Te lo ruego, no
leas el relato del finalista. Sé que el jurado ha relacionado esta advertencia
con sus recientes padecimientos y habrá sopesado otorgar la plata a un relato
menor, incluso, me consta, anular el concurso. Para aumento de su desgracia ellos desconocen cuál ha sido, de entre
todos los que han valorado, el que ha comenzado a arruinar sus vidas. Dará
igual la determinación que tomen. Ella, sí ella, será la finalista y su
magnífico relato parecerá inocuo, discutible, original, pero será leído,
aplaudido, publicado, y he aquí la verdadera intención: obtendrá el alcance
suficiente para convertirse en una pandemia. Aún así, si te empeñas en leerlo, quiero
advertirte de las consecuencias y de cómo sé que estas se producirán. Comenzaré
por el cómo, empezaré por explicarte lo
de la vibración. Algo que jamás he confesado y es mi desesperado intento para tratar de convencerte.
Nombré así a
un sentido que quizá tú también poseas, ese que en alguna ocasión te ha
alertado para que renuncies a continuar con una actividad, permanecer en un
sitio o acudir a una cita. Como una especie de corazonada pero explícita para situaciones de peligro. En mi caso descubrí esta capacidad, esta alarma, recién
cumplidos los treintaitrés.
Una mañana
gris de domingo, tras cumplir con mi turno de noche, regresaba a casa en
motocicleta por la costa del Garraf. Dicha carretera serpentea su estrechez
entre los riscos y en una de sus primeras curvas —todo un balcón hacia el Mediterráneo—,
de un vistazo, se pueden observar tres kilómetros de sinuoso asfalto sobre la
vertical del mar. Advertí en la ojeada que, muy a lo lejos, un solitario
vehículo se dirigía en mi dirección. ¡Despejado! Nadie por delante. Todo un
premio para los cantos de las ruedas pilotar sin que ningún dominguero me interrumpa el ritmo. Negociadas ya unas cuantas curvas fue en la siguiente ciega cuando la
vibración me dijo que me ciñera al casi inexistente arcén. No lo dudé. En ese
instante, un Audi de carburadores conducido por un anciano invadía mi carril. Sin
tiempo para maldecir y por un dedo de separación evité el impacto. De haberse
producido imaginé las consecuencias y me vi cayendo al vacío como un escombro.
La segunda
vez, quince años después, sentí idéntica la vibración momentos antes de embarcarme
para una inmersión en las tranquilas aguas de Lanzarote. Desprecié la
advertencia y a treinta metros de profundidad el regulador falló. Sigo vivo
gracias a mi acompañante. Una vez más mi eterna gratitud Álvaro.
La tercera surgió cuando leí las bases de este concurso, aunque el aviso se mostró de una
forma muy distinta a los dos anteriores.
Me encontraba
delante del ordenador imaginando la trama: un cómico que pelea con su sentido
del humor para salir airoso de un crimen, y en la ensoñación vi unas manos
teclear. Unas manos que no eran las mías. Al principio sí lo parecían, pero en
cada pulsación se transformaban en pezuñas de un color terracota, fugaces, algo
borrosas, pero indudables patas de un animal desconocido. Extrañado, más bien
asustado, me separé del teclado y permanecí inmóvil frente al monitor recreando lo que taché de alucinación, hasta que decidí sacudirme el pensamiento. Y fue entonces cuando el
salvapantallas fundió a negro la página del navegador y me devolvió el reflejo
de un rostro inesperado.
Vi a una bestia, vi el horror, y entendí su
propósito.
No leas al
finalista, no lo hagas. Sumérgete en las lecturas de tu escritorio, las que presiden
tu mesilla. Lee pasquines, letreros, facturas, incluso, si te atreves, por aquello de contrarrestar la osadía que te niego, revisa las minúsculas condiciones de tu tarjeta de crédito. No dejes de leer nunca,
pero por lo que más quieras, tras mi punto final, si decides leer miedo en el siguiente relato emergerá el
tuyo. Se inoculará en tus entrañas por haber sido escrito con la tinta de quien
aquieta a los muertos. Como un abrigo imposible de despojar te acompañará durante
el día, para que cuando llegue la noche y te rías de esta absurda advertencia,
en cuanto concilies el sueño, algo que se acerca y no se deja ver, como una losa
invisible, te inmovilizará. Lucharás por despertar, sentirás a la bestia encima
de ti, lenta, imparable, buscando llegar a tu cuello, trepando por tu perlesía.
Y cuando creas que nada puedes hacer para librarte de ella, reunirás todas tus
fuerzas y las emplearás en abrir un párpado, y lo lograrás, ella lo quiere. Y buscarás
la más mínima luz, la rendija que te separe de las sombras. Entonces, en ese
momento en que pretendas relegar lo vivido al mundo de las pesadillas, despreciar
la advertencia, distraerte para olvidar; en resumen, cuando acudas a tu
teléfono móvil, porque la bestia sabe que lo harás, lo primero que descubrirás
en la pantalla, para tu desdicha, me dará la razón.
Y es que todavía
es de noche, te has desvelado, en unas horas tienes que levantarte, te espera
una jornada muy dura pero temes volverte a dormir. Aún crees que el relato del
finalista no oculta ninguna cábala ni la maldición del Gusano que nunca muere,
pero por de pronto tu día comienza fatal. Corre al espejo y mira que ojeras. Es
sólo el principio. Ya te lo advertí.
No hay comentarios:
Publicar un comentario