sábado, 23 de febrero de 2013

El bosque apropiado


Existe una vasta extensión de bosques y colinas que dispersa su inmensidad entre las actuales Francia, Bélgica y Luxemburgo. Su clima es frío, su tierra desprecia el cultivo, sus pobladores, tan escasos como desconfiados, se encuentran rodeados por una impenetrable maraña de árboles y, los ríos, que riegan tamaña exuberancia, apenas son navegables.     
 En los albores de la edad de hierro, no fue el azar el que llevó al viejo druida Renius a adentrarse en aquellos bosques. A pesar de que reconocía que jamás sería capaz de encontrar el camino de regreso, no dudó en quebrar las primeras ramas para abrirse paso hacia la lóbrega espesura. Perseguido por los guerreros de su propia tribu, la desesperación le llevó a preferir una muerte lenta, segura y en soledad a entregar el objeto que sus ropas escondían.
No hubo noche, durante las tres lunas siguientes, sin que la jauría que le buscaba ladrara la desesperación de quienes, poco a poco, sienten que, a su alrededor, sus compañeros de cacería van desapareciendo engullidos por las sombras. Sus antorchas, esas que la aurora acentuaba, cada vez dibujaban un cerco menor. No tardaron en apagarse de igual modo que lo hicieron los gritos roncos del inicio, los que barruntan a la presa, convirtiéndose en resuellos de asmáticos con la tercera luna, cuando en la cena se sirvieron los mismos cuencos vacíos que al mediodía, los mismos del día anterior y el precedente.
De los cincuenta guerreros pictos que le pisaban los talones solo uno llegó a encontrarse con Renius. Los demás enfermaron víctimas de las flores, raíces y hongos que ingirieron creyéndolos comestibles. Aquella flora era novedosa y se asemejaba por textura, forma y color a la que crecía escasa en su lejana patria: las islas Orcadas. Tierra hostil a causa de sus gélidos vientos pero añorada como un vientre materno, dada la desdicha que todo explorador padece cuando se sabe perdido sin remisión.
El hambre inclinó rodillas y les llevó a mordisquear los brotes más tiernos. Por un instante, la sonrisa volvió a iluminar los rucios rostros de los guerreros ante el dulzor de aquellas hojas. Ánimo que invitó al festín a los más reacios. Fue el principio de su perdición.
A la hora, entre espumarajos y convulsiones, aquel ejército perseguidor se redujo a un hombre, al más empecinado: Araidi. Aquel que juró no descansar hasta que recuperara el arma más poderosa jamás conocida por la humanidad. Obstinación que le salvó de morir de otro veneno distinto al odio que le motivaba.
Ante esa determinación sobrehumana por darle alcance, Renius resolvió entregarse a la fatalidad. Simuló un descuido, dejó un rastro claro y aparentó la desgracia de ser descubierto. En dos zancadas Araidi, el más fuerte, el más astuto y sanguinario de los jefes guerreros pictos pisó los harapos del viejo Renius y puso la punta de su lanza sobre la arrugada nuez de su presa.
Antes de qué el guerrero pudiera abrir la boca para amenazar con todos los martirios posibles a su captura, el anciano se aferró al metal con ambas manos y se atravesó el cuello hasta que sus cervicales frenaron el golpe.
Al furibundo Araidi de nada le sirvieron revolver las ropas ni recorrer los pasos recientes dejados por el inmolado. El sabio Renius había escondido su botín convencido de que jamás darían con él, y utilizó su propia sangre como lacre para sellar sus labios de la experta tortura que vaticinaba. La mueca de su rostro sin vida describía la faz de la victoria y Araidi supo que había sido derrotado.
De poco le sirvió sirvió maldecir a aquel bosque que parecía crecer a la velocidad con que las nubes tropicales velan al sol. Como si de una jaula de mimbres y troncos se tratara, Araidi vagó por los corredores que las zarzas le abrían en su búsqueda ciega en pos del objeto de sus ansias; hasta que se vio envuelto en una arboleda donde apenas los rayos llegaban al suelo.
Y allí cruzó sus piernas para sentarse; sobre ellas depositó su lanza, y sobre la citada, sus brazos; y agachó la cabeza, y así se mantuvo, inmóvil, hasta que tres días más tarde la sed se lo llevó. Y ni cuando la negra sombra aspiró su último aliento, su postura se vio alterada. Para entonces eran las enredaderas las que sujetaban aquella sumisa apariencia del guerrero vencido. El bosque había ganado, se llevaba un secreto para siempre y a los testigos de su senda. O eso parecía.
De aquella expedición nunca más se supo, sin embargo, la leyenda de aquel objeto del mal siguió esculpiéndose en cuevas, templos, pirámides y sepulturas como espanto hacia su existencia.
Pero no hay montaña suficientemente grande que inhume la maldad, y aquel bosque, con aquella arma oculta parecía ser reclamo de nuevos conflictos. Si nadie ya podría esgrimirla, su impenetrable entorno se transformaría en la meca de una estrategia que atrajese todos los desastres que pudiera despertar la siempre implacable codicia humana.
