Soy un aguador
de chaflán, advierto golpeando un canalón cuando algún desconocido entra en
nuestro territorio. Se gana una mierda pues nunca tocas mercancía, pero en las
redadas te evita visitar los calabozos y tu paisaje esposado se reduce a la
chapa interior del furgón y al banco de la comisaría, donde, apurado el relevo,
te los retiran de mala gana. Te largan con una cita para dos días después en el
juzgado y a lo sumo te obliga el juez a acudir a unas charlas o a un seguimiento
psicológico.
Además de ser un ayudante leal
cumplo con mi horario, razones por las que han descartado ascenderme, dicen que
no encontrarían sustituto mejor, alabanza que desprecio pero que al mismo
tiempo agradezco pues no tengo mayores pretensiones en el negocio. Me gusta
trabajar solo, sin chácharas a mi lado, en silencio, y así poder divagar con
uno de mis hemisferios mientras el otro dedica toda su atención al entorno que
vigilo.
Mi puesto se encuentra junto a un
portal sin bisagras de un bloque en ruinas de San Cosme, uno de los más de media
docena que concentra la zona, antaño, pasto de ocupas y grafiteros, ahora reconvertido
en fortaleza de narcos, distante a unos doscientos metros de la bulliciosa avenida
principal.
En mi esquina, un corro de desperdicios
acostumbra a arremolinarse a mis pies a causa de las disposición de las
callejuelas. El viento lo selecciona de las basuras que espolvoreo por las
calles adyacentes. Botellas, cáscaras y cartones me sirven de chivatos cuando
alguien se acerca, cuando en las horas de plantón me entretengo a observar el
ascenso de las volutas de mis cigarrillos, cuyas colillas, en la última calada,
antes de caer, ya han dado lumbre al siguiente.
Es mi única adicción y sé que a
largo plazo acabará conmigo. Nada que ver con la visión cortoplacista de los
clientes que acuden como zombis al interior del portal que custodio. Algunos me
saludan por la fragilidad del momento. Disponen del dinero pero sin las
suficientes fuerzas para pelear su custodia. Un triste sopapo y el mundo
instantáneo en el que sobreviven se torna imposible si no obtienen de inmediato
el paraíso que se inyectan y ya olisquean. Edén que se diluyó en las primeras
dosis para convertirse en una ancla sujeta al cuello que apenas les permite
asomar la nariz por la superficie de un mar de galernas donde la calma aparece
cuando la heroína les desmaya y les aleja de la realidad.
La semana pasada cumplí un año
como aguador. En ese tiempo he visto la transformación de los enganchados y
cómo su mirada pasaba del desprecio hacia mi figura a la súplica por unas
monedas con las que negociar su dosis. Son muchos los que se desmejoran en
pocos meses pero el Dandi, así decidí llamarlo, me impactó por la precisión con
la que su rostro fue marcando su declive en el breve espacio de tiempo de dos
semanas.
Conviene advertir que mi oído es
excelente, razón por la que fui elegido para mi recóndita responsabilidad.
Distingo con facilidad cada vehículo que estaciona en las inmediaciones sólo
por el ronroneo de su motor, el temblor de su escape o el chirrido de sus
puertas. La rutina de las mañanas laborales trae a mis tímpanos la furgoneta de
la floristería, el autobús en su parada, las madres colocando a sus chavales en
el coche y sus tercos lloros al ver sujeta su vitalidad por un arnés opresor;
las puertas de los garajes, persianas de las tiendas y sirenas de las obras
cercanas. En definitiva, toda esa sinfonía particular que un urbanita
acostumbrado a su barrio asimila sorda como un campesino al trinar con el que se
despierta cada mañana.
El Dandi conducía un Porsche 911
turbo del 99 que estacionaba en la avenida. Su bolsillo guardó las llaves la
primera semana de visitas. En la siguiente, durante tres días, llegó en taxi. A
partir de entonces vino andando, y del traje italiano que vistió al inicio, ese
ceñido que indicaba su asistencia al gimnasio, pasó en menos de veinte d ías al chándal holgado que disimulaba su extrema delgadez.
