Como
cada viernes, durante la hora del desayuno y desde la ventana de la cocina, Amalio
Laín veía entrar por el callejón una camioneta y su abultada
carga bajo la lona. Mamá fregaba la loza de padre y abuelo y miraba de reojo
las musarañas que tanto entretenían a su Amalio, sin sospechar el misterio que
para su pequeño encerraba aquella puntual visita. Asido a su tazón de migas, la
imaginación de Amalio se perdía bajo el toldo. ¿Qué daría forma a aquellas dos
enormes jorobas? El cariño estricto de sus progenitores le impedía saltarse la madrugadora
cadena de tareas domésticas, tan sucesivas que ningún margen disponía para
satisfacer su intriga. Disciplina férrea que finalizaba justo antes de colgarse
la cartera y partir hacia la escuela. Ya desde la calle, a pocos pasos de
doblar la esquina, tres veces contaba las despedidas de su madre tras el
cristal, cual vigilante de torreta. Para cuando regresaba, con nuevos rasguños
en las rodillas y deberes de lápiz, la compuerta que encerraba la carga no daba
opción a la curiosidad, ni siquiera por el ojo de la cerradura.
Muchos viernes
después, se atrevió a preguntar. Y la respuesta se perdió en el respingo y en
el estruendo de la cerámica enjabonada al estrellarse contra el suelo. A tanto
añico disperso la escoba se relegaba al rincón, inútil por causa del agua.
Entre murmuraciones de fastidio, de rodillas, tocaba recolectar y acopiar en un
trapo los restos, antes de que la fregona obrara en el secado. Para cuando su madre
quiso incorporarse, Amalio ya ocupaba el escalón previo al rellano del sótano y
observaba las evoluciones de la maniobra de descarga que, para su sorpresa, su
abuelo y padre dirigían a los retrovisores. En el proceso de desatado de la
lona, su nombre y apellidos surgieron ululantes por las escaleras, y las
cabezas de los hombres se dirigieron hacia las voces y al vacío que dejó la
estampida del espía. Amalio evitó ser descubierto, sí, y subió dos tramos a la
carrera mientras escuchaba el descenso apresurado de las alpargatas que su
trasero tan bien conocía y que en unos minutos se las iban a volver a
presentar.
Y así debía
haber sido sino fuera porque la casualidad quiso que, en la segunda planta,
donde la oreja de Amalio ya latía ante el inminente pellizco materno, la puerta
del B se abriera y de su interior surgiera la pequeña de los Urquijo. Elena se
dio de bruces con la urgencia de Amalio y quedaron abrazados.
—Ahora
comprendo el motivo de que tus migas se queden frías —observó la Sra. Laín apoyada
en el pasamanos, todavía a varios escalones, cohibida de verse en camisón y
delantal.
El corazón del
muchacho galopaba en su pecho por una fusta distinta con la que había iniciado
su fuga y apenas atendió la observación. En los ojos de la bella Elena, a un
palmo de los suyos, brillaba un destello nunca antes conocido y un escalofrío
de rubor enardeció sus mejillas. Ella terminó por agachar la mirada en cuanto
la otra madre se asomó a la reunión y, tras un balance enmudecido, la trajo
para sí y cerró la puerta.
Ambas quedaron
enfrentadas en el recibidor.
—No me habías
dicho nada, hija. Aunque no me extraña que ya seas pretendida. Quién tuviera
esos bucles dorados que heredaste de tu abuela. Y mira yo, con un pelo lacio
como el de mi padre, con menos hebras que las telarañas y dispersos como los
juncos. Lo que no entiendo es qué has visto en el pequeño de los del cuarto.
Ahora comprendo tus prisas por partir hacia la escuela. Anda; vete, pero antes
déjame comprobar por la mirilla que no siguen ahí. Ya tendrás la oportunidad
esta tarde, durante la merienda, para pensar en cómo vamos a explicarle a tu
padre este lío.
Elena asintió
cabizbaja antes de salir.
En ambos
domicilios la cena se centró en el escarceo. El padre de Elena prestaba con
suma atención al periódico que le separaba de la humeante sopa y de la conversación
que monopolizaba la madre sobre el furtivo encuentro de su tesoro. En casa de
los Laín, Abuelo y Padre estiraban sonrisa y acentuaban los remolinos del
pequeño a medida que confesaban sus amores de juventud, para escándalo de la
madre que aún valoraba una reprimenda por culpar a alguien del plato roto.
Esa noche bajo
las mantas, Elena se vencía al sueño imaginándose de la mano del muchacho del
cuarto como posibilidad, no como elección. Nunca se había fijado en él, un
curso menor —su prisa matinal la causaba otro mozo—, pero basta que los mayores
aludan, con sus exageraciones, a vínculos hasta entonces descabellados, para que
algo inexistente cobre forma, incluso azote un sentimiento, hasta entonces, improbable.
Dos pisos más
arriba, el pequeño Amalio miraba a las sombras del techo de su habitación. Con
medio cuerpo sumergido en la colcha y las manos tras la cabeza, recuperaba las
emociones del día. Nunca se había fijado en ella, un curso mayor, y, a decir
verdad, tampoco en ninguna otra. Sin embargo, a partir del encuentro, el cosquilleo se mantuvo en sus tripas durante toda la jornada, y a la vuelta repuntó en el portal. En ese mismo instante en que cerraba los ojos, comprendió que, a la mañana siguiente, durante el recreo,
a pesar de las risas y burlas del círculo de amigas, apartaría a Elena y la
invitaría a salir. Era perfecta. Prometería formalidad. Podrían citarse en las
escaleras y evitarían las típicas charlas maternales sobre los peligros de la calle. Además contaba con la aprobación de los hombres de la casa. Resultaría la mejor excusa para librarse de vigilancias y descubrir, por fin, la causa de las mariposas en el estómago: el misterio bajo la lona.
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