una coreografía perfecta de los tres me incorporaron sobre una cuña de almohadones.

Un bol con varios racimos de uvas apareció en mi regazo.

Y mientras ellos recontaban la docena en los suyos, confirmé dos ausencias.

No había silla para padre y tampoco el marco con mi novio presidía la pared.

Las explicaron las lágrimas que arrasaron los ojos de mi madre al advertir mi desasosiego.

Sonaron los cuartos, las mascarillas cayeron y asomaron los años.

Doce segundos tardé en descubrir el primer enigma: que llevaba una década sin celebrar esta noche.

El segundo enigma, el de las máscaras, lo resolvió el mismo deseo que, con un extraño baile de codos, mi familia coincidió en prodigarse.

Idéntico al que la radio insistía en transmitir a todos los supervivientes del planeta.

El que desde siempre surge en los brindis por sincera afinidad o simple educación.

Y brindamos.