Siempre me mantuve alejado de las
historias de aquellos peregrinos. Todas se salpicaban de excusas y fatalidades,
y parecían discursos calcados, como si las asumieran propias, y mejores a las
vividas; confesiones declaradas en las terapias de grupos conspiradas en las
trastiendas de las parroquias. Sin embargo, con el Dandi, mi curiosidad por su
persona se vio acrecentada gracias a las corrientes de aire.
La casualidad quiso que una hoja
suelta de periódico envolviera una de mis botas. La quietud, gran aliada del
frío que anida en el suelo, me obliga a calzarlas. Al tratar de desprenderme de
ella con una fuerte sacudida, que tuve que repetir, reparé en el arrugado
retrato de un rostro conocido bajo el titular de un requerimiento.
El Dandi, con aspecto saludable y
una pajarita ajustando su cuello, escoltado por dos jóvenes vestidas como la
nobleza acostumbra en las recepciones oficiales, miraba a la cámara con una
sonrisa ya imposible con los dientes que le restaban. Mi apodo no iba muy
desencaminado una vez confirmada su identidad: Marqués de Cazorla, nada menos. Según
rezaba la noticia le daban por desaparecido desde hacía dos meses y sus
familiares ofrecían una atractiva recompensa por su paradero.
Inútil cebo para mis pretensiones
en la vida, pensé, mientras en la misma hoja, junto a la noticia, los reclamos
publicitarios ofertaban delicias, viajes y electrónica a precios de ganga. Me
entretuve en sumar los chollos con el fin de restarlos al montante del premio y
así pasar un rato entré cálculos. Imaginé aquellos objetos en su embalaje
original poblando el escaso suelo de mi pensión y, sobre mi cama, junto a un
grueso fajo de euros, los billetes de una aerolínea con destino a la sombra de
una palmera.
Cobrar la recompensa me
complacería ¿Cuánto? ¿cuatro meses? ¿Y luego? Luego habría perdido la confianza
de mis jefes. Se acabarían los chaflanes, las esquinas, tendría que empezar de
nuevo con otra gente, rivales, no me aceptarían o me pondrían a prueba con
sangre de mis compañeros, me convertiría en un paria para ambos, y, un día,
cualquier día, en abono para gusanos.
Escupí la idea y con ella voló mi
pitillo. Premié con nuevas arrugas la noticia y dejé que se uniera al corro de
la esquina al tiempo que un nuevo cigarrillo prendía en la sobaquera del
interior de mi abrigo.
En la primera calada, una botella
de ginebra, convenientemente dispuesta como falso adoquín, me advirtió de la
cadencia irregular de un cliente habitual. Si el diablo creó el fuego que
recorre las venas de estos tipos también puso en la lista de las tentaciones al
Marqués de Cazorla quien, en ese momento, doblaba la esquina arrastrando los bajos
de su chándal ennegrecido y se dirigía hacia mí demacrado como un difunto.
Me aparté de su paso y él prosiguió
su penoso camino como siempre, cabizbajo y en silencio, dejando al aire sus pronunciadas
cervicales y la peste del abandono en el ambiente.
La noticia acerca de su abolengo
me llevó a elucubrar sobre sus modales. A diferencia del resto de yonquis, que
se picaban en los bajos y en la trasera del edificio con la urgencia de una
primeriza demandando la epidural, el Dandi, quizá por vergüenza o por
tranquilidad, acudía a la ruina de enfrente donde, salvo por alguna que otra
rata, poca compañía podía esperar. Lo cierto es que me asombraba que un
personaje con sus posibles no sólo frecuentara esta vida de perdedores sino que
parecía querer batir un récord en extinguirse.
Por delante de mi vigilancia
habían pasado ejércitos de adictos y casi por su aspecto podría aventurarme en
apostar el tiempo que llevaban consumiendo, y el que les restaba antes de que
su agonía dejara paso al adiós definitivo. Sin embargo, lo del Marqués parecía
un castigo, como si se culpara de un sufrimiento causado y buscara el mismo
final irremediable infligiéndose el mayor de los daños y la más fuerte de las
desesperaciones. ¿Una hija o un hijo, una hermana, tal vez? ¿Alguien de la
foto? Me había convencido de que se achacaba un descuido o una negligencia con
un ser querido malogrado.
