La campanilla
sujeta a una lámina de caracol, y ésta, a su vez, al techo, no había sido
advertida y, al repicar, sumió en la palidez a aquel par de mozalbetes que
cruzaban el umbral de la tienda con las piernas llenas de dudas. Al siguiente
paso, cuando la puerta se cerró tras ellos, vieron sus hombros unirse como
siameses, tentados a darse un abrazo, ese que el miedo concede y que, pasado el
respingo, ridiculiza el fugaz agarre y lleva a la suelta inmediata por ese
orgullo de los machotes. En la penumbra del recinto, el pasillo que los recibía
no era tal sino que la suerte de antigüedades apiladas, a uno y a otro costado,
iban creando en su caos nuevos senderos por donde poder acercarse para contemplarlas,
no sin el debido cuidado para evitar el descalabro de su hacinamiento. De algún
modo, algo más inteligente, el propietario de aquella tienda había tomado la
sabia decisión de dispersar los objetos más voluminosos hacia los rincones.
Pero por la cantidad de polvo que acumulaban, su disposición sonaba a un esfuerzo
consumido en los inicios y abandonado como las civilizaciones extintas que
representaban algunos de los más deteriorados. Así, una cuadriga en deplorable
estado se distinguía frente a una calesa que ocupaba buena parte de la pared
contraria, como si entre ambas obrara un espejo afectado gravemente de
esquizofrenia. No obstante, parecía que las nuevas adquisiciones como un
carrillón, un soldado de terracota, un oso disecado y un gramófono descomunal,
huérfanos de rincones, habían sido dispuestas en el centro con desidia y
angostaban el ya de por sí estrecho paso. Los tres remolinos del pelirrojo le
hacían parecer más canalla y decidido, pero fue el moreno el que balbuceó un
hola al silencio que la campanilla había dejado de quebrar. Tras dos saludos más,
y el vacío como respuesta, con el recelo más templado, decidieron explorar e ir
enredando con los objetos que la curiosidad les llevaba a sus manos. Tratando
de descubrir mecanismos insólitos, presionaban artesonados que la literatura de
aventuras siempre señalaba alrededor de las reliquias como puertas ocultas
hacia un tesoro mayor. Y como chuchos con sus amos en cada zancada que les
aleja, a medida que se iban separando, el par de jóvenes se lanzaba fugaces
vistazos mientras continuaban con sus pesquisas tratando de dar con el objeto
más fantástico o extraño. Cuando creían haber dado con uno singular, llamaban
la atención del otro, quien, arrugando la barbilla, indicaba su desaprobación y
no tardaba en replicar mostrando otro de su elección, obteniendo la misma mueca
de desagrado. Cuando alguien penetra en la tienda que siempre miró con recelo
desde niño, y que mientras el barrio crecía y se modernizaba, comprobaba, desde
la distancia que obliga el respeto, cómo esa imagen fúnebre del escaparate se
mantenía tan luctuosa como un responso a pie de tumba, no deja de mostrar
cierta prevención hacia lo inesperado por si aquellas fantasías de la infancia,
sobré qué podía estar ocurriendo en aquel sombrío interior, acabaran por
convertirse en realidad. Quizá por eso, a medida que se acercaba al muñeco de
la casaca de lentejuelas, que descubrió inmóvil junto a una alacena repleta de
relojes de bolsillo, supo que el brillo de los ojos de aquel rostro varonil, coronando
unos hombros con charreteras doradas, eran tan real como la voz con la que le dio
la bienvenida. Tartamudear no era la mejor manera de defender la visita, ni
tampoco el desparpajo con el que durante media hora aquellos mozos se habían
regalado alterando el desorden que, el joven de la casaca se empeñó en
contrariar y definirlo como el reposo de su colección de recuerdos; mostrando, al
mismo tiempo, una sonrisa que afilaba sus bigotes engomados mientras iba
describiendo la historia que rodeaba a cada una de las piezas removidas. De
este modo, una por una fue datando su hallazgo y la vivencia que la acompañaba,
los peligros que hubo de correr para adquirirla o la casualidad relajada que la
destinó a sus alforjas, o la deuda que cubrió y que le llevó a formar parte de
sus pertenencias. Esta vez el pelirrojo se atrevió a la réplica confiado en la
buena presencia y sutiles modales del joven, y pujó por la bola de cristal que
su mano mostraba al propietario. En su interior, una barca con las cuadernas
abiertas contra una roca, hacía de pedestal de un marino erguido como un mástil
y que observaba el horizonte a través de un catalejo de latón. ¿Por qué habría
de renunciar a un trozo de mi vida?, advirtió el joven señalando la bola para,
acto seguido, apuntar con un bastón que sacó de la nada hacia una barca con los
mismos desperfectos que el diorama. ¿Acaso me venderías una parte de ti?, propuso.
