lunes, 14 de julio de 2014

Libertad

Después de veinte años de encierro, aquella tarde fue la más larga en la vida del preso Martín de Arozamena.
A punto de cumplir los cincuenta, se había visto inmerso en otros motines pero, en éste último, el nuevo director, un joven inexperto, convencido de sus capacidades y por aquello de silenciar la contrariedad, se abstuvo de pedir refuerzos y la algarada se le fue de las manos sin que nadie en el exterior supiera de la contienda. Hasta tal punto perdió la iniciativa que escudos y porras resultaron insuficientes para detener la asonada. Fue entonces cuando las armas de fuego comenzaron a soltar plomo en cuanto los funcionarios se vieron acorralados sin otra alternativa que pegar la espalda a los sólidos muros y tratar de abatir a una jauría incontrolada. Decisión fatal pues cuando la munición se agotó la rabia se había acrecentado a los niveles del canibalismo. No hubo piedad y la ira llegó hasta los despachos.
Conviene señalar que el titulo de máxima seguridad en un recinto penitenciario confiere un aspecto que apenas tiene que ver con las rigurosas medidas establecidas para confinar a quienes alberga. Más bien se refiere a la elevada peligrosidad de sus reos. Éstos propician un ambiente de rivalidad y de terror que condiciona a que, entre ellos, las divergencias se resuelvan por códigos sectarios y evitan la intervención de sus vigilantes salvo para la retirada del cuerpo del acuchillado de turno.
La llegada de nuevos presos se tasa en el patio y aquellos que muestran músculo o pedigrí sangriento en su ficha, o ambas aptitudes, son seleccionados por cada bando para engrosar su pequeño ejército de esbirros en riguroso orden según el turno establecido. Ese era el único pacto entre la chusma y hasta la fecha nunca fue quebrantado, salvo aquella tarde tan larga en la vida de Martín de Arozamena.
La revuelta surgió con la última remesa integrada por Zeus Morante, un preso de una belleza andrógina fuera de lo común que despertó las apetencias dormidas de quienes hasta entonces siempre suspiraron por las mujeres de calendario que arrugaban sus somieres y renegaron de las relaciones homosexuales.
El desacuerdo por compartirlo llevó al enfrentamiento de los líderes allí reunidos y los pinchos relucieron para no tardar en ocultar su filo en cuellos, pechos y barrigas. Ninguno se libró de una herida mortal y cada uno, según la gravedad del órgano afectado, fue mezclando su agonía con la del charco del vecino hasta formar una hamburguesa de canallas en el rincón del patio donde acostumbraban a deliberar.
Descabezada la comunidad, los lugartenientes, lejos de continuar con el picadillo, al menos en un principio, decidieron unirse y cargar contra unos guardianes tan acostumbrados al espectáculo de sus gladiadores peleando en la arena, que, en cuanto éstos empujaron las puertas, descubrieron las consecuencias nefastas a tanta desidia con los cierres.
A la densidad de la pólvora se unió el sudor de la batalla y el hedor de los fluidos que los cuerpos inertes ya no sujetan. Y el silencio, remarcado por los intermitentes gemidos de los moribundos, se apoderó de pasillos, celdas, patios, galerías y despachos hasta convertir en un camposanto la bulliciosa cárcel que fue, hasta entonces, el hogar perpetuo de Martín de Arozamena, quien, como buen veterano, supo dónde ubicarse para evitar la pelotera y mantenerse oculto, pues en cuanto no quedaron uniformes que abatir, de inmediato comenzó la refriega de tatuajes rivales por rencores enquistados.
La calma fue interrumpida por los cuervos graznando sobre la alambrada su alegría ante la promesa de un aroma a festín infinito. Fue entonces cuando Martín de Arozamena salió de su escondrijo para descubrir el mismo caos que una torrentera muestra cuando el cauce retorna a los límites del riachuelo que siempre fue: así como las ramas más altas que el agua engulle terminan decoradas con restos de basuras a modo de sucios penachos; así como las ramas astilladas cual barbas de un erizo atraviesan las vallas de los puentes; así como el barro adoba orillas que nunca lo fueron, así como los vehículos se amontonan cual cesto de pinzas en cada meandro y muestran sus tripas y ruedas al cielo rindiéndose a su nuevo rol de chatarra. Ahora, las galerías, las celdas, hasta entonces relucientes, se embadurnan de girones, de chamusquina cesante, de posturas grotescas de cuerpos que ya buscan ser polvo. Pero si algo sorprendió a Martín de Arozamena en su paseo entre el desastre fue la leve brisa que corría por donde nunca antes sopló otro aire que la pegajosa respiración de los sicarios angostando pasillos.
La edad en Martín había sido respetuosa con su flequillo y aún peinaba un tupé que el novedoso viento trataba de desmoronar. Buscó la procedencia sorteando los obstáculos, el resultado de cinco horas de violencia extrema, la muestra y la razón de por qué la sociedad aislaba a sus hijos imposibles. Caminó hasta detenerse en el umbral donde la luz del día remarcaba con su intensidad los ángulos del estrecho corredor que un postigo entreabierto filtraba.