Me alejé del canalón. Todo un
acontecimiento en mi intachable trayectoria como centinela, pero recuperé la
bola de papel y la extendí ante mis ojos con el fin de identificar a las
acompañantes del Dandi, por si alguna de ellas mercadeó con su salud por mis
dominios. Obviamente, tendría que dar rienda suelta a mi imaginación y
despojarlas de sus recogidos, tiaras, palabras de honor, colgantes, tacones, pendientes
y, sobre todo, de esa sonrisa perfecta que estiraban a pesar de las arrugas que
la fotografía soportaba.
Para inspirarme pensé en la
caracterización de la Terón en su papel de prostituta, asesina múltiple para
más señas. Todo un arte el maquillaje del cine y un reto conseguido convertir a
un bellezón como la sudafricana en un ser vomitivo. Acabaron por premiar a Charlize
con un Óscar por parecer lo contrario de lo que siempre ha sido. Pero a pesar
del ejercicio de dispersión, y pasar un buen rato restando atributos a aquellas
damas que acompañaban al Dandi, concluí que nunca frecuentaron los suburbios
por donde me movía.
En esa recapitulación me
encontraba cuando el ilustre Marqués surgió a mi espalda con la intención de
perderse entre sus habituales escombros. Mi mirada se depositó en el brazo
escuálido que ya arremangaba. ¿Para qué tanto esfuerzo, tanto sufrimiento? Todo
podía acabar allí mismo, tenía vía libre hasta la azotea, tan sencillo como
salvar unos cuantos ladrillos sueltos. Un paso más del necesario y ocho pisos
le separaban del fin de su martirio. ¿A quién se lo debía? ¿Por qué, por quién
se castigaba?
Al día siguiente regresó y me
costó creer que una persona pudiera desmejorar tanto en 24 horas. Ni un naufrago
un lustro soñando con su rescate acumularía el dolor de la desolación que aquel
rostro marcaba. Pena, una enorme pena se adivinaba en sus facciones que
parecían derramarse en grumos como las secas lágrimas que engordan los candentes
y gruesos cirios al final de su servicio.
—Te conozco —dije interponiéndome
en su camino.
No hubo quejas, ni siquiera una
respiración forzada, tan solo frente a mí un tipejo de hombros angulosos que,
impertérrito, como colgado de una percha, asumía imposible sortear mi presencia
sin empujarme.
—Sé quién eres —insistí.
—Después, déjame antes que me
mate otro poco —respondió, mirándome con los ojos de quien agota su salud con
un infinito llanto interior.
Confieso que no había planeado
pararle, fue un pronto, yo era el primer sorprendido de mi arrojo y fruto de mi
improvisación mi discurso posterior no existía, se basaba en revelarle su
identidad y esperar una especie de rendición, un sobresalto, algo diferente,
respuestas. Pero a la vista de su impasible determinación por alcanzar su
propósito de envenenarse de nuevo resultó toda una soberana estupidez mi
reflexión. Me sentía tan ridículo que me aparté. Tan molesto como abochornado
mis puños emblanquecieron apretándose en los bolsillos y me quedé mirando a su
enclenque silueta perderse por el vestíbulo de nuestro ruinoso cuartel.
No tardó en salir con la misma prudencia
de siempre y con idéntico destino al de costumbre, como si mi asalto anterior hubiera
acontecido en nuestra remota infancia y formara parte del olvido. Y ya se
arremangaba el brazo cuando mi voz le detuvo. Quizá fuera por llamarle Marqués
o tal vez porque comprendía que no le dejaría en paz, o puede que asumiera la
posibilidad de perder la dosis que ya saboreaba. Lo cierto es que me miró y me
invitó con un gesto a acompañarle.