El soldado de la División 101ª Aerotransportada, Jeffrey Calloway, ante el fuego graneado de la artillería nazi tomó la decisión de parapetarse en uno de los socavones que un obús acababa de horadar, pensando en que las probabilidades de que otro proyectil repitiera el mismo punto de aterrizaje eran tan remotas como que un hada del bosque le sacara en volandas del bombardeo.
Cuando la lluvia de explosiones cesó, en contra de lo esperado, no hubo un intento de la bermach por avanzar sus líneas. Ambos ejércitos se encontraban extenuados y se limitaban a defender sus posiciones con el único esfuerzo de la artillería. Apenas quedaban arrestos para dar un paso en la complicada orografía de los impenetrables bosques de las Ardenas que, a su traicionera maleza, añadía en esas fechas una alfombra de cinco palmos de nieve.
El soldado Calloway, con los tímpanos protestando su acorchada percepción con un continuo agudo, una vez sacudidos los tocones de barro que cubrían su decaimiento, trepó a lo alto de la trinchera y encontró la desolación humeando entre decenas de árboles resquebrajados por el efecto de la metralla y separados por zanjas de nieve ennegrecida.
Caminando con el paso irregular de un marinero en tierra firme, por orden de graduación, fue gritando el nombre de su teniente, el de su sargento y el de su cabo, para acabar citando los apodos del resto de la escuadra, sus amigos. Hasta que sintió perder la voz.
Nadie respondió a su llamada y supo que nadie lo haría cuando, en una hondonada, descubrió los restos desperdigados de sus compañeros en un macabro puzle de miembros, torsos y cabezas.
En esos casos toca hacer acopio de provisiones y regresar a retaguardia. Jeffrey, sin embargo, lloró. Tragó las saladas lágrimas de la barbarie sobre el lodazal en el que se dejó caer, y apoyó su espalda en un enorme tronco, que astillaba su unión al suelo donde debió medrar en paz durante siglos. Cuando creyó que su angustia ya formaba parte de un episodio más de la guerra, trató de incorporarse y seguir el protocolo de supervivencia. De fondo, podían escucharse como otros árboles rendían entre crujidos su milenario desafío a la gravedad y caían heridos de muerte por los tardíos estragos de las bombas. En su desplome arrancaban ramas de sus vecinos como quien se deja las uñas cayendo al vacío. Era el sonido de la fractura de una naturaleza virgen protestando por ser elegida escenario de una batalla entre hombres nunca bienvenidos.
Calloway arrastró su suerte entre brumas impregnadas con el aroma de la trilita. La brújula y mapa tomados de la mochila del sargento marcaban Bastogne como el punto de reunión elegido, pero reconocía que en cuanto abandonara el área desbrozada por los impactos no encontraría un camino recto hacia su destino, y, a buen seguro, la distancia acabaría triplicándose. Ante esa perspectiva decidió reponer energías y calentarse con un buen fuego que ahuyentara el frió que impregna los huesos invadidos de temor.
La leña abundaba y la encontró seca bajo una pila de broza. No tardó en comenzar a arder y dar resplandor al oscuro musgo que indicaba el norte. Pronto los dedos ganaron presencia en unas manos y pies que ya los daban por perdidos. Su nariz irlandesa empezó a recuperar sensibilidad; luego, las mejillas vencieron a la tumefacción. Poco le importaba que una patrulla nazi le sorprendiera. De haber sido así, de buena gana les habría invitado a sentarse. El mayor enemigo en aquellas tierras, y común para ambos bandos, era la inclemencia del invierno y las escarpadas colinas cerradas por la maraña vegetal que impedía el paso al mejor de los pastores. Todos eran víctimas de las Ardenas.
Cuando crees que lo has perdido todo y un gran trauma acaba de sacudirte tus pilares. Cuando enjuicias tu existir y dudas de que tu proceder esté ayudando a los valores que siempre defendiste. La muerte si se avecina, la esperas, casi la recibes como un alivio que te aleje del duro presente. Entonces tu mirada, como engranaje inicial de un complejo mecanismo de defensa, repara en la gracilidad de los copos, en la milenaria belleza del bosque que sujeta las provisiones del cielo en su red de ramas, y descubres en esa quietud otros ojos que te observan, un asomo de paz vital para seguir caminando en busca de nuevas esperanzas.
Un potro, con el lomo enjalmado de una nieve que no paraba de caer y con las patas manchadas de sangre ajena, miraba a Calloway con recelo. Hociqueaba el suelo simulando buscar algún brote pero sin perder de vista al maltrecho soldado y las llamas de su hoguera. Sin duda estaba asustado de ese bronco depredador venido del cielo, desconocido para su joven instinto, y que le había separado para siempre de la yegua que tenía por madre. El ser humano que le contemplaba tenía el mismo brillo en los ojos y eso le evitaba el espanto.
