El parque de Dña. Casilda Iturrizar disfrutaba de
magníficas sombras por su esbelto y frondoso arbolado. Presumía de zonas
ajardinadas y, en ciertos enclaves, de abruptas lomas que ceñían su céntrico estanque
ajetreado de patos. Se perdía la vista en corredores, escaleras, fuentes y pérgolas
junto a hileras de columnas techadas por la vegetación enramada. Aquel
oasis de verdor se fraccionaba por senderos de asfalto, meandros trenzados para
recorrerlo sus paseantes sin olvidar el más recóndito rincón. Por supuesto,
bancos de lamas se repartían a cada paso donde poder reposar y respirar la
frescura que la naturaleza regalaba a la villa de Bilbao. Contrapunto a las
huellas que la industria dejó en su corazón obrero marginado por la ría de su
nombre. Lengua de mar que relamió astilleros y siderurgia con su otrora color
chocolate.
Ella siempre ocupaba el mismo banco. El sol, a cierta
hora de la tarde, colándose por entre las ramas, la iluminaba como una
imagen santa rescatada de las penumbras por la vidriera cruciforme
ceñida entre capiteles de una catedral en abandono. Él la descubrió un día de
prisas en el que, buscando un atajo, se sumergió por el parque ahogado por la
corbata y un traje italiano demasiado ceñido. Su impaciencia se vio frenada
cuando aquellos rayos tardíos de primavera le dirigieron la mirada hacia
la mujer más hermosa que jamás antes sus ojos habían contemplado. Ella no se
dio cuenta de cómo el brío de su paso se aminoraba hasta casi detenerse, ni
siquiera la joven levantó la vista del libro que abría sobre su regazo. Tan
aturdido como apremiado, tuvo que continuar su camino sin poder evitar volverse
a ratos para asegurarse que aquella joven no era una aparición divina producto
de la falta de aire por el resuello agitado. De nada le sirvió, aunque tarde,
llegar a la reunión, pues su mente se había quedado en aquel banco y su
atención se había perdido en la ansiedad por volver a encontrarla.
Al día siguiente y el fin de semana que le siguió,
recorrió el parque buscando a la joven lectora, pero no fue hasta el nuevo lunes cuando a la misma hora y en el mismo sitio, con los rayos incidiendo
sobre las hojas del libro que sujetaba, el rostro de la joven resplandecía en
ondulaciones como quien se mira en un arroyo de aguas cristalinas. Si el
recuerdo fugaz acaso la hubiera enaltecido sin merecimiento, el presente la
mostraba aún más hermosa. Era tal su belleza que el joven sintió que toda su
decisión anterior, los tres días de ensoñaciones con encuentros imaginarios, de
ensayos de discursos lisonjeros, se diluían como una sombra en el túnel de La Engaña. Fingió mirar la hora, descubrir otro sendero, algo que excusara a sus
pies para frenar su avance hacia el ridículo, y encontró en un banco cercano el
rescate a su bloqueo. Tan intimidado como sorprendido de su alteración, se negó
a levantar la vista y fueron sus cordones los que, por un momento, se llevaron
el margen que necesitaba para recomponerse. Con el reapriete de los nudos, y
ciertos insultos que se dirigió, creyó ganar los arrestos perdidos pero, para
entonces, la joven había abandonado el lugar.
Los quince días que pasó obnubilado le llevaron a
descuidar sus reuniones para ganar tiempo buscando a la bella lectora. En su melancolía descartó
los márgenes del parque y se aventuró por ciertas calles del centro que pensó
dignas del caminar majestuoso que atribuía a su enamorada. De todas las
elucubraciones posibles que un corazón golpeado es capaz de imaginar jamás
pensó que, al entrar en su despacho, con la derrota dibujada en el pentagrama de
arrugas de su frente, ella se encontrara sentada en el borde de su mesa.
Se supone que en terreno propio se gana soltura y
desparpajo pero cuando la sorpresa traspasa todos los límites conocidos, la
nube en que se flota retira el apoyo y uno se siente a merced del más leve de
los soplidos.
En la estancia ya no había ni cuadros, ni diplomas, ni revistas.
Todo parecía girar en un torbellino y en su centro, incólume, la hermosa
lectora miraba de hito en hito al boquiabierto joven. Asumida la estupefacción,
quiso declamar toda la poesía que la desesperación, por creerla perdida, le había
llevado a componer; sin miedo a la estridencia, seguro de que con las tildes de
la sinceridad un corazón puro reconocería a su gemelo. Pero ella se anticipó a
su serenata y le entregó el libro, el que acunara en el parque, con una
recomendación: «No renuncies a su lectura; a mí, me sirvió».
El torbellino dejó de girar. Los cuadros, diplomas y
revistas volvieron, pero en una caja; que junto a la chaqueta colgada del brazo,
el libro y una carta de despido fueron su compañía hasta la puerta. Tuvo
tiempo, antes de que esta se cerrara, de ver como su bella sustituta era recibida
por el gerente. En el mismo ascensor, con la perplejidad relajando su boca,
leyó en el espejo el título de su regalo: ¿oseuq
im odavell ah es neiuQ? recnepS nosnhoJ.
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