Ningún régimen disciplinario me
obligaba a permanecer a menos de un palmo del canalón que, bien golpeado,
llevaba su retumbe hasta la penúltima planta donde, según fui sumando por los
retales de conversaciones distintas entre compañeros de paga, se cocinaba buena
parte del veneno de la región. No obstante, alejarme una veintena de metros y
penetrar en un rincón donde una moqueta de jeringuillas iba a ser la testigo de
una conversación con un desdentado Marqués suponía un riesgo que mi curiosidad
peleaba por asumir.
Abrir la boca mejora la audición
y ese gesto fue el último que obré para confirmar la tranquilidad en la zona
antes de iniciar la persecución de mi noble yonqui, quien ya ganaba la entrada arrastrando
su ansiedad entre esquirlas de cerámica.
Le había perdido de vista pero
sus pasos, a pesar del estruendo de mis propias pisadas quebrando el ripio, indicaban
su posición a dos tabiques de distancia, cerca de un cuarto sin ventanas que
engullía la penumbra. Para cuando llegué al umbral de aquella habitación, con
los brazos extendidos en prevención hacia el inminente tropiezo, una luz
artificial me sorprendió. Gané la claridad y descubrí, próximo a una lámpara de
gas sobre una mesa plegable, sentado en una silla de campamento, a mi Marqués
de Cazorla.
Ajeno a mi presencia, el Dandi me
daba la espalda y se volcaba en abrir un estuche, apoyar un espejo entre la
pared y la mesa para deleitarse en contemplar su rostro.
—No tardaré —dijo sin mirarme,
mientras desplegaba un manta de utensilios sujetos por fundas de costura.
Reguló la intensidad de la luz y
el fulgor me permitió reparar en un maletín abierto a sus pies. De él sacó otra
lámpara, que posicionó en el otro extremo del tablero, y las sombras de su cara
desaparecieron. Ignoro qué producto se aplicó en el rostro pero en un pispas
manchas, heridas, bultos y distorsiones desaparecieron con el algodón mostrando parte de su verdadera faz. La falsa dentadura
le siguió después, la cual guardó en una cajita. Acto seguido se desprendió de
las lentillas. Fue entonces cuando se
giró y me miró con el rostro nuevamente sombreado mientras con una toalla se
retiraba restos de piel del cuello. Intuí que su verdadera melena se asfixiaba
bajo un postizo de ajados trasquilones que renunció a retirarse pues mi cara ya
mostraba el efecto esperado.
Paralizado por la sorpresa, mayor
fue ésta cuando la luz se desvaneció de súbito y me vi cegado por la
oscuridad. Para cuando quise reaccionar
y alumbrarme con mi mechero nada quedaba de aquel actor salvó las huellas en el
polvo de una caracterización formidable.
Dirigí mi oído buscando de nuevo
sus pasos y distinguí en la lejanía los de unas ruedas, las ruedas de un
vehículo pesado y el ruido de sus puertas abiertas, de unas botas de élite, de
mis pasos hacia ellas, de mis rodillas doblarse, de unos grilletes en mis
muñecas.
Entraron hasta la cocina sin ser
advertidos. Sorprendieron a mis jefes junto a los cocineros. A unos contando
billetes, a los otros con las probetas. No les dieron tiempo ni a acercarse a
la incineradora. El purgatorio del crimen. Supe de su existencia en los
calabozos. También me enteré de que mi puesto era la fisura de nuestra
fortaleza, eso, y que la avaricia de vender al por menor en el mismo lugar
donde se fabrica al por mayor representaba una baliza colocada en los mismos
huevos del comisario.
Puesto en libertad pero imputado,
visité a mi abogado de oficio quien me facilitó una copia de las diligencias.
Busqué los métodos, algo de la investigación pero nada constaba en ellas, sólo ligeros
detalles de algunas vigilancias. Quería conocer cómo urdieron el plan para
alejarme de mi puesto, pero la cansina redacción de gerundios se reducía a
incriminar. En ningún lugar figuraba mención alguna al empleo de infiltrados.
