Adornadas con
pulseras de espuma, sus manos, sumergidas en una jofaina de lata, peleaban con
el estropajo por dar lustre a la loza sumergida. La pila que albergaba la
palangana recogía el oleaje sobrante y acumulaba platos, vasos y tazas que,
lagrimeando restos de jabón, esperaban en un rincón el enjuague final. La
cafetera puesta al fuego inundaba la cocina de aroma a tostados y empezaba a
silbar su gorgoteo. Insuficiente orquesta para enmudecer un motor y el chillar
de unos frenos que, aún acorchados por las paredes, se percibían al otro lado
de la calle. Después vendría el rechinar del portón al abrirse, y su temblor al
cerrarse; bastón y mochila dejándose caer acompañarían la melodía de maniobras
de su nieta llegando a casa. Abrigo al perchero y una hebilla tintineando
contra la baranda. Y así sucedió, como también el abrazo al mandil mientras la
abuela dejaba trapo y fregadero para girarse y acariciar aquella cabecita
risueña. Beso en la frente; devuelto en la mejilla; abuela retomaba el paño y
la nieta daba alcance a la caja de galletas. Mientras se llenaba de migas la
pechera y la pierna balanceaba sobre el asiento, como todos los jueves, la
abuela terminaba de darle un repaso al ajuar que en los tiempos de esplendor
sirvió a tres familias y coronó de voces la enorme hacienda que ahora solo daba
cobijo a aquellas dos vidas.
Tomado el café, con la alacena de
nuevo repleta y en orden, la nieta volcaba su atención en un cuaderno colmado
de propios garabatos dispuesta a aumentarlos. El silencio daba protagonismo a
un viejo reloj y a las sillas que crujían su vejez al mínimo vaivén. La abuela
se acomodó y sobre la faltriquera acunó media bufanda, madeja y agujas esperanzada
en la profunda distracción que su nieta mostraba con los trazos. No había
llegado a ponerse las gafas cuando la temida propuesta rompió la calma.
¿Jugamos?, preguntó la pequeña según soltaba el lapicero. La abuela tuvo que
toser para disimular el suspiro y engullir la angustia. Acto seguido, se retiró
junto al lamento el costurero, aclaró el salado frescor de la garganta y con la
escasa fuerza que resta la aflicción se incorporó. Cuenta cien, y que pueda
escucharte, indicó con una fingida sonrisa antes de perderse escaleras arriba. Tras
una veintena de escalones, con la respiración agitada, se recostó sobre la
mecedora que un tragaluz destacaba de entre una dispersión de trastos tapizados
de polvo. Puso una manta sobre sus rodillas y se aferró al rosario que descolgó
de un clavo para, de inmediato, iniciar las cuentas. La soledad inundaba la
casa y cada puerta tenía sus quejidos. Era sencillo imaginar por dónde se iba
sucediendo el recorrido de la pequeña. Además, tenía la costumbre de hablar,
silbar o cantar a cada paso para espantar el miedo natural en los niños acostumbrados
a la compañía. Canturreaba nombres y citaba a padres y hermanos que buscaba en
cada cuarto, despacio, con cuidado, tras las cortinas, bajo las camas, sorprenderlos.
Y los encontraba en los retratos, enmarcados, y se quedaba un rato
contemplándolos mientras daba descanso a su pierna, la buena, la que le
salvaron después del accidente. La otra quedó en la misma cuneta donde unas flores
recordaban a sus compañeros de escondite.
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