Como un chiquillo que remilga en la cima de su primer tobogán, Martín de Arozamena sentó su cuerpo a un paso del quicio que abría su hoja a la inmensidad y contempló el paisaje tembloroso que el sol abrasador impregna a la tierra tostada. La libertad se atraganta si añorada se mantuvo por mucho tiempo, el vértigo del encierro se invierte y el mareo surge ante la ausencia de límites. «Cuando salga…», recuerda. Frase suya y la de sus colegas pronunciada, escuchada durante décadas, soñada; al final, olvidada por el anestésico efecto de la desesperación y la costumbre de toda una vida entre rejas. El primer tobogán, la primera vez, un adulto de la mano en cada escalón, luego el descenso y un fuerte abrazo al término, junto al suelo, como recompensa. Felicitaciones por la proeza de haber vencido a la indecisión, de haber ignorado las alarmas de la supervivencia, del titubeo quebrado por la confianza ciega hacia la progenie.
Nadie esperaba a Martín de Arozamena al otro lado. De aquella civilización que transgredió nada quedaba. Su madre, que abandonó su hogar para poder cumplir cada fin de semana con las visitas, diez años atrás interrumpió la frecuencia. Al mes supo de su fallecimiento por un acreedor que no tuvo reparos en visitarle para reclamarle los recibos del alquiler. Con aquella noticia perdió el ánimo por reducir la condena, a aspirar a una fuga, a mirar al cielo, a envidiar las aves que cruzaban el espacio abierto del patio. Se dejó llevar por la rutina carcelaria y se convirtió en un recluso fantasma, en el cabizbajo preso que languidece a la espera de que la naturaleza le reclame como fermento, pero sin los atajos que la violencia regala. Morir tranquilo, pues en alguna parte leyó que a uno le recuerdan por su forma de despedirse.
Difícil decisión: quedarse o mudar, cruzar el umbral y convertirse en un fugitivo sin otro destino que improvisar el siguiente cobijo o, por el contrario,  esperar al culatazo con que le saludaría el grupo de asalto.
A las seis treinta de la mañana del día siguiente el más madrugador de los funcionarios de prisiones aparcó sin problemas frente a la puerta de acceso al personal. De la guantera sacó su arma y en su mano se mantuvo mientras contemplaba a través del parabrisas el solar en que se había convertido el aparcamiento. Dudó antes de descender y con la primera pisada escuchó el cristal de azúcar crujir bajo sus botas. Rastro habitual de quien violenta la ventana de un vehículo. El sol crepuscular reveló una alfombra de montoncitos diamantinos a su alrededor, uno por cada coche robado.
Poco después, la llegada del autobús de línea y sus frenos chirriar precedieron al desembarco de familiares. Cargados de ofrendas, esperanzados con alegrar los rostros de sus allegados, miraron con la misma extrañeza al hombre de la pistola en una mano y un celular en la otra que sudaba en cada explicación proferida al aparato.
Cinco días necesitó instituciones penitenciarias para entregar un informe completo y sin fisuras donde se relacionaba el número de fugados y sus filiaciones. Durante ese tiempo, cuarenta y tres fugitivos circularon por el país a sus anchas. Algunos, más bien la mayoría, se dedicaron a lo que peor se les daba: evitar a la policía, pues a pesar de la bula temporal quien nace incorregible su estancia en prisión sólo sirve para reafirmarle en su naturaleza. Uno a uno, todos fueron detenidos en el margen de un mes salvo Martín de Arozamena.
Martín supo entender la oportunidad y luchó contra el reloj durante toda la madrugada. Anuló asientos, borro fichas, reconstruyó cuadernos, quemó sus pertenencias, abrió taquillas, buscó ropas, recolectó calderilla, billetes, documentación y preparó una maleta, y esperó. Esperó en la parada al primer autobús del día y confió en el asombro de los presentes para que su figura pasara desapercibida. Ni siquiera el chófer reparó en él. Su atención se perdía en la pistola esgrimida por el madrugador funcionario y en las pequeñas columnas de humo que surgían del recinto.

Martín pensó en todo menos en un detalle que le llevó a estirar una sonrisa mientras el amanecer se filtraba por los ventanales del autobús. Su vestimenta era de su talla y actual, el calzado, perfecto; el corte de pelo y el afeitado, adecuados, sin embargo, había olvidado un complemento: unas gafas de sol. La orientación del patio y el edificio central garantizaban sombra todo el año. Tragaluces, ladrillos de pavés y cortinajes permitían suponer su posición en otras zonas de la penitenciaría, pero la ausencia de sus rayos directos añadía para muchos de los condenados un castigo tan severo como una restricción de visitas. Martín de Arozamena había olvidado la sensación de su golpe directo en la cara y aunque le costó averiguar al forma de deslizar la parte superior del cristal, por fin pudo aunar la caricia del astro a esas tempranas horas y el vendaval que filtraba la abertura. En ese instante comprendió el significado de una palabra perdida que juró nunca jamás volvería a abandonar.

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