El juicio se celebró al cabo de
un año y medio, y aunque salí condenado con la pena más leve de las anunciadas,
mis anteriores delitos pesaron y me llevaron a prisión por reincidente. El
castigo: dos años en una penitenciaria. No dejaba de ser una mala noticia por
aquello de los horarios, las estrecheces, la compañía y el insípido rancho,
pero en cuanto al ahorro por alojamiento y manutención, y el subsidio por
desempleo, a cobrar una vez en la calle, el panorama se presentaba alentador si
conseguía mantener el divorcio de mis dos hemisferios.
Me inscribí en la biblioteca con
ese fin. El último libro que había leído y por obligación, veinticinco años
atrás y en la autoescuela, nada tenía que ver con los volúmenes colocados en
cuatro alturas distribuidos en las numerosas estanterías repartidas por la
estancia como piezas de dominó en equilibrio.
Dejé que mi mano guiada como una
güija seleccionara mi primer libro. Escogió un tomo de bonita encuadernación y
en ese detalle quedó todo mi ánimo. Agobiado por ver tanta letra junta sin una
señal de tráfico que la animara, lo retorné a su hueco y paseé como en un
laberinto hasta que mi vista acabó recayendo en un rincón donde se amontonaban
revistas. Manoseadas como las de una consulta elegí una al azar sin ninguna
prisa pues, visto el montón, no habría transcurrido una décima parte de mi
condena y ya tendría que volver a hojear la primera.
Deberían prohibir en las
prisiones las revistas del corazón por muy viejas que sean. Nada más incitador
para una recaída que distraerse en esos reportajes idílicos donde una familia
de memos presume de su suerte por haber nacido entre algodones, con el
agravante de que en la entrevista aducen sufrir mucho para mantener las
empresas que heredaron y para las que se han preparado en las más exigentes
universidades del mundo.
Cuando pasé la hoja me plantee
charlar durante la comida con el Rufo, un célebre secuestrador que trincaron
por enamorarse de su última víctima. Al no creer en las relaciones, ni siquiera
en las pasajeras, pensé que esa virtud, para muchos defecto, podría ser una
señal y lo mío quizá fueran los raptos. No tardé en olvidarme de mi nuevo
proyecto criminal cuando advertí la siguiente fotografía.
El pájaro vestía un esmoquin y
las damas, a su vera, una a cada lado, repetían pose, peinado, sonrisa, tiaras,
vestidos y tacones. El fondo era el mismo, solo cambiaba la cara del tipo, un
canoso cincuentón de cejas pobladas y esbeltez envidiable. El pie de la foto
resaltaba a un aristócrata alemán presumiendo de hijas y de dote. Nada del Marqués
de Cazorla por ninguna parte.
Durante la comida pasé del Rufo y
preferí molestar, bajo la promesa de un cartón de rubio, precio que me suponía
reducir mi consumo durante dos semanas a la mitad, a Nicolás, un hacker o como
quiera que se diga a estos personajes obsesionados con entremeterse en los
ordenadores de los demás. El contrato tabaquero le obligaba a acompañarme a la
biblioteca a la mañana siguiente y escuchar mis tribulaciones con el Marqués.
Tardó una semana en pasarme una
hoja doblada en ocho pliegues donde nada pude leer salvo la frase: date con un
canto. Supuse que mi esfuerzo al reducir mi dosis de tabaco durante ese tiempo
me había cambiado el carácter y tras flirtear con la posibilidad de ejercer
como secuestrador mis venas me pedían ahora dar rienda suelta a mi oscura alma
de sicario asesino de hackers. Tuve que respirar muy hondo en el almuerzo y no
levantar la vista del plato para evitar cruzarme con la de Nicolás. Tarea
imposible dado que se sentó a mi lado e inició una conversación que logró que el
mango de mi tenedor dejara de hundirse en la carne de mi mano.
Esa noche, a la luz de una
linterna y desoyendo las protestas de mi compañero de litera, apunté el foco al
trasluz del folio y recorrí los pliegues donde, de entre sus grises y
minúsculas hilachas habían escrito las respuestas a mi curiosidad.