Al soldado Jeffrey le hubiera gustado abrazarse a su cuello y consolarle con su propio pesar, pero algo asustó al animal mientras escarbaba las raíces de un viejo árbol, algo que lo encabritó entre relinchos de pavor y le llevó a perderse al galope por una senda que abrió a empellones.
Calloway empuñó su fusil y se dirigió con cautela a los pies del tronco. Allí descubrió que el descomunal roble, ayudado por la frondosidad de sus ramas, apoyaba su equilibrio en las de sus congéneres. Un obús había desgarrado la mitad de su tallo y revelaba que eran dos robles entrelazados los que formaban aquel prodigio vegetal. Los siglos de crecimiento le habían dado un aspecto único y un vigor que, ante el destrozo, ya nunca recuperaría.
Entonces descubrió el motivo del espanto del animal. Al principio pensó que serían restos de la carcasa del proyectil, todavía incandescentes, pero pronto descubrió que el objeto no se parecía a nada conocido y su fulgor latente representaba todo un enigma.
Aquella pieza parecía haber sido abrazada durante mil años por aquellos dos troncos que acabaron fundiéndose en uno. Solo el azar de una guerra, un incendio o los movimientos telúricos podían haber desentrañado aquella reliquia de su reposo.
El soldado Calloway dudó antes de tocarlo, pero superada una primera aproximación decidió cogerlo con ambas manos. No tuvo tiempo de recorrer todas las aristas de aquella especie de cubo. El sonido inconfundible de las MP40 al liberar sus cerrojos le interrumpió la contemplación.
Era habitual que una patrulla de carroñeros diera una batida en busca de objetos de valor y tabaco donde previamente la artillería había despejado de hostilidades el terreno. Toparse con un absorto soldado enemigo al pie de una lumbre les sorprendió tanto que se tomaron su tiempo antes de acercarse. Cuando se cercioraron de que aquel yanqui no era más que un rescoldo bajo una tormenta de nieve decidieron sorprenderle.
Con unos dedos entumecidos ocupados en aquel extraño objeto, el fusil embarrado junto al tronco, lejos de su alcance, y cinco soldados de la bermach encañonándole, Jeffrey Calloway asumió que era una cuestión de segundos que, uno de ellos, cualquiera, decidiera disparar primero para que los demás le imitaran llenándole el pecho de plomo. No había expresión, palabra o gesto que detuviera esa suerte y, por eso, dejó que su mente viajara donde quisiera antes de apagarse definitivamente. Y así, cerró los ojos.
Toda arma tiene una espoleta, un detonante, un resorte que la activa. Aquel cubo solo necesitaba un alma oscura, entregada, sumisa, que le dictara una orden que creara un perjuicio alrededor. Justo lo contrario de lo que en esos momentos el joven soldado Calloway divagaba. Meditaba sobre la casa de la colina donde su madre tendía la ropa mientras veía acercarse un coche del ejército, con un oficial en su interior portando al carta con la noticia de su fallecimiento.
La patrulla de carroñeros sonrió y se lanzó miradas de aprobación viendo a su víctima como aceptaba su final ante el improvisado paredón que formaba el colosal árbol.
Como todo objeto, la insignificancia reside según la unidad de medida con la que se compare. Una gota de agua apenas llegamos a percibirla; un tsunami no se detiene ni deriva por muy opuesta que sea nuestra postura a su paso. Seríamos una mota sobre sus hombros.
Las MP40 tabletearon su eco que se repartió por todo el valle. No hubo pájaros que espantar. El bombardeo había devastado sus nidos y ya volaban hacia el Mediterráneo buscando una primavera donde trinar.
Un copo de nieve es una maravillosa estrella de simetrías perfectas. Acumulada y en prolongado declive, su fuerza es mayor que cualquiera de las olas que cruzan los océanos buscando una orilla donde mostrar su increíble empuje.
La carta llegaría a la casa de los Calloway, tal y como había imaginado en su último pensamiento el joven Jeffrey. De una forma parecida, otros oficiales entregarían a pie de puerta las mismas malas noticias a los familiares de aquella malograda escuadra de la 101ª Aerotransportada, que pereció en los bosques de las Ardenas en el invierno de 1944.
Así mismo, pero en un tablón de la bermach en Berlín, pocos días antes de la navidad, expusieron la relación de caídos o desaparecidos en la Offensive von Rundstedt. Cinco de los nombrados eran los integrantes que dieron plomo a Calloway. Al igual que él, nunca fueron hallados.
Tras la guerra los bosques de las Ardenas regeneraron sus cicatrices. El fastuoso roble, que albergó el cubo maldito, terminó rindiéndose a sus heridas y acompañó en postura a la tonelada de ramas que sucumbieron al peso de la nieve acumulada, y a la tensión de verse sujetando lo que las raíces ya no soportaban.
Solo la degradación del paso del tiempo y la casualidad del paseante revelarían que seis cadáveres yacían bajo el peso de la naturaleza. Naturaleza de un bosque empeñada en que el mal quedara encerrado en sus adentros, convencida de que mientras el hombre no profanara sus dominios estaría a salvo de su propia extinción.

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