La estufa, que reinaba en el centro del
refugio, dejó de ser el foco de adoración de perros y cabreros y su curiosidad se
dirigió a la silueta parduzca que irrumpía en ese instante por la puerta.
Cuando logró
cerrarla, pese al empuje del viento silbando su protesta por las rendijas, los
candiles recuperaron su intensidad y, por fin, pudieron distinguir algo mejor la sombra del recién llegado, cuya verdadera naturaleza no quedaría desvelada
hasta que se librara de las ropas. Acto que se demoró lo suficiente para mantener
la intriga sobre quién, a esas horas de la noche y con la tempestad golpeando
las contraventanas, había llegado envuelto en cristales de hielo.
Del ropaje destacaba
su turbante llevado a chalina que dejaba un resquicio mínimo para la visión. Además
de un abrigo de cien pieles, cosido a puntadas de esquimal, calzaba unas botas
altas que, una vez sacudidas a coces contra el suelo, destrenzaron los nudos de
barro y nieve y fueron las primeras prendas en ganar la esquina, donde se
acumulaban las otras, ya secas, en el orden perfecto de una noche de reyes.
Los allí
reunidos habían vaticinado el temporal para tres días y aquel reducto de vigas
de madera, teja de pizarra, una teña para el ganado y una letrina a quince
pasos de la entrada les obligaría a una convivencia tan estrecha durante ese
tiempo que la intimidad sólo se garantizaba afuera, a veinte grados bajo cero, a
la dicha de los lobos.
Cuando el extraño
terminó de desnudarse, el silencio cubrió el refugio y ni siquiera el crepitar
de la leña devorada por las llamas trascendió más allá de los gruñidos guturales
de los expectantes, al descubrir, que era una mujer quien se unía a su círculo
sin otro interés que acomodarse.
El más
veterano de los trashumantes, un viejo trampero habitual en aquella remota cordillera,
lejos de admirar la innegable belleza de la visita, ante el comportamiento
esquivo de su perro y guiado por su instinto cazador no tardó en recoger sus
mantas. Prefería las pulgas, los molestos cencerros y el berreo en el establo antes
de tener que presenciar el episodio violento que barruntaba. Así, sin mediar
palabra, con la precipitación como
pijama, cegado por la ventisca, tropezando a cada paso, abandonó el refugio
hacia el cobertizo, retiró una vieja escoba que trancaba la puerta y se extrañó
al verse acompañado del resto de perros, ajenos a la desaprobación de sus amos.
Una diosa, esa
es la apariencia que surgió debajo de las toscas prendas y la que ocupó asiento
junto a la estufa con el fin de recobrar el color rosado habitual de la punta de
sus dedos. Ajena al estupor reinante, giró sus manos hacia la lumbre como quien
moldea una esfera y su mirada se perdió en el hipnótico reflejo de las llamas,
ausente, sin reparar en la turbación que aumentaba a su alrededor.
Olía a
manantial, a junco, al frescor picante de las cebollas tiernas que al tajo
sudan el vaho de las lágrimas. Esos efluvios propios de las damas de la
planicie, donde los tratantes esperan al rebaño y los pastores su recompensa.
Premio que acostumbraban a dilapidar en las casas de citas y que jamás pensaron
en ahorrárselo en aquel aislamiento, hasta que apareció la joven, la diosa.
Pero antes de
que aquellos desesperados se organizaran para sujetarla, ésta se levantó hacia
el camastro del rincón, se desnudó por completo y, mirando a los ojos de los
acechantes, sonrió antes de señalar al más enclenque.
—Sólo tú
—dijo, retirando el embozo.
Y los pastores
se miraron unos a otros mientras los muelles de las navajas resonaban en su
abanico.
El resto de la noche la ventisca aulló entre los
pinares y estos amanecieron con la mitad de su corteza congelada y sus copas
blancas vencidas por el peso de cinco metros de nieve. El sol surgió lo
suficiente a primera hora para que, desde el cobertizo, el veterano trashumante
asumiera la desaparición de los caminos, su encierro.
No tardó el
cielo en cubrirse de nuevo y durante dos días más la naturaleza quiso comprobar
la resistencia de las bestias y de los hombres bajo aquellas condiciones imposibles
para la vida.
Al tercer día,
el sol lució como si la atmósfera se hubiera ulcerado de tanta descarga y los
rayos ardieron sobre la cordillera convirtiendo cada vaguada en un formidable
torrente. Los caminos se espesaron de barro, los terrenos cedieron bajo las
raíces y convirtieron las laderas en un caos de astillas y rocas.
Una semana más
tarde, el viejo trampero llegó a la planicie en compañía de los cinco perros
que, como él, sobrevivieron a la congelación sumergidos bajo el goteo de
cadáveres del medio millar de cabras que perecieron por la inclemencia. Cuando
le preguntaron por sus compañeros de travesía tan solo refirió el lugar donde podían
encontrar sus cuerpos: el refugio. Pero antes de que fueran en su búsqueda les
advirtió:
—Si la
tormenta les sorprende o la noche se les echa encima, no compartan techo si
quien llega de la nada oculta la escoba en la que vino.
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