El marquesado de Cazorla no
existía, ni tampoco nadie trabajó en mi detención simulando su identidad como
policía para distraerme. Vigilaban mi puesto a distancia desde hacía meses y mi
descuido no les pilló desprevenidos. La foto, al parecer, fue modificada con un
programa de tratamiento de imágenes pues la auténtica retrataba a la familia de
un alemán de Baviera. Ningún periódico publicó la ficticia, esa que el viento
arrastró a mis pies y quiso enredarse en mis botas. Detalle tan vital en el
conjunto del cebo que su casualidad me resultaba imposible de digerir.
Cumplí mi condena con matrícula
de honor y tras cinco transbordos de autobús detuve mis pies en el punto exacto
donde, antaño, mi canalón iniciaba su ascenso. Mi temor de que aquella zona
fuera de nuevo urbanizada se vio cumplido y ahora un parque se extendía con un
par de hileras de jóvenes acacias que convergían en una fuente central. Más o
menos donde el Marqués de Cazorla había instalado su camerino.
Ensimismado con la recreación de
aquel momento de mascarada un joven me sorprendió entregándome una cuartilla
con publicidad y con la misma celeridad con la que había surgido se dirigió a
una pareja que ocupaba un banco de reluciente factura.
El viento seguía soplando en
aquel barrio a pesar de que su levedad era manifiesta comparado con el que, acentuada
su fuerza por la estrechez de las callejuelas, durante un año entero despeinó
mi flequillo. Sin ningún sitio a donde ir, con la misma obsesión vigente, la que
durante mi encierro soñé con aclarar, busqué un café que ahuyentara mi
decepción.
El joven repartidor, ya distante,
presuroso por desprenderse de los tacos de cuartillas que su mochila
almacenaba, aceleraba su paso y las entregaba a todo viandante con el que se
cruzaba. Tal era su prisa que en el manejo del siguiente taco la goma que lo
sujetaba se escurrió y el viento diseminó su contenido poblando la senda de
publicidad como si fuera confeti.
Una de aquellas cuartillas
tropezó en mis pies, levanté mi suela y prosiguió su incierto final. Me fijé en
cómo, al igual que sus compañeras de imprenta, el azar las desperdigaba según
los caprichos de la brisa. Entonces lo entendí, nunca hubo un periódico y ni
una hoja suelta que se enredara en mis botas. El jodido Marqués dispersó su
patraña con tantas copias que, finalmente, una captó mi atención. Pobló mi
callejón de una única noticia, conocía mi desprecio por la fortuna pero sí mi
debilidad: mi curiosidad por lo extraño.
Mi reinserción social me obliga a
una visita mensual al despacho de un psicólogo forense. La sala de espera se puebla
de buscavidas consagrados, de delincuentes avergonzados que con una vestimenta
pulcra pretenden dárselas de ajenos al gremio, de víctimas del tráfico rodado y
de estafadores de pólizas con un discurso tan asumido que el dolor les invade
más allá del cubierto. En mis condenas anteriores estas consultas fueron el
único requisito impuesto por el juez y aunque las caras de los reunidos iban
cambiando todos teníamos el mismo rostro culpable.
Para cuando dieron las doce la
transpiración de los congregados condensaba el único ventanal de la sala y aún cargaba
de mayor incomodidad la espera. Puede que formara parte de la formación en
algún capítulo escueto del temario de todo funcionario de carrera el hacerse de
rogar. Lo cierto es que demasiadas citas coincidían a la misma hora, y a una
media de diez minutos mínimo por citado las tripas iban a condicionar el estado
de ánimo en el interrogatorio habitual del galeno cuando a éste le diera la
gana de llegar. La perspectiva me llevó a abrir la ventana buscando un aire que
refrescara mi agobio. La brisa golpeó mi cara y me recordó mis mañanas de
aguador. Cerré los ojos y me dejé llevar al chaflán, al canalón, al jazz de los
desperdicios correteando por las callejuelas en cada arrebato del viento, al
rugido del tráfico de la avenida principal y a, entresacar de él, un motor bóxer
del 99 con el chirrido preciso al cierre de su puerta, tan preciso que mis ojos
se abrieron para descubrirlo estacionado en el aparcamiento de los juzgados y a
su conductor mirando la hora con prisa. Llegaba tarde.
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