¿Estaríais dispuestos a renunciar a una porción, a un breve instante de vuestra
corta vida?, insistió, señalando con su bastón y llegando a tocar las frentes
de aquellas enmudecidas cabecitas boquiabiertas. El moreno codeó a su compañero
cuando éste también lo pretendía, y sus huesos chocaron, y tras dejar que el
instinto les llevara a frotarse el agudo dolor, recordaron que esa era la señal
convenida para salir corriendo sin mirar atrás. El joven de la casaca supo
identificar el lugar exacto de los tropiezos que la pareja de mozos acumulaba
en su estampida. Finalmente, la campanilla se escuchó junto al cimbreo del
cristal tras el portazo. Hasta no ganar la esquina sintieron que sus piernas no
tocaban el suelo, que ni siquiera les faltaba el aire pues el miedo había
oxigenado su carrera y puesto alas a sus pies. Una vez que se sintieron a
salvo, el moreno asomó la nariz hacia la calle de su fuga para asegurarse que
no eran seguidos, y fijó su mirada en el oscuro escaparate. Todo seguía igual,
como siempre. Y entonces recordó aquella semana de varicela, cinco años atrás,
con dos almohadas por respaldo y por todo entretenimiento un par de tebeos cien
veces releídos y las vistas desde la ventana. En aquella ocasión de aquella
tarde del pasado, fueron tres los chavales que salieron de la tienda de
antigüedades del mismo modo urgente que su amigo el pecas y él acababan de
imitar. El pecas le interrumpió esos recuerdos entregándole la bola del
marinero y excusándose con que tenía deberes por terminar, que ya quedarían
cuando se le hubiera pasado el susto. El moreno, con el mismo destemple, aceptó
con desgana el obsequio de cristal, volvió a asomar su nariz por el recodo pero
esta vez miró hacia las ventanas del vecindario. Y de entre todas ellas pudo
distinguir a una niña que, con su aliento, empañaba el cristal y parecía
depositar sus asombrados ojos en los de él.
La harapienta
estampa con que regresaron a sus casas no pasó inadvertida para quien se
encarga de la lavadora y la reprimenda fue el primer plato de la cena. Llegado
el padre hubo reunión de progenitores en el pasillo. La puerta de la cocina no
impedía en la casa del moreno que el berrinche de su madre se escuchara con nitidez.
Fue entonces cuando en su alteración nombró el objeto encontrado entre las
ropas de su díscolo hijo. No hubo más palabras. El ruido de los cubiertos fue
toda la conversación durante el resto de la cena y las cabezas gachas el menú
elegido. Terminado el postre y solicitado el pertinente permiso para
levantarse, aceptado con un gesto leve de cabeza, el moreno se retiró a su
cuarto y se dispuso a contemplar la luna que recortaba los tejados mientras
esperaba en el borde de la cama a que el sermón entrara por la puerta junto con
una sanción en forma de toque de queda a la salida del colegio. La claridad del
astro de la noche incidía en la tienda de antigüedades, pero como si se tratara
de un agujero negro parecía absorber todo reflejo y daba la sensación de
desaparecer de la fachada. En esa reflexión meditaba el chaval cuando su padre
depositó su mano en el hombro antes de sentarse a su lado. Ningún niño es capaz
de merodear una casa abandonada y no soñar con que la explora, refirió. La tienda posee esa atracción y así debe
seguir siendo. Mañana, a tu regreso del colegio, devolverás la bola de cristal.
Déjala en la entrada, será suficiente, la campanilla advertirá tu gesto,
añadió. Esa noche, después del beso en la frente, antes de que le invadiera el
sueño, en su cabeza se ordenaron todas las sorpresas del día y, al hilvanarlas,
sintió el placer de la responsabilidad al saberse parte de un secreto y de una
tradición. Y pensó en la niña de la ventana, y en aquellos otros niños del
barrio que, un buen día, reunirán arrestos y se someterán al terror del repicar
de una simple campanilla y a un hombre amable rodeado de recuerdos, esperando.
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