jueves, 8 de noviembre de 2012

Un bar de mala muerte


         Mientras Amalio subía los peldaños, como si calzara botas de barro, su mirada se perdió en un mareo mezclado entre las penumbras de la angosta escalera y la oscilación de hombros de los matones que le precedían. No tuvieron inconveniente en proveerle del cuchillo con el que debería batirse convencidos de la menguada determinación de su rival. En efecto, Amalio Cienfuegos no era hombre de peleas, ni siquiera de ambigüedades en la cháchara que llevaran al equívoco, antesala de un desplante, por esa razón todavía trataba de entender cómo había llegado a mezclarse con gente tan acostumbrada a la gresca. Ensimismado en esa cavilación buscaba encontrar el momento exacto donde debió articular aquella palabra que le había llevado a encontrarse caminando entre empellones, que un tercero le iba propinando, obligando a dirigir sus pasos hacia un rincón desconocido donde debería demostrar su esgrima o el color escarlata con el que la noche espesa la sangre. Y así recordó que la fachada del bar era rancia como una cripta; que ni siquiera lucía reclamos en su entrada, pero que la lluvia más severa le invitó a cobijarse en su alfeizar; luego, fue apoyarse en la puerta de metal, zapatear la caladura y todo se precipitó. Como arañas que perciben el temblor en sus hilos, sobre el charco que sus prendas empapadas formaba, Amalio se encontró tendido en el suelo del local en cuanto la puerta cedió en su apoyo y el desequilibrio le trastabilló hasta frenarle en medio de un círculo de penumbras. A pesar de que las cuatro sombras que se movían a su alrededor invitaban a pensar que, al menos, harían crujir el entarimado, solo pudo escuchar el golpeo de las gotas propias sobre la madera seca bajo sus pies. Al incorporarse, con la rapidez que da el temor, pudo descubrir una barra y a un tipo que, tras ella, le miraba apoyando sus puños sobre la encimera, arqueando sus brazos como un buldog de plantón.
«Tú no eres Carlos y, sin embargo, sabes la clave», afirmó una voz gastada que provenía de las sombras. Amalio recordó que fue rápido en responder, quizá demasiado; que su raudo argumento no produjo nuevas arengas y sí, al cabo, el ruido del metal templado de una daga deslizándose hasta dar con sus pies. Le obligaron a recogerla y a seguirles. Y mientras veía una nueva luz al final de la escalera que recortaba sus hombros, volvió a pensar en la lluvia, en la fachada, en la suerte, y en la daga que, ahora, apretaba dispuesta a hundirla hasta el puño en el pecho de cualquiera. Pero no lo haría, no era amigo de peleas ni de conversaciones que las invitaran, lo suyo eran los atajos, el silencio, la discreción. Por eso la soltó y el alivio recorrió su mano. Su escolta la recogió sin esfuerzo dispuesto a entregársela al final del recorrido, esperaba también sus orines y por eso rajó una carcajada seca creyendo que era el miedo quien manejaba sus actos. Él se llevó el primer disparo. Amalio ni siquiera miró para ver el desplome; ya apuntaba el silenciador a las espaldas de los otros. Cayeron como si su osamenta se hubiera diluido y doblaron su muerte instantánea dejándola resbalar hasta reunirse con el primero, al pie de la escalera. Regresó sobre sus pasos y el buldog perdió su pose al verle. Para cuando su nariz se partió sobre la barra ya debía estar muerto. Apartado y adoptada su postura, hincados los puños sobre la barra, Amalio se dispuso a que Carlos, su encargo, no tardara en llamar a la puerta.
          

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