Mientras Amalio
subía los peldaños, como si calzara botas de barro, su mirada se perdió en un
mareo mezclado entre las penumbras de la angosta escalera y la oscilación de
hombros de los matones que le precedían. No tuvieron inconveniente en proveerle
del cuchillo con el que debería batirse convencidos de la menguada
determinación de su rival. En efecto, Amalio Cienfuegos no era hombre de
peleas, ni siquiera de ambigüedades en la cháchara que llevaran al equívoco,
antesala de un desplante, por esa razón todavía trataba de entender cómo había
llegado a mezclarse con gente tan acostumbrada a la gresca. Ensimismado en esa
cavilación buscaba encontrar el momento exacto donde debió articular aquella
palabra que le había llevado a encontrarse caminando entre empellones, que un
tercero le iba propinando, obligando a dirigir sus pasos hacia un rincón
desconocido donde debería demostrar su esgrima o el color escarlata con el que
la noche espesa la sangre. Y así recordó que la fachada del bar era rancia como
una cripta; que ni siquiera lucía reclamos en su entrada, pero que la lluvia
más severa le invitó a cobijarse en su alfeizar; luego, fue apoyarse en la
puerta de metal, zapatear la caladura y todo se precipitó. Como arañas que
perciben el temblor en sus hilos, sobre el charco que sus prendas empapadas formaba,
Amalio se encontró tendido en el suelo del local en cuanto la puerta cedió en
su apoyo y el desequilibrio le trastabilló hasta frenarle en medio de un
círculo de penumbras. A pesar de que las cuatro sombras que se movían a su
alrededor invitaban a pensar que, al menos, harían crujir el entarimado, solo
pudo escuchar el golpeo de las gotas propias sobre la madera seca bajo sus
pies. Al incorporarse, con la rapidez que da el temor, pudo descubrir una barra
y a un tipo que, tras ella, le miraba apoyando sus puños sobre la encimera,
arqueando sus brazos como un buldog de plantón.
«Tú no eres Carlos y, sin
embargo, sabes la clave», afirmó una voz gastada que provenía de las sombras. Amalio
recordó que fue rápido en responder, quizá demasiado; que su raudo argumento no
produjo nuevas arengas y sí, al cabo, el ruido del metal templado de una daga
deslizándose hasta dar con sus pies. Le obligaron a recogerla y a seguirles. Y
mientras veía una nueva luz al final de la escalera que recortaba sus hombros,
volvió a pensar en la lluvia, en la fachada, en la suerte, y en la daga que,
ahora, apretaba dispuesta a hundirla hasta el puño en el pecho de cualquiera. Pero
no lo haría, no era amigo de peleas ni de conversaciones que las invitaran, lo
suyo eran los atajos, el silencio, la discreción. Por eso la soltó y el alivio
recorrió su mano. Su escolta la recogió sin esfuerzo dispuesto a entregársela
al final del recorrido, esperaba también sus orines y por eso rajó una carcajada
seca creyendo que era el miedo quien manejaba sus actos. Él se llevó el primer
disparo. Amalio ni siquiera miró para ver el desplome; ya apuntaba el
silenciador a las espaldas de los otros. Cayeron como si su osamenta se hubiera
diluido y doblaron su muerte instantánea dejándola resbalar hasta reunirse con
el primero, al pie de la escalera. Regresó sobre sus pasos y el buldog
perdió su pose al verle. Para cuando su nariz se partió sobre la barra ya debía
estar muerto. Apartado y adoptada su postura, hincados los puños sobre la barra, Amalio se
dispuso a que Carlos, su encargo, no tardara en llamar a la